Epígono de Pierre Menard
Caro JaramilloApuntes30 de Abril de 2017
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Epígono de Pierre Menard
Vou tão longe, que ouso crer nas reabilitações históricas, unicamente ou quase unicamente pela alteração do nome das pessoas. O atual processo para esses trabalhos é rever os documentos, avaliar as opiniões, e contar os fatos, comparar, retificar, excluir, incluir, concluir. Todo esse trabalho é inútil se não trocar o nome por outro.
Joaquim Machado de Assis, Crônica, A semana, 1894.
La clase apenas terminaba pero la historia no podía esperar. Corrí hacia el escritorio del profesor y casi choqué de frente con una joven que, en una suerte de malabar, me esquivó. Llegué por fin y mi nerviosismo complicó más las cosas.
—¡Maestro, por favor!
Umberto Eco dio un paso hacia atrás. Desconfiado, estiró la mano para tomar mi copia de El nombre de la rosa que yo le alcanzaba.
—¿Quiere que se lo firme? Muy bien.
Trazó un rápido garabato sobre la hoja que auspiciaba el título de su novela. No notó, como lo hicieron otros, que faltaba la primera hoja del libro. Pensé que Eco sería más perceptivo. Confieso que me decepcionó un poco.
—Hasta luego, mucho gusto, ¿eh? —dijo sin voltear mientras se ponía el sombrero y se encaminaba hacia la puerta del aula. Abrazado de su maletín, que no se dio tiempo para cerrar bien, intentaba escabullirse. Mi desesperación encontró su esperanza cuando Eco tropezó con el marco de la puerta y en el desequilibrio dejó caer un manuscrito que lucía antiguo. Ser más joven me permitió recogerlo antes que él.
—¿Pero qué le pasa? ¡Regréseme el manuscrito! —Supe que había logrado por fin captar su atención. Estaba en condiciones de negociar.
Le extendí el libro de nuevo y esta vez advertí: “Necesito que escriba mi nombre, maestro, que por cierto es Álvaro. Y el de ella, Juliette. Los nombres deben aparecer juntos, seguidos de su firma en la siguiente dedicatoria: “For Juliette and Álvaro, two more names of the same rose. New York, November, 1987”.
—¿Que escriba qué? ¿Y en inglés? ¿Qué disparate es éste?
—Vengo de muy lejos sólo para llevar a cabo lo que le pido. Es una historia larga y complicada. Y como no espero que la entienda, limítese a firmar el libro como yo se lo indico. Se lo pediría como favor para un lector marcado por su narrativa, pero no es por eso que lo hago. La verdad es que lo hago por amor.
—¿A la literatura? ¿Al arte en general? —intentaba comprender mientras buscaba arrebatarme el manuscrito. Mi altura bastó para que, al alzarlo, el legajo resultara inalcanzable para Eco, quien desistió después de varios saltos poco prometedores.
—Amor a la historia. Pero no a la Historia con mayúscula, sino a la mía, la privada, la misma que ahora me empeño en reescribir arbitrariamente.
—¿Reescribir la historia? —replicó agitado mientras buscaba asiento sobre su escritorio.
—El concepto no es nuevo y usted mismo lo ha utilizado. Sus ensayos de Obra abierta y Lector in fabula en cierta forma causaron lo que ahora intento.
Eco advirtió que era demasiado tarde para pedir ayuda. Todos los estudiantes se habían marchado. La sala estaba desierta. Sólo quedábamos los cuatro: Eco, El nombre de la rosa, el manuscrito y yo.
Es posible que haya sido su curiosidad de semiólogo, de narrador en busca de una buena historia. Tal vez recordó lo aburrido que estaba desde que regresó a dar clases a la Universidad de Bolonia, aunque creo que más bien fue el miedo a perder el manuscrito que no dejaba de llamar: ¡carissimo! El caso es que permaneció callado unos segundos y, repentinamente, me invitó un café. Prometió que si le contaba las razones que me llevaron a secuestrar su manuscrito, me firmaría el libro siguiendo mis rigurosas condiciones. El trato incluía, naturalmente, la devolución incondicional del papiro. Acepté sólo porque mi siguiente viaje se postergaría un par de días más: me encontraría (aunque él no lo sabía aún) con Carlos Fuentes en su casa de Londres. Bueno, accedí al café porque también me interesaba charlar con Eco, para qué negarlo.
Atravesamos juntos el campus. Me sorprendió su discreta belleza medieval en la cual no había reparado, dadas las circunstancias de mi visita. Eco me llevó a un café bajo uno de los famosos arcos de la ciudad. Generoso, pagó los espressos. Yo me tomé la libertad de pedir un panecillo. No había probado bocado esa mañana esperando el final de su clase.
—Bien, cuénteme —solicitó el escritor, mientras acomodaba su regordete cuerpo y encendía su pipa.
Confié en su promesa, pues él tenía más que perder que yo. Intuía que, de cualquier forma, Eco planeaba divertirse a mi costa y a la vez rescatar su preciado manuscrito. Asumí los riesgos sólo por obtener el autógrafo. Después de todo, no sería la primera vez que contaría la historia.
—Comenzó como un acceso común de celos. Sospechaba que su biblioteca no había sido integrada por ella sola, una gringa que a pesar de sus extensos conocimientos literarios y excelente dominio del español y el portugués, no podía haber reunido esa colección de textos tan variados y difíciles de conseguir. Y es que Juliette, mi esposa, tuvo hace muchos años un novio. Era un poetilla del norte de México con ínfulas parnasianas, es decir, un auténtico imitador de Octavio Paz.
—Sí. Pululan por todos lados —secundó Eco.
—Pues no me quedaba duda de que este poeta mediocre había colaborado en la lista de libros de Juliette con algunas ediciones raras de literatura latinoamericana, asiática y europea. Alguna vez ella corroboró que, en efecto, algunos tomos habían pertenecido al tal Armand, cuyo nombre importado me inyectó algo de náusea obsesiva.
Cierto día, cuando hojeaba su ejemplar de No me preguntes cómo pasa el tiempo de José Emilio Pacheco, noté que Juliette intentaba desviar mi atención. La sospecha germinó cuando me quitó el libro para leerme, según ella, su poema favorito. El poema era bueno pero al terminar ni siquiera me dio tiempo para comentarlo. Se me echó encima e hicimos el amor. Nos quedamos dormidos y al despertar, después de la parada obligatoria post coitum en el baño… Porque así se dice, ¿no?
—Supongo —contestó Eco y se encogió de hombros. —Pero sigue, sigue.
De algo me han de haber servido mis cursos de latín, espero. El caso es que volví a la biblioteca y abrí sigilosamente el libro de Pacheco. Invertí cerca de una hora y no pude encontrar nada intrigante entre sus páginas, salvo algunas anotaciones con una letra que no era de Juliette. Casi al cerrarlo, vislumbré lo que parecía una dedicatoria en la primera página. Acerqué el libro a la lámpara del escritorio y leí: “Para una pareja atemporal, Juliette y Armand, Coyoacán, 11 de febrero de no me pregunten qué año”.
Me molestó… no, más bien me reencabronó la intimidad cronológica de la dedicatoria.
—Reencabroqué? —interrumpió Eco.
—Es algo así como enojarse a la máxima potencia, don Umberto. ¿Puedo llamarlo así?
—Dime Umberto y déjate de cosas.
—No, no, maestro, no puedo tutearlo. Bueno, sólo porque tú insistes. El caso es, Umberto, que me sentí fuera, alienado para siempre de una historia literaria que nunca sería mía. Pacheco ya no era ese poeta universal mexicano, no. Ahora se convertía en esbirro de esa relación amorosa que me separaba de Juliette.
Un mes después tuve un momento de anagnórisis. Pacheco había sido invitado a la Universidad de Texas en Austin, donde trabajamos, para ofrecer una conferencia sobre poesía. Después del acto, se tomó unos minutos para firmar libros. Yo no acostumbraba mendigar dedicatorias de autores célebres porque experimento una sensación de reverencialidad, y a mí la mera verdad sólo me merecen reverencias Scheherezade, Don Quijote y Guillermo de Baskerville.
—Gracias por lo que me toca.
—Me acerqué a José Emilio (también me permitió tutearlo poco después) y le pedí que me firmara su libro. Como contigo, le dicté la dedicatoria. Debo decirte que José Emilio sí tiene una memoria prodigiosa, porque de inmediato reconoció esas líneas salvo la pequeña corrección: “Para una pareja atemporal, Juliette y Álvaro, Coyoacán, 11 de febrero de no me pregunten qué año”.
Creyó que se trataba de una broma, pero yo le dije que más bien era asunto de historia o muerte. Y le conté lo que ahora te cuento a ti, Umberto. Como José Emilio, espero que entiendas que no estoy buscando satisfacer algún capricho adolescente. Tampoco se trata de una aberración fetichista. Tendrás que reconocer, como lo hice yo la segunda vez que corregí una dedicatoria, que mi empresa tiene algo de poética. Quería reescribir la historia amorosa de mi Juliette a través de los documentos que su devenir fue dejando. Historia y archivo. Tanto hemos avanzado en su análisis que mi teoría no debe sorprenderte. Si el uso del archivo historiográfico puede aportarnos ciertas claves de lo que pudo haber sido, ¿por qué no reescribir el documento para alterar la historia de modo que suene a lo que nos hubiera gustado que pasara? La historia no es de quien la escribe, Umberto. Nos han engañado. La historia es de quien tiene los güevos suficientes para cambiarla a discreción. Y no hablo de los huevos con hache, sino de los güevos con “g” y “ü” con diéresis, a la mexicana. Así la palabra es más enfática y sabrosa. Cuestión de estilo, que no de falta de rigor.
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