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El Psicoanalista


Enviado por   •  28 de Mayo de 2012  •  603 Palabras (3 Páginas)  •  372 Visitas

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Permaneció un instante en el sillón escuchando el tenue sonido de los pasos del hombre enfadado que se alejaban por el pasillo exterior. Después se levantó, resintiéndose un poco de la edad, que le había anquilosado las articulaciones y tensado los músculos durante la larga y sedentaria tarde tras el diván, y se dirigió a la entrada, una segunda puerta que daba a su modesta sala de espera. En ciertos aspectos, esa habitación con su diseño improbable y curioso, donde había montado su consulta hacía décadas, era singular, y había sido la única razón por la que había alquilado el piso al año siguiente de haber terminado el período de residencia y el motivo de haber seguido en él más de un cuarto de siglo. La consulta tenía tres puertas: una que daba al recibidor, reconvertido en una pequeña sala de espera; una segunda que daba directamente al pasillo del edificio, y una tercera que llevaba a la cocina, el salón y el dormitorio del resto del piso. Su consulta era una especie de isla personal con portales a esos otros mundos. Solía considerarla un espacio secundario, un puente entre realidades distintas. Eso le gustaba, porque creía que la separación de la consulta del exterior contribuía a que su trabajo le resultara más sencillo. No tenía ni idea de a cuál de sus pacientes se le habría ocurrido volver. Así, de pronto, no recordaba un solo caso en que alguno lo hubiera hecho en todos sus años de ejercicio. Tampoco era capaz de imaginar qué paciente sufriría una crisis tal que lo llevara a introducir un cambio tan inesperado en la relación entre analista y analizado. Él se basaba en la rutina; en ella y en la longevidad, con las que el peso de las palabras pronunciadas en la inviolabilidad artificial pero absoluta de la consulta se abriera finalmente paso hacia la vía de la comprensión. En eso Zimmerman tenía razón. Cambiar iba en contra de todo. Así que cruzó la habitación con brío, con el impulso que genera la expectativa, un poco inquieto ante la idea de que algo urgente se hubiese colado en una vida que con frecuencia temía que se hubiese vuelto demasiado imperturbable y totalmente previsible. Abrió la puerta y observó la sala de espera. Estaba vacía. Eso lo desconcertó un instante, y pensó que a lo mejor había imaginado el sonido del timbre, pero Zimmerman también lo había oído, y él, además, había reconocido el ruido inconfundible de alguien en la sala de espera. – ¿Hola? –dijo, aunque era evidente que no había nadie que pudiera oído. Arrugó la frente sorprendido y se ajustó las gafas de montura metálica sobre la nariz. – Curioso –afirmó en voz alta. Y entonces vio el sobre que alguien había dejado en el asiento de la única silla que había para los pacientes que esperaban. Soltó el aire despacio, sacudió la cabeza y pensó que eso era algo demasiado melodramático, incluso para sus actuales pacientes. Se acercó y recogió el sobre. Tenía su nombre mecanografiado.

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