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El Psicoanalista


Enviado por   •  16 de Noviembre de 2011  •  1.804 Palabras (8 Páginas)  •  684 Visitas

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EL PSICOANALISTA

El señor Bishop, en partículas, junto con la señorita Levy y el realmente desafortunado Roger Zimmerman, que compartía su piso del Upper West Side y al parecer su vida cotidiana y sus vívidos sueños con una mujer de mal genio, manipuladora e hipocondríaca que parecía empeñada en arruinar hasta el menor intento de independizarse de su hijo, dedicaron sus sesiones a echar pestes contra las mujeres que los habían traído al mundo.

Era furia hacia sí mismo. Sabía por experiencia y formación que, con el tiempo, tras años de hablar con amargura en el ambiente peculiarmente distante de la consulta del analista, todos ellos llegarían a esa conclusión por sí solos.

El motivo de su cumpleaños le recordaba de un modo muy directo su mortalidad.

Su propio padre había muerto poco después de haber cumplido cincuenta y tres años, con el corazón debilitado por el estrés y años, de fumar sin parar, algo que le rondaba sutil y malévolamente bajo la conciencia.

El antipático de Roger Zimmerman gimoteaba en los últimos minutos de la última sesión del día.

Antes de su primera sesión, se informaba a cada cliente nuevo de que, al entrar debía hacer dos llamadas cortas, una tras otra, seguidas de una tercera, más larga. Eso era para diferenciarlo que pudieran llegar a su puerta.

A las seis de la tarde no había ninguna anotación. El reloj marcaba las seis menos doce minutos, y Roger Zimmerman pareció ponerse tenso en el diván.

-Nunca ha venido nadie después de mí, por lo menos que yo recuerde-

-No me gusta la idea que venga después de mí-

-Lo más probable es que quienquiera que éste ahí fuera sea más interesante que yo, ¿verdad?- soltó con amargura.

Zimmerman se volvió con brusquedad y cruzó furibundo la pequeña consulta para salir por una puerta sin mirar atrás.

La consulta tenía tres puertas: una que daba al recibidor, reconvertido en una pequeña sala de espera; una segunda que daba directamente al pasillo del edificio, y una tercera que llevaba a la cocina, el salón y el dormitorio del resto del piso. Su consulta era una especia de isla personal con portales a esos mundos.

No tenía ni idea de a cuál de sus pacientes se la habría ocurrido volver.

Tampoco era capaz de imaginar qué paciente sufriría una crisis tal que lo llevara a introducir un cambio tan inesperado en la relación entre analista y analizado.

En eso Zimmerman tenía razón. Cambiar iba en contra de todo. Así que cruzó la habitación con brío, con el impulso que genera la expectativa.

Abrió la puerta y observó la sala de espera.

Estaba vacía!!

Y entonces vio el sobre que alguien había dejado en el asiento de la única silla que había para los pacientes que esperaban.

Se acercó y recogió el sobre. Tenía su nombre mecanografiado.

-Qué extraño- musitó.

Abrió el sobre y extrajo dos hojas mecanografiadas. Leyó sólo la primera línea:

‘’Feliz 53º cumpleaños, doctor. Bienvenido al primer día de su muerte’’

El doctor Frederick Starks, un hombre dedicado profesionalmente a la introspección, vivía solo, perseguido por los recuerdos de otras personas.

Se dirigió a su pequeño escritorio de arce, una antigüedad que su esposa le había regalado hacía quince años. Ella había muerto hacía tres años, y cuando se sentó tras la mesa le pareció que todavía podía oír su voz. Extendió las hojas de la carta delante de él, en el cartapacio.

Dedico unos segundos a intentar sosegar sus rápidos latidos y esperó con paciencia hasta notar que recuperaba su ritmo habitual.

Ricky Starks- no solía dejar que nadie supiera cuánto prefería el sonido afable y amistoso de la abreviación informal al más sonoro Frederick- era un hombre rutinario y ordenado. Su minuciosidad y formalidad rozaban sin duda la obsesión; creía que imponer tanta disciplina a su vida cotidiana era la única forma segura de intentar interpretar el desconcierto y el caos que sus pacientes le acercaban a diario.

Suicídese, Doctor.

Tírese desde un puente. Vuélese la tapa de las sesos con una pistola. Arrójese bajo a un autobús. Láncese a las vías del metro. Abra el gas de la estufa. Encuentre una buena viga y ahórquese.

Puede elegir el método que quiera.

Pero es su mejor oportunidad.

Su suicidio será mucho más adecuado, dadas las circunstancias de nuestra relación. Y, sin duda, una manera más satisfactoria de que pague lo que me debe.

Verá, vamos a jugar a lo siguiente: tiene exactamente quince días, a partir de mañana a las seis de la mañana, para descubrir quién soy. Si lo consigue, tendrá que poner uno de esos pequeños anuncios a una columna que sale en la parte inferior de la portada de New York Times y publicar en el mi nombre.

Si no lo hace… Bueno, ahora viene lo divertido. Observará que en la segunda hoja del esta carta parece los nombres de cincuenta y dos parientes suyos. Su edad comprende desde un bebé, de seis meses, hijo de su sobrino, hasta su primer, el inverso Wall Street y extraordinario capitalista, que es tan soso y aburrido como usted. Si no logra poner el anuncio según lo descrito, tienen una opción: suicidarse de inmediato o me encargaré de destruir a una de estas personas inocentes.

Sólo para que que las cosas sean más interesantes, aunque alguien intuitivo e inteligente debería suponer que esta carta esta llena de pistas junto a un así, ahí va un anticipo, y gracias.

La vida era alegre en el pasado

Un retoño y sus padres a su lado.

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