Cuento tres a tres
RorronahuelTarea18 de Marzo de 2016
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Tres a tres
Toda la temporada sufriendo. Todos los desgarros, las lesiones, los goles que no fueron, la polvareda de cancha de población. Todo eso resumido en la última pichanga, la final del campeonato. El Nano y su equipo, los Dildos, venían cayendo en los encuentros anteriores. Se les había lesionado el chino, el chico estaba enfermo y el guatón con la pierna enyesada. Pero el Nano, capitán por naturaleza, los animaba a jugar esa tarde. Treinta y un grados dijo el meteorólogo, ¡a la sombra! ¿Y qué sombra? La población no conoce más sombra que los negocios ocultos en ella. Ni un solo árbol en las bancas, repletas de hombres con el torso desnudo y niños con ojotas rotas.
Con el pitazo, se inicia el juego, y el Nano le lanza miradas de desprecio al Fati, su eterno enemigo de la adolescencia, sin olvidarse aún de los dos jugadores que les bajó en el partido del fin del campeonato pasado, y el Fati se las devuelve con aún más desprecio, y es que, por su parte, ya empezaba a sospechar de la Estefa y ese olor a macho que traía después del colegio. Ambos capitanes sentían su rivalidad más ardiente que nunca aquel día. A los seis minutos, el Fati aprovechó el tiro de esquina y, empujando con el cuerpo al defensa de los Dildos, cabeceó la pelota anotando el primer gol. Ante esto, los Dildos, desanimados, esperaban que el Nano respondiera con un tanto también. Así fue, cuando, justo antes del descanso dejó atrás a los defensas entre pase y pase, y le enseñó una finta al portero, igualando el partido.
Terminado el primer tiempo, empatados a uno. Las botellas con agua se vaciaron enseguida, a diferencia de las gradas que se seguían repletando. Ya en el segundo tiempo, las miradas de los capitanes no sólo se murmuraban odio. Ya empezaban a gritarse y darse codazos entre tiros libres y saques de banda. Cerca del último minuto, los Dildos perdían por un gol, y estaban destrozados, empolvados y sudorosos. Tres a dos iban, cuando el Nano recibió el pase ideal para anotar y empatar, pero el mismo Fati se le cruzó, le cometió falta y el árbitro dictó penal.
-¡¿Qué penal!? ¿Qué penal?! − repetía el Fati, furioso.
- Penal no más po’, cornudo − dijo el Nano por lo bajo mientras se levantaba.
La sangre en los ojos del Fati era explosiva, una bomba enrojecida. Pensó en mil formas de arrojarlo de nuevo al suelo y patearlo incansablemente. Porque ya era obvio quien era ese otro macho que vociferaba con la Estefa, ese que le acariciaba el jumper después de clases, y le impregnaba la blusa de colonia barata, de cuneta. Y es que mientras él se deslomaba haciendo bollitos en la panadería, ella se encamaba a escondidas con el Nano. Pero se tranquilizó. Suspiró y escupió al suelo, esperando en silencio el tiro penal del Nano. No le preocupaba tanto si era gol, porque si empataban, sería fácil anotar un gol de vuelta, los Dildos estaban agotados. El Nano, con el balón junto a su pie, a tres metros del arquero. El silencio en todos los blocs, y el sudor acariciando las frentes de los jugadores. Dispuesto a patear el penal, elevó su pierna y se acordó de la Estefa, y de por que se metió al campeonato: “Si ganan, dejo al Fati botado, y te dejo pedirme pololeo”. ¡Qué inocente! ¡Qué humano! ¡Qué arrastrado! Todo por esos besos que lo llenaban, que lo acercaban al cielo, a ese cielito que sueña despierto entre el liceo y la escuela amateur de fútbol después de clases, pensando que se podría dar la gran vida de los futbolistas millonarios.
La pelota al ángulo izquierdo, socavando la malla y pasando de largo por el agujero. Mitad de la población gritando gol; mitad vituperando al Fati por faltero y al arquero por ciego. Todos de pie, con sus propias exclamaciones. La Estefa, de un impulso entró a la cancha y besó al Nano frente a todos, frente al Fati, quien sabía muy bien lo que es que el pan se queme en la puerta del horno. Y en su propio arrebato, viendo aquel beso, salió de la cancha, ¿a qué? Seguramente a buscar la pelota para apurar el partido. Pero pasó de largo, corriendo a su casa a la vuelta de la esquina. Le bastaron unos segundos para ir volver con un peso encima. La llevaba entre el bóxer y el short, cubierta por la camiseta. Era de su papá, pero desde que el Fati se convirtió en el hombre de la casa, la tenía en el velador por si algún día tuviese que usarla. Este era el día.
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