Pierre Bourdieu
jhorman9428 de Octubre de 2013
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CAPITAL CULTURAL,
ESCUELA Y ESPACIO SOCIAL
Por : PIERRE BOURDIEU
PRIMERA PARTE
LAS CIENCIAS DEL OFICIO
2. ESPACIO SOCIAL Y ESPACIO SIMBOLICO.
INTRODUCCION A UNA LECTURA
JAPONESA DE LA DISTINCIÓN1Yo creo que si yo fuera japonés no me gustaría la mayor parte de las cosas que los no japoneses escriben sobre Japón. En la época en que escribí Los herederos, hace ya más de veinte años, reconocí la irritación que me inspiraron los trabajos norteamericanos de etnología sobre Francia al conocer la critica que los sociólogos japoneses, Hiroshi Minami y Tetsuro Watsuji sobre todo, habían enderezado contra el célebre libro de Ruth Benedict, El crisantemo y el sable. Yo no les hablaré pues de “sensibilidad japonesa”, ni de “misterio” o del “milagro” japonés. Hablaré de un país que yo conozco bien, no solo porque en el nací y del que hablo su lengua, sino porque lo he estudiado mucho: Francia. ¿Esto quiere decir que me encerraré en la particularidad de una sociedad singular y no hablaré para nada de Japón? No lo creo. Pienso por el contrario que, presentando el modelo del espacio social y del espacio simbólico que he construido a propósito del caso particular de Francia, no cesaré de hablarles de Japón (así como, hablando de países ajenos, hablaré también de Estados Unidos o de Alemania). Y para que ustedes entiendan completamente este discurso que les concierne y que, al igual que mañana al hablar del homo academicus francés, podrá también parecerles cargado de alusiones personales, quisiera estimularlos y ayudarlos a ir mis allá de la lectura particularizante que, más que constituirse en un excelente sistema de defensa contra el análisis, es el equivalente exacto, del lado de la recepción, de la curiosidad por los particularismo exóticos que han inspirado muchos de los trabajos sobre Japón.
1 Conferencia pronunciada en la Casa Franco-Japonesa. Tokio, 4 de octubre de 1989.
Mi trabajo, y especialmente La distinción, está particularmente expuesto a esta reducción particularizante. El modelo teórico que allí se presenta no está adornado de todos los signos en los cuales se reconoce de ordinario a la “gran teoría”, comenzando por la ausencia de toda referencia a una realidad empírica cualquiera. Las nociones de espacio social, de espacio simbólico o de clases sociales no están examinadas allí nunca en sí mismas ni por sí mismas; están puestas a prueba en una investigación inseparablemente teórica y
empírica que, sobre un objeto bien situado en el espacio y el tiempo, la sociedad francesa de los años setenta, moviliza una pluralidad de métodos estadísticos y etnográficos, macro-sociológicos y micro-sociológicos (lo mismo que oposiciones desprovistas de sentido). El informe de esta investigación no se presenta en el lenguaje al que numerosos sociólogos, sobre todo norteamericanos, nos han habituado v que no debe su apariencia de universalidad sino a la indeterminación de un léxico preciso y mal recortado del uso ordinario —no tomaré más que un solo ejemplo, la noción de profesión. Gracias a un lenguaje discursivo que permite yuxtaponer el cuadro estadístico, la fotografía, el extracto de conversación, el facsímil de un documento y la lengua abstracta del análisis, puede hacerse coexistir lo más abstracto y lo más concreto, una fotografía del presidente de la República jugando tenis o la entrevista de un panadero, con el análisis más formal del poder generador y unificador del habitus.
Toda mi empresa científica se inspira en efecto en la convicción de que no se puede asir la lógica más profunda del mundo social sino a condición de su-mergirse en la particularidad de una realidad empírica, históricamente situada y fechada, pero para construirla como “caso particular de lo posible”, Según las palabras de Bachelard, es decir como un caso de figura en el universo finito de las configuraciones posibles. Concretamente eso quiere decir que un análisis del espacio social en Francia en 1970, es el de la historia comparada que toma por objeto el presente, o el de la antropología comparativa que se apega a un área cultural particular: en los dos casos, se trata de intentar asir lo invariante, la estructura, en cada una de las variantes observadas.
Esta invariante no se encuentra al primer vistazo, sobre todo cuando este vistazo es el del amante de lo exótico, es decir, de las diferencias pintorescas; aquel que, por decisión o por simple ligereza, se apega prioritariamente a las curiosidades superficiales, a las diferencias mis visibles, frecuentemente producidas y perpetuadas por la intención de turistas apresurados que no conocen la lengua (yo pienso por ejemplo en lo que se dice y se escribe, en el caso de Japón, sobre la “cultura del placer”). Este comparativismo de lo fenomenal, hay que sustituirlo por un comparativismo de lo esencial: armado de un conocimiento de las estructuras y de los mecanismos que escapan, aunque sea por razones diferentes, a la mirada indígena y a la mirada extranjera, como los principios de construcción del espacio social o de los mecanismos de reproducción de este espacio, que son comunes a todas las sociedades —o a un conjunto de sociedades—, el investigador, a la vez más modesto y más ambicioso que el amante de curiosidades, propone un modelo construido que pretende tener una validez universal. Puede así recoger las diferencias reales de las cuales necesita buscar el principio no en las singu-laridades de una naturaleza —o, de un “alma”, como dicen algunos, los orientalistas, para no nombrarlos...— sino en las particularidades de historias colectivas diferentes. Es, ustedes lo habrán comprendido, lo que yo quiero tratar de hacer aquí y ahora.
Voy pues a presentarles el modelo que he construido en La distinción, tratando primero de ponerlos en guardia contra la lectura realista o sustancialista de análisis que se quieren estructurales o, mejor, relacionales (me refiero aquí,
sin poder recordaría en detalle, a la oposición que hace Ernst Cassirer entre “conceptos sustanciales” y “conceptos funcionales o relacionales”). Para hacerme comprender diré que la lectura sustancialista o realista se detiene en las prácticas (por ejemplo la práctica del golf) o en los consumos (por ejemplo la cocina china) de los que el modelo intenta dar razón, y concibe la correspondencia entre las posiciones sociales, las clases, pensadas como conjuntos sustanciales, y los gustos o las prácticas, como una relación mecánica y directa. Así, en el limite, los lectores ingenuos podrían ver una refutación del modelo en el hecho de que, para tomar un ejemplo sin duda demasiado fácil pero impactante, los intelectuales japoneses o norteamericanos se precien de gustar de la cocina francesa mientras que a los intelectuales franceses les gusta frecuentar los restaurantes chinos o japoneses; o mejor aún, que las boutiques elegantes de Tokio o de la Fifth Avenue lleven frecuentemente nombres franceses mientras que las boutiques elegantes del Faubourg Saint-Honoré se ponen nombres ingleses, como hair-dresser. Pero quisiera tomar otro ejemplo que creo que es más importante: todos ustedes saben que, en el caso de Japón, son las mujeres menos instruidas de las comunas rurales las que tienen la tasa más elevada de participación en las consultas electorales, mientras que en Francia, como lo mostré por medio de un análisis de no respuestas a los cuestionarios de opi-nión, la tasa de no respuestas —y la indiferencia a la política— es particularmente muy alta entre las mujeres, entre los menos instruidos y entre los más desprotegidos económica y socialmente. Tenemos ahí el ejemplo de una falsa diferencia que oculta una verdad; se sobreentiende, en los dos casos, que se trata de un apoliticismo ligado a la desposesión de instrumentos de producción de las opiniones políticas, y hay que preguntarse cuáles son las condiciones históricas que explican lo que se observa; en un caso un simple absentismo, en el otro, una suerte de participación apolítica. Pero las cosas no son así de simples y hay que preguntarse además cuáles son las diferencias históricas (y seria necesario invocar aquí toda la historia política de Japón y de Francia) que hacen que la misma convicción de no guardar la competencia, estatutaria y técnica, indispensable para la participación, y la misma disposición a la delegación incondicional, beneficie en un caso, a través del clientelismo, a los partidos conservadores, mientras que en el otro caso beneficie también (al menos hasta hace muy poco) al partido comunista, que encuentra en esta base dócil las condiciones de un “centralismo” fértil para las volteretas políticas.
El modo de pensar sustancialista que es el del sentido común —y el del racismo— y que lleva a tratar las actividades o las preferencias propias de ciertos individuos o de ciertos grupos de una cierta sociedad, en un cierto momento, como propiedades sustanciales inscritas de una vez por todas en una suerte de esencia, conduce a los mismos errores en la comparación no sólo entre sociedades diferentes, sino entre periodos sucesivos de la misma sociedad. Algunos pueden ver así una refutación del modelo propuesto —en el que el diagrama que presenta la correspondencia entre el espacio de las clases construidas y el espacio de las prácticas, propone una figuración gráfica y sinóptica— en el hecho de que, por ejemplo, el tenis o el mismo golf ya no están, hoy día, tan exclusivamente asociados, como en otro tiempo, a las posiciones dominantes o a los deportes nobles, de igual forma en que la
equitación y la esgrima ya no son el entretenimiento de los nobles como lo fueron en sus comienzos
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