El sorteo y la tensión emocional en "Cuatrocientos noventa y siete"
6 de Octubre de 2014
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Cuatrocientos noventa y siete
I
El cuaderno de notas estaba abierto, en medio de la mesa. Había una
sola frase escrita en esas dos páginas que quedaban a la vista. Decía: “¿A
partir de qué edad se puede empesar a torturar a un niño?”.
II
Suponíamos con razón que, habiendo números de por medio, se trataba
de una simple cuestión de azar. Claro que muchas veces la ciencia se vale
también de cifras, y los números sirven a los cálculos más racionales.
Aquí, sin embargo, se trataba de un sorteo, y en los números no se jugaba
otra cosa que la suerte.
III
Descubrí que, al lado del cuaderno de notas, estaba la birome con la
que esa nota había sido escrita. Una birome rota en el extremo,
evidentemente porque alguien descargaba sus nervios mordiendo el
plástico ingrato. Tomé esa birome, tratando de no tocar la parte rota: tal
vez estuviera húmeda todavía. Mi pulso por entonces ya era bueno. Era
capaz de enhebrar un hilo hasta en las agujas más pequeñas. Por eso pude
agregar el trazo faltante a la letra ese, y que no se notara que había habido
una corrección posterior. Desde siempre parecía haber sido una zeta, tal lagracia de la colita que yo adosé en la parte de abajo de la letra. Ahora la
ese era una zeta, como corresponde.
Pocas cosas me contrarían tanto como las faltas de ortografía.
IV
La radio dijo: “número de orden”. “Seiscientos cuarenta.”
Seiscientos cuarenta era yo.
La radio dijo: “sorteo”. Y dijo: “cuatrocientos noventa y siete”.
Nos miramos. Se hizo un silencio. La radio seguía, pero con otros
números que ya no teníamos que escuchar. Habíamos estado ahí desde las
siete menos diez de la mañana, cuando todavía era de noche.
Mi padre dijo: “Tierra”.
Mi madre dijo: “A mí se me mezclan los números. Me parece que el
tuyo es el que habían dicho antes. No sé bien cuál era. Me parece que era
uno bajito”.
Mi padre dijo que él se sentía muy orgulloso. Y era verdad: tenía en los
ojos un brillo como de lágrimas que no iban a salir.
V
Dejé el cuaderno donde estaba, abierto en esas mismas páginas, en
medio de la mesa. Al lado del cuaderno dejé la birome. No había en esa
mesa nada más, excepto el teléfono. Y no había en esa habitación otra
cosa que la mesa, la mesa con el teléfono, el cuaderno, la birome, y
además de la mesa dos sillas, una de las cuales yo ocupaba, y por último
un cesto de papeles que estaba vacío. Pero de repente, sin ningún motivo,
me sentí observado. Sabía que en realidad nadie me observaba, que la
puerta estaba cerrada y la única ventana que había daba absurdamente a
un muro mugriento. Me sentí observado y era solamente una impresiónque yo tenía. En la pared había un crucifijo, y a mí me parecía que Cristo
me miraba. Debajo del crucifijo había un cuadro de San Martín envuelto
en la bandera, y a mí me parecía que San Martín me miraba. Cristo tenía
los ojos para arriba, seguramente era el momento en que le preguntaba al
padre que por qué lo había abandonado. Y sin embargo, yo tenía la
sensación de que me miraba a mí. San Martín miraba para el costado, de
reojo, torciendo la vista pero no la cara, como si algo inesperado lo
hubiese distraído justo en el momento en que le sacaban la foto (aunque
no se tratara de una foto). Miraba para el costado, pero yo tenía la
sensación de que me miraba a mí.
También el teléfono de pronto me intimidó. Sé que su mérito consiste
en trasladar los sonidos a distancia: los sonidos, y no las imágenes. Pero
tenía el poder de acercar a alguien que estuviese ausente, que estuviese
lejos, y en cierto modo hacerlo entrar en esa habitación perfectamente
cerrada. Por eso, aunque se tratara de un teléfono, y aunque ese teléfono
estuviese colgado y mudo, me daba la impresión, por el solo hecho de
estar ese aparato ahí, de que alguien podía observarme. Me daba la
impresión, y poco importa que la idea no tuviese sentido, de que alguien
podía haberme visto corregir la frase del cuaderno, agregarle a la ese el
trazo que le faltaba para convertirse en una zeta, que era como tenía que
ser.
VI
Al día siguiente compramos el diario. Mi madre no había dejado de
decir que el recitado de los números en la radio se había vuelto confuso y
que no era seguro qué número venía después de cuál, ni qué número
correspondía a qué número.
Por eso compramos el diario al día siguiente. Mi madre dijo: “Con el
diario vamos a saber”.
Apoyó una regla debajo del número seiscientos cuarenta. Seiscientoscuarenta era yo. Con el dedo siguió la línea que la llevaba a la columna
del sorteo. Con el dedo, y después con la patilla de los anteojos (ella se
sacaba los anteojos para ver de cerca), y después con un lápiz negro de
punta bien afilada, siguió la línea que la llevaba de una columna a la otra.
Y todas las veces encontró el número cuatrocientos noventa y siete.
Entonces mi padre dijo: “Tierra”. Y entonces mi madre dijo: “£Mi
soldadito!”, llorando de emoción.
VII
Tal vez yo había obrado mal, y por eso me sentía observado. Era la
impresión que me daba el sentimiento de culpa. Cuando uno obra mal se
siente mirado, no importa cuán solo se encuentre. Y yo acaso había
obrado mal. La nota del cuaderno podía haberla escrito Torres, el
sargento, o en todo caso Leiva, el cabo, que era lo que en verdad yo
presentía, porque lo veía menos instruido y con menos luces. De cualquier
modo, yo no tenía ningún derecho a corregir a un superior, fuese quien
fuese, ni tampoco a otro soldado, porque yo no valía más que ese otro
soldado, incluso cuando la razón estuviese de mi parte. Yo podía saber
bien las reglas ortográficas, y el que había escrito la nota podía
ignorarlas. De hecho, en una frase tan breve, en una frase tan simple,
había cometido un error de consideración. Pero eso no me daba derecho a
corregirlo, ni tenía por eso que sentirme superior, porque yo en ese lugar
no era un superior, era un subordinado.
VIII
Recuerdo que mi padre dijo: “Los milicos son gente de reglas claras”.
La primera de esas reglas establecía: “El superior siempre tiene razón, y
más aún cuando no la tiene”. Recuerdo que me dijo que entendiera bieneso, porque si entendía eso, entendía todo.
IX
A poco de hacerse de noche, empezaron los dolores. Una mujer sabe
siempre lo que pasa con su cuerpo. Ella nunca había pasado por esto, era
la primera vez; pero no bien empezaron los primeros dolores, los más
leves, entendió que iba a llegar. Supo que iba a llegar esa misma noche, si
es que de veras era de noche y ella no se equivocaba en sus cálculos.
X
En el servicio militar, decía siempre mi padre, las reglas eran bien
simples: “A todo lo que se mueve, se lo saluda; y a todo lo que está
quieto, se lo pinta”. Sabiendo eso, se sabía todo, y no había por qué
meterse en problemas.
XI
Pensé en borrar el trazo que había agregado a la frase escrita en el
cuaderno, para que las cosas quedaran como estaban antes. Una ese o una
zeta, al fin de cuentas, no cambiaba el sentido de la frase. Pero la idea era
absurda: por empezar, no tenía a mano una goma de borrar. Y además, era
imposible borrar una letra, o media letra, sin dejar marcas en la hoja del
cuaderno. Se trataba de una hoja de muy mala calidad, así que lo más
probable era que, en el intento de borrar, se rompiera. Eso sí habría sido
grave, porque la frase tenía que leerse con toda claridad, sin manchas ni
rasgaduras, sin ningún borroneo.XII
Mi padre era un hombre muy dado a contar anécdotas. Muchas de esas
anécdotas, como suele ocurrir, provenían de sus ya lejanos quince meses
de servicio militar, y apenas se supo con certeza que el número que me
había tocado en suerte era el cuatrocientos noventa y siete, todas ellas
volvieron a ser contadas, una por una, como por primera vez.
Había una que refería una formación matinal en el patio del cuartel.
Unos treinta soldados en ropa de fajina y en posición de firmes. Y un
teniente coronel, cuyo nombre mi padre se esforzó inútilmente por traer a
su memoria, pasando revista. En un momento determinado, el teniente
coronel pregunta a toda voz: “£Soldados! ¿Quién de ustedes sabe escribir
bien a máquina?”. Y agrega: “El que sabe escribir bien a máquina, que dé
un paso al frente”. Por un instante, nadie dice nada. Hay que ver qué
significa exactamente escribir “bien” para el teniente coronel. Por fin,
casi en el extremo de la fila, un pelirrojo pecoso que no mide más que un
metro y medio da un paso adelante y exclama: “£Yo, mi teniente
coronel!”. El teniente coronel se le acerca y a los gritos lo interroga:
“¿Usted, soldado, sabe escribir bien a máquina?”. El soldado exclama:
“£Sí, mi teniente coronel!”. “Bueno”,
...