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Como se puede Hablar de Papantla, es hablar de selvas tropicales, del indígena totonaco


Enviado por   •  5 de Septiembre de 2015  •  Reseñas  •  2.005 Palabras (9 Páginas)  •  338 Visitas

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La vainilla

             Hablar de Papantla, es hablar de selvas tropicales, del indígena totonaco y  obligado es también, referirse a la vainilla como una planta nativa de México de explotación prehispánica, que dio muchos beneficios económicos a varias generaciones.

             El patrimonio que el totonaca deja al mundo no se tasa en dinero, a pesar del valor comercial de la vainilla; se cuantifica en la existencia de bosques tropicales, flora, fauna, agua y suelo, características ambientales que el cultivo de la vainilla mantiene, porque le son indispensable los montes, los acahuales, la humedad, la sombra y las materias orgánicas. Ha sido precisamente, gente que ha vivido en la región de Papantla, la que ha transmitido éste saber totonaca en otras regiones tropicales de nuestro país; así pasó en Acayucan y los Tuxtlas, que se encuentran al sur del estado de Veracruz. Lugares a donde llegaron los campesinos totonacas, no sólo con la esperanza de construir una vida y de seguir cultivando un pedazo de tierra; sino con el conocimiento vainillero que les legaron sus antepasados.

“Curti (1987) sostuvo que vainilla es una orquídea originaria del sureste de México. La superficie plantada dentro de  la República Mexicana se estima en 200 hectáreas de las cuales, la mitad se encuentran en producción” (p. 22).

“Curti (1987) afirmó que en el estado de Veracruz el área productora se localiza en los municipios de Papantla y Gutiérrez Zamora situados entre los 0 y 500 metros sobre el nivel del mar. Esta planta se produce con el propósito de obtener aceites esenciales, los cuales tienen una amplia demanda como saborizantes en helados, chocolates, cremas, panadería y perfumería” (p. 22).  

1. Origen

Curtí y Galicia (1989) sugieren que:  

El quehacer agrícola del totonaca fundamenta la costumbre que se tiene de “hacer promesa” así pues se le hace promesa a la tierra; al dueño del monte al dueño del agua; es decir, se pide “permiso” para cultivar, desmontar, cazar, pescar, etc. Todas estas actividades mágico-religiosas encierran símbolos propiciatorios que se traducen en buenas cosechas, dones y parabienes; la promesa a la vainilla se acostumbra al Dios del Monte, llamado entre los totonacas Kiwikgolo que en español quiere decir “palo viejo”. Este viejo es dueño de todo lo que hay en el monte, plantas, animales, insectos, agua, luz, etc. Es por esto que en ocasiones se le llama Puxco que en idioma totonaca significa “hermano mayor”, su deidad femenina es denominada Kiwichat o vieja del monte (p. 91-112).

            “Curti y Galicia (1989) mencionaron que es común oír decir a los indígenas vainilleros que pidieron permiso al Kiwikgolo para desmontar o aclarar un terreno para dedicarlo al cultivo de vainilla, este ritual le evitará peligros de animales venenosos en el vainillal como la coralillo y le propiciará buena cosecha”  (pp. 91-112).

2. La leyenda de la vainilla

   

             Cuando los totonacas, después de haber esculpido las maravillosas ornamentaciones pétreas de Teotihuacán, decidieron asentarse en las costas del hoy estado de Veracruz, en el Golfo de México, todavía no practicaban los sacrificios humanos (Núñez, 1952).

             Panteístas por temperamento, amantes de las cosas bellas y delicadas, rendían culto al sol, al viento, al agua y la tierra sus ofrendas a los dioses consistían en ramilletes de flores y en incineraciones de “copal”. En holocausto mataban algunos animales silvestres, pero adoraban a los pájaros, sobre todo a los de brillantes plumajes que les servían para los penachos de sus áureos “copilli” (Núñez, 1952).

            Establecidos en la región costeña, constituyeron el reino de Totonacapan, una de cuyas capitales, además de Cempoala y Mixquihúacan, fue Papantla (Núñez, 1952).

             Los primeros jefes de aquel señorío levantaron adoratorios y sus principales deidades, entre las que sobresalía la diosa “Tonacayohua”, que era la que cuidaba la “siembra, el pan y los alimentos”, y a la que comparaban los primeros cronistas con la Ceres de los antiguos romanos (Núñez, 1952).

             En la cumbre de una de las más altas sierras cercanas a Papantla, tenía su templo Tonacayohua, de cuyo aderezo y ritos estaban encargadas doce jóvenes nobles que desde niñas eran dedicadas especialmente a ella y que hacían votos de castidad de por vida (Núñez, 1952).

             En tiempos del Rey Tenitztli, tercero de la dinastía totonaca, tuvo como una de sus esposas, a una niña que por su singular hermosura pusieron el nombre de “Tzacopontziza” que significa “Lucero del Alba”. Y no queriendo que nadie disfrutara de su belleza, fue consagrada el culto de Tonacayohua (Núñez, 1952).

             Pero un joven príncipe llamado “Zkatanoxga” (el joven venado), se enamoró de ella. A pesar de que sabía que tal sacrilegio estaba penado con el degüello, un día que Tzacopontziza salió del templo para recoger unas tortolillas que había atrapado para ofrendarlas a la diosa, su enamorado la raptó huyendo con ella a lo más abrupto de la montaña. Pero no habían caminado mucho, cuando se les apareció un espantable monstruo, que envolviendo a ambos en oleadas de fuego, los obligó a retroceder rápidamente (Núñez, 1952).

             Al llegar al camino, ya los sacerdotes les esperaban airados y antes de que Zkatanoxga, pudiera decir una palabra, fue degollado de un solo tajo y la misma suerte corrió la princesa. Sus cuerpos fueron llevados aún calientes, hasta el adoratorio, en donde tras extraerles los corazones que se pusieron en las piedras votivas del ara de la diosa, fueron arrojados a una barranca (Núñez, 1952).

             En el lugar en que se les sacrificó, la hierba empezó a secarse, como si la sangre de las dos víctimas ahí esparcida tuviera un maléfico influjo. Y pocos meses después empezó a brotar un arbusto pero tan prodigiosamente, que en unos días se elevó varios palmos del suelo y se cubrió de espeso follaje (Núñez, 1952).

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