El Concepto De Lo Político Carl Schmitt
ALEXSANDERS24 de Agosto de 2011
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El concepto de lo político
Carl Schmitt
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El concepto del Estado supone el de lo político. De acuerdo con el uso actual del
término, el Estado es el status político de un pueblo organizado en el interior de unas
fronteras territoriales. Esto es tan sólo una primera aproximación, que no intenta
determinar conceptualmente el Estado, cosa que tampoco hace falta, pues lo que
interesa aquí es la esencia de lo político. Por el momento podemos dejar en suspenso
cuál es la esencia del Estado, si es una máquina o un organismo, una persona o una
institución, una sociedad o una comunidad, una empresa, una colmena o incluso una
«serie básica de procedimientos». Todas estas definiciones y símiles presuponen o
anticipan demasiadas cosas en materia de interpretación, sentido, ilustración y
construcción, y esto las hace poco adecuadas como punto de partida para una
exposición sencilla y elemental. Por el sentido del término y por la índole del fenómeno
histórico, el Estado representa un determinado modo de estar de un pueblo, esto es el
modo que contiene en el caso decisivo la pauta concluyente y por esa razón, frente a los
diversos status individuales y colectivos teóricamente posibles, él es el status por
antonomasia. De momento no cabe decir más. Todos los rasgos de esta manera de
representárselo -status y pueblo- adquieren su sentido en virtud del rasgo adicional de lo
político y se vuelven incomprensibles si no se entiende adecuadamente la esencia de lo
político.
Es raro encontrar una definición clara de lo político. En general, la palabra se utiliza
sólo negativamente, en oposición a otros conceptos diversos, por ejemplo en antítesis
como la de política y economía, política y moral, política y derecho, y a su vez, dentro
del derecho, entre derecho político y derecho civil etc. Es cierto que, dependiendo del
contexto y de la situación concreta, este tipo de contraposiciones negativas, en general
más bien polémicas, pueden llegar a arrojar un sentido suficientemente claro. Pero esto
no equivale todavía a una determinación de lo específico. Casi siempre lo «político»
suele equipararse de un modo u otro con lo «estatal», o al menos se lo suele referir al
Estado. Con ello el Estado se muestra como algo Político, pero a su vez lo político se
muestra como algo estatal, y éste es un circulo vicioso que obviamente no puede
satisfacer a nadie.
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El concepto de lo político
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Si se aspira a obtener una determinación del concepto de lo político, la única vía
consiste en proceder a constatar y a poner de manifiesto cuáles son las categorías
específicamente políticas. Pues lo político tiene sus propios criterios, y éstos operan de
una manera muy peculiar en relación con los diversos dominios más o menos
independientes del pensar y el hacer humanos, en particular por referencia a lo moral, lo
estético y lo económico. Lo político tiene que hallarse en una serie de distinciones
propias últimas a las cuales pueda reconducirse todo cuanto sea acción política en un
sentido específico.
Supongamos que en el dominio de lo moral la distinción dominio es la del bien y el mal;
que en lo estético lo es la de lo bello y lo feo; en lo económico la de lo beneficioso o lo
perjudicial, o tal vez de lo rentable y lo no rentable. El problema es si existe alguna
distinción específica, comparable a esas otras aunque, claro está, no de la misma o
parecida naturaleza, independiente de ellas, autónoma y que se imponga por sí misma
como criterio simple de lo político; y si existe, ¿cuál es?
Pues bien, la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las
acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo. Lo que ésta proporciona
no es desde luego una definición exhaustiva de lo político, ni una descripción de su
contenido, pero sí una determinación de su concepto en el sentido de un criterio. En la
medida en que no deriva de otros criterios, esa distinción se corresponde en el dominio
de lo político con los criterios relativamente autónomos que proporcionan distinciones
como la del bien y el mal en lo moral, la de belleza y fealdad en lo estético, etc. Es desde
luego una distinción autónoma, pero no en el sentido de definir por si misma un nuevo
campo de la realidad, sino en el sentido de que ni se funda en una o varias de esas otras
distinciones ni se la puede reconducir a ellas.
Si la distinción entre el bien y el mal no puede ser identificada sin más con las de belleza
y fealdad, o beneficio y perjuicio, ni ser reducida a ellas de una manera directa, mucho
menos debe poder confundirse la oposición amigo-enemigo con aquéllas. El sentido es
marcar el grado máximo de intensidad de una unión no separación, de una asociación o
disociación. Y este criterio puede sostenerse tanto en la teoría como en la práctica sin
necesidad de aplicar simultáneamente todas aquellas otras distinciones morales,
estéticas, económicas y demás. El enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni
estéticamente feo, no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede
tener sus ventajas hacer negocios con él. Simplemente es el otro, el extraño, y para
determinar su esencia basta con que sea existencialmente distinto y extraño en un
sentido particularmente intensivo. En el último extremo pueden producirse conflictos
con el que no puedan resolverse ni desde alguna normativa general previa ni en virtud
del juicio o sentencia de un tercero «no afectado» o «imparcial».
En esto la posibilidad de conocer y comprender adecuadamente, y en consecuencia la
competencia para intervenir, están dadas tan sólo en virtud de una cierta participación,
de un tomar parte en sentido existencias. Un conflicto extremo sólo puede ser resuelto
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por los propios implicados; en rigor sólo cada uno de ellos puede decidir por sí mismo
si la alteridad del extraño representa en el conflicto concreto y actual la negación del
propio modo de existencia, y en consecuencia si hay que rechazarlo o combatirlo para
preservar la propia forma esencial de vida. En el plano de la realidad psicológica es fácil
que se trate al enemigo como si fuese también malo y feo, ya que toda distinción, y
desde luego la de la política, que es la más fuerte e intensa de las distinciones y
agrupaciones, echa mano de cualquier otra distinción que encuentre con tal de
procurarse apoyo. Pero esto no altera en nada la autonomía de esas oposiciones.
Y esto se puede aplicar también en sentido inverso: lo que es moralmente malo,
estéticamente feo o económicamente perjudicial no tiene por qué ser también
necesariamente hostil; ni tampoco lo que es moralmente bueno, estéticamente hermoso
y económicamente rentable se convierte por sí mismo en amistoso en el sentido
específico, esto es, político, del término. La objetividad y autonomía propias del ser de
lo político quedan de manifiesto en esta misma posibilidad de aislar una distinción
específica como la de amigo-enemigo respecto de cualesquiera otras y de concebirla
como dotada de consistencia propia.
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Los conceptos de amigo y enemigo deben tomarse aquí en su sentido concreto y
existencial, no como metáforas o símbolos; tampoco se los debe confundir o debilitar
en nombre de ideas económicas, morales o de cualquier otro tipo; pero sobre todo no
se los debe reducir a una instancia psicológica privada e individualista, tomándolos
como expresión de sentimientos o tendencias privados. No se trata ni de una oposición
normativa ni de una distinción «puramente espiritual». En el marco de un dilema
específico entre espíritu y economía, el liberalismo intenta disolver el concepto de
enemigo, por el lado de lo económico, en el de un competidor, y por el lado del espíritu,
en el de un oponente en la discusión. Bien es verdad que en el dominio económico no
existen enemigos sino únicamente competidores, y que en un mundo moralizado y
reducido por completo a categorías éticas quizá ya no habría tampoco otra cosa que
oponentes verbales. En cualquier caso, aquí no nos interesa saber si es rechazable o no
el que los pueblos sigan agrupándose de hecho según que se consideren amigos o
enemigos, ni si se trata de un resto atávico de épocas de barbarie; tampoco vamos a
ocuparnos de las esperanzas de que algún día esa distinción desaparezca de la faz de la
tierra, ni de la posible bondad o conveniencia de hacer, con fines educativos, como si ya
no hubiese enemigos. No estamos tratando de ficciones ni de normatividades, sino de la
realidad óntica y de la posibilidad real de esta distinción. Se podrán compartir o no esas
esperanzas y esos objetivos pedagógicos; pero lo que no se puede negar razonablemente
es que los pueblos se agrupan como amigo y enemigos, y que esta oposición sigue
estando en vigor, y está dada como posibilidad real, para
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