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Derecho Romano

cristiannn_17911 de Abril de 2013

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Vivimos en medio de una falacia descomunal: un mundo

desaparecido que nos empeñamos en no reconocer como tal

y que se pretende perpetuar mediante políticas artificiales.

Millones de destinos son destruidos, aniquilados por este

anacronismo debido a estratagemas pertinaces destinadas a

mantener con vida para siempre nuestro tabú más sagrado:

el trabajo.

En efecto, disimulado bajo la forma perversa de "empleo",

el trabajo constituye el cimiento de la civilización occidental,

que reina en todo el planeta. Se confunde con ella hasta el

punto de que, al mismo tiempo que se esfuma, nadie pone

oficialmente en tela de juicio su arraigo, su realidad ni menos

aún su necesidad. ¿Acaso no rige por principio la distribu-

ción y por consiguiente la supervivencia? La maraña de tran-

sacciones que derivan de él nos parece tan indiscutiblemente

vital como la circulación de la sangre. Ahora bien, el traba-

jo, considerado nuestro motor natural, la regla del juego de

nuestro tránsito hacia esos lugares extraños adonde todos

iremos a parar, se ha vuelto hoy una entidad desprovista de

contenido.

Nuestras concepciones del trabajo y por consiguiente del

desempleo en torno de las cuales se desarrolla (o se pretende

desarrollar) la política se han vuelto ilusorias, y nuestras lu-

chas motivadas por ellas son tan alucinadas como la pelea de

Don Quijote con sus molinos de viento. Pero nos formulamos

siempre las mismas preguntas quiméricas para las cuales, co-

mo muchos saben, la única respuesta es el desastre de las vi-

das devastadas por el silencio y de las cuales nadie recuerda que cada una representa un destino. Esas preguntas perimi-

das, aunque vanas y angustiantes, nos evitan una angustia

peor: la de la desaparición de un mundo en el que aún era po-

sible formularlas. Un mundo en el cual sus términos se basa-

ban en la realidad. Más aún: eran la base de esa realidad. Un

mundo cuyo clima aún se mezcla con nuestro aliento y al cual

pertenecemos de manera visceral, ya sea porque obtuvimos

beneficios en él, ya sea porque padecimos infortunios. Un

mundo cuyos vestigios trituramos, ocupados como estamos

en cerrar brechas, remendar el vacío, crear sustitutos en tor-

no de un sistema no sólo hundido sino desaparecido.

¿Con qué ilusión nos hacen seguir administrando crisis al

cabo de las cuales se supone que saldríamos de la pesadilla?

¿Cuándo tomaremos conciencia de que no hay una ni muchas

crisis sino una mutación, no la de una sociedad sino la muta-

ción brutal de toda una civilización? Vivimos una nueva era,

pero no logramos visualizarla. No reconocemos, ni siquiera

advertimos, que la era anterior terminó. Por consiguiente, no

podemos elaborar el duelo por ella, pero dedicamos nuestros

días a momificarla. A demostrar que está presente y activa, a

la vez que respetamos los ritos de una dinámica ausente. ¿A

qué se debe esta proyección de un mundo virtual, de una so-

ciedad sonámbula devastada por problemas ficticios... cuan-

do el único problema verdadero es que aquéllos ya no lo son

sino que se han convertido en la norma de esta época a la vez

inaugural y crepuscular que no reconocemos?

Por cierto, así perpetuamos lo que se ha convertido en un

mito, el más venerable que se pueda imaginar: el mito del

trabajo vinculado con los engranajes íntimos o públicos de

nuestras sociedades. Prolongamos desesperadamente las

transacciones cómplices hasta en la hostilidad,

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