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El Debut

Ensayo2 de Marzo de 2015

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EL DEBUT

Una vez más la secundaria nos reúne contra el paredoncito que rodea al edificio escolar, sobre una calle quieta donde a la hora de entrada se congregan incontables bléiseres azules salpicados con alguna que otra pollera gris.

Todos los días se generaban las obligadas y repetidas conversaciones con muy escasas variantes y plagadas de malas palabras. Mientras Guille vendía los cigarrillos More (unos muy de moda entonces, de 120mm de largo y papel marrón, que nadie sabía de dónde los conseguía) toma la palabra el colorado García y a pesar que empezamos con el fútbol o algún dato solicitado desesperadamente de lo que había que estudiar para ese día, la charla enseguida deriva para el lado más interesante y preocupante: las mujeres.

Muchos integrantes de la barra ya tenían alguna que otra novia, y esto desde el año pasado, en que súbitamente las 10 o 12 chicas de la división se habían puesto a afilar con otros tantos compañeros del Segundo Quinta. Por supuesto que yo no entré en ese selecto grupo de los ganadores de la división, pero a pesar de ello me las rebusqué para enganchar, luego de indescriptibles sufrimientos y largas noches de planchada, a alguna minita en el Club Estudiantil Porteño y hasta salir en varias ocasiones con ella. Pero de sexo, lo que se dice sexo, ni hablar.

En realidad creo que la mayoría de nosotros no había concretado hasta el momento una relación sexual propiamente dicha, a pesar de que a algunos, como Eduardo, ya se los veía más hombrecitos, debido a que quizá ya habían debutado. Pero Eduardo no contaba nada.

- ¡Levante la mano el que ya debutó!

Largó graciosamente García a boca de jarro, a lo que algunos respondieron con un "déjate de hinchar" o "a vos no te importa", o bien levantaban la mano tímidamente, para no ser menos, porque el de al lado ya tenía el brazo bien en alto. No sabía qué hacer, estaba entre la duda de mentir para quedar bien (aunque en el fondo nadie me lo creería) o de hacerme el distraído y tratar de inventar alguna charla con otro compañero que estuviera afuera de la ronda, porque básicamente me costaba un Perú aceptar y difundir mi inexperiencia sexual.

Sutilmente me borré del grupo indagador y me metí en la escuela al abrigo de preguntarle a alguno por la lección de Geografía del día. Pero esto no iba a terminar allí. Ya en el aula, García, que se sentaba en la fila de al lado, a la misma altura de mi pupitre, me pregunta bajito:

- Che, Alberto, vos debutaste?

- Eeee, s... No

Increíble el alivio experimentado, qué fácil había sido sacarse de encima el peso de la verdad.

Pero ahora tenía que esperar y aguantarme las cargadas del resto de la barra. Sin embargo, para sorpresa mía, el colorado se pone serio, se acerca un poco y me confiesa: "Yo tampoco". Él tenía una novia de la división, con la que apretaba a escondidas en todos los recreos y a la salida se iban a una plaza cercana y se pegaban una franeleada que hacía temblar hasta el busto de Belgrano.

- Pero cómo Colorado, me vas a decir que con Miriam no pasa nada?

- No, ya le dije un montón de veces pero no quiere saber nada.

La profesora de Geografía, que estaba escribiendo en el pizarrón algunos nombres extraños de ríos de Asia, meneando ampulosamente el pantalón ajustadísimo, se da vuelta inmediatamente y al escuchar el cuchicheo clava la mirada en nosotros.

- Silencio, por favor.

Fin de la charla.

No hablamos más ese día, pero comenzó a crecer en cada uno de nosotros, casi al mismo tiempo, un deseo que era como una obligación para cualquier pibe de tercero o cuarto: debutar. Hasta el momento mis contactos con el sexo opuesto se limitaba a salir con Nancy, una chica que había conocido en el Estudiantil Porteño y con la que manteníamos frecuentes apretadas en una plaza que había por José Ingenieros o en la parada del colectivo, alguna que otra revista pornográfica y las infaltables y mitológicas películas de la diosa Isabel Sarli. Esto último merece una reflexión aparte, sino un libro completo.

Desde el invierno pasado, cursando el segundo año, no muy frecuentemente pero sí respetando un ritmo tácitamente preestablecido, nos hacíamos la rata de vez en cuando para ir al Cine

Devoto o a otro que había en José Ingenieros y allí disfrutar de una experiencia sin precedentes: cuatro películas al hilo de la Coca Sarli. La función empezaba a eso de las tres de la tarde y duraba entre dos horas y media y tres horas. En ese lapso el cine se inundaba de útiles y bléiseres, todos fumando adentro y golpeando frenéticamente los zapatos contra el piso de madera cuando se retrasaba el horario preestablecido o se cortaba la película, cosa totalmente normal y esperable.

Gracias a esta práctica una vez se cayó completa toda una fila de butacas, lo que ocasionó la suspensión de la función y la huida violenta de la sala, bajo las amenazas impotentes del encargado.

En esos días de retirada sigilosa de la secundaria, nos íbamos caminando tranquilamente hasta el cine que quedaba a unas 15 cuadras, donde esperábamos pacientes las tres de la tarde, hora en que comenzaba el delirio y el éxtasis de ver a la Coca, con esas dos gigantescas tetas que amenazaban con salirse de la pantalla y aplastarnos.

Cada vez que asomaba un pecho de la diva se hacía un silencio respetuoso y cargado de nerviosismo, ni hablar cuando esto sucedía mientras la Coca se presentaba totalmente desnuda y nadando en algún río del litoral, ahí, en ese punto culminante, en ese clímax visual, los suspiros llegaban a confundirse y hasta tapar el ruido de la máquina reproductora gastadísima. La diosa nada estilo pecho, espalda, perrito, y esas dos masas triunfantes, esos globos inmaculados siempre se las arreglaban para salir a la superficie y mostrarse en todo su esplendor, dándonos sobrados motivos para soñar luego toda la noche, soñar que nos sumergíamos hasta desaparecer entre esas dos montañas blandas y carnosas.

En estos cines, como dije, daban cuatro películas de la Sarli en menos de tres horas, esto se debía a que les practicaban a las cintas una especie de censura invertida, es decir que cortaban todas las partes menos interesantes en que se producían diálogos aburridos y a veces extensos entre la protagonista y su partenaire de turno, diálogos que a nadie importaban y no hacían más que provocar una ansiedad incontenible entre el público, esa masa adoradora de la diosa tetona, que nada más esperaba ver la mágica demasía de esos dos zepelines bamboleantes y fogosos. Entonces estos cortes daban lugar a que los filmes fueran fácilmente entendibles por los fanáticos, aún aquellos que habían llegado tarde, cuando la película ya estaba empezada. Eran dos horas de un ataque tetal que llenaba nuestros corazones y otros órganos de amor, alegría y ansiedad.

Entre tanto contacto sexual inconcluso, era obvio que la necesidad de concretarlo alguna vez se despertara en algún momento de nuestra adolescencia. Por eso que el colorado García no tardó en arengar a unos cuantos compañeros más y establecer una ida en masa al prostíbulo "Asturias", que quedaba por Morón, cruzando las vías. La cosa se había definido para el sábado a la tarde.

De nuevo en mi barrio, le cuento a Walter el proyecto, que enseguida se prende.

- Yo también voy, cuánta plata hay que llevar?

- No sé, 100 o 200 pesos

Le digo sin conocer claramente el monto, ya que el dato del Asturias lo había traído Guille y no había nada muy claro sobre su ubicación y cuadro tarifario, con lo que todavía se mantenía la posibilidad de no encontrarlo y volver del debut tal como habíamos ido.

Ese sábado nos encontramos en Liniers. Contándolo a Walter éramos como 10 o 12 los que tomamos el tren hasta Morón. Había mucho nervio, mucha tensión que se incrementaba a medida que el tren iba sorteando las estaciones. Por fin, ya en Morón, caminamos unas cuadras siguiendo a Guille, que conocía más o menos los nombres de las calles, hasta que en una cortada de adoquines, con una cuadra larga y rodeada por un paredón semidestruido enfrente, vemos unos cuantos muchachos sentados en la vereda o apoyados contra una parecita y a mitad de cuadra un cartelito ínfimo y despintado: "Hotel Asturias".

Nos ponemos detrás de la tácita cola masculina y tratamos de definir el orden de ingreso al lupanar. García organiza y pregunta si algún voluntario quiere ir primero. Saco fuerzas desde lo más profundo de mi corazón y como para tratar de vencer ese miedo ancestral difícil de explicar en estos casos y para disminuir la agónica espera, digo "Yo voy primero". Walter, también se ofrece a sacrificarse por los otros y accede a entrar junto conmigo. Luego el colorado, Guille y el resto.

Rápidamente se moviliza la cola y quedamos parados en la puerta, a la espera de alguna señal de adentro que nos autorice la entrada. Por un pestillo se asoma una vieja.

- Qué quieren?

- Queremos ver a las chicas señora

Responde Walter. A esta altura a mí no salían ni dos palabras seguidas. Al rato se abre la puerta y un tipo bastante gordo y sudado ordena

- Pasen dos, los demás esperen.

Allá vamos Walter y yo, ni bien entramos dos mujeres se nos acercan y dividen nuestro camino. La que me toca a mí me toma del brazo y me mete en un cuarto mal iluminado, con una cama de respaldo de hierro y un colchón viejísimo, paredes totalmente sucias y oscuras y una mesita también de hierro con una palangana. Me detengo frente a la cama de plaza y media. La mina me dice:

- Esperame acá, ya vengo.

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