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Francesa de ópera


Enviado por   •  19 de Junio de 2014  •  Informes  •  1.511 Palabras (7 Páginas)  •  174 Visitas

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cuales se prolongó hasta la hora de la primera misa. La temporada se abrió con una

compañía francesa de ópera cuya novedad era un arpa en la orquesta, y cuya gloria

inolvidable era la voz inmaculada y el talento dramático de una soprano turca que

cantaba descalza y con anillos de pedrerías preciosas en los dedos de los pies. A partir

del primer acto apenas si se veía el escenario y los cantantes perdieron la voz por el

humo de las tantas lámparas de aceite de corozo, pero los cronistas de la ciudad se

cuidaron muy bien de borrar estos obstáculos menudos y de magnificar los memorables.

Fue sin duda la iniciativa más contagiosa del doctor Ur~ bino, pues la fiebre de la ópera

contaminó hasta los sectores menos pensados de la ciudad, y dio origen a toda una

generación de Isoldas y Otelos, y Aidas y Sigfridos. Sin embargo, nunca se llegó a los

extremos que el doctor Urbino hubiera deseado, que era ver a italianizantes y

wagnerianos enfrentados a bastonazo limpio en los intermedios.

El doctor Juvenal Urbino no aceptó nunca puestos oficiales, que le ofrecieron a

menudo y sin condiciones, y fue un crítico encarnizado de los médicos que se valían de

su prestigio profesional para escalar posiciones políticas. Aunque siempre se le tuvo por

liberal y solía votar en las elecciones por los candidatos de ese partido, lo era más por

tradición que por convicción, y fue tal vez el último miembro de las grandes familias que

se arrodillaba en la calle cuando pasaba la carroza del arzobispo. Se definía a sí mismo

como un pacifista natural, partidario de la reconciliación definitiva entre liberales y

conservadores para bien de la patria. Sin embargo, su conducta pública era tan

autónoma que nadie lo tenía como suyo: los liberales lo consideraban un godo de las

cavernas, los conservadores decían que sólo le faltaba ser masón, y los masones lo

repudiaban como un clérigo emboscado al servicio de la Santa Sede. Sus críticos menos

sangrientos pensaban que no era más que un aristócrata extasiado en las delicias de los

juegos Florales, mientras la nación se desangraba en una guerra civil inacabable.

Sólo dos actos suyos no parecían acordes con esta imagen. El primero fue la

mudanza a una casa nueva en un barrio de ricos recientes, a cambio del antiguo palacio

del Marqués de Casalduero, que había sido la mansión familiar durante más de un siglo.

El otro fue el matrimonio con una belleza de pueblo, sin nombre ni fortuna, de la cual se

burlaban en secreto las señoras de apellidos largos hasta que se convencieron a la fuerza

de que les daba siete vueltas a todas por su distinción y su carácter. El doctor Urbino

tuvo siempre muy en cuenta esos y muchos otros tropiezos de su imagen pública, y

nadie era tan consciente como él mismo de ser el último protagonista de un apellido en

extinción. Sus hijos eran dos cabos de raza sin ningun brillo. Marco Aurelio, el varón,

médico como él y como todos los primogénitos de cada generación, no había hecho nada

notable, ni siquiera un hijo, pasados los cincuenta años. Ofelia, la única hija, casada con

un buen empleado de banco de Nueva Orleans, había llegado al climaterio con tres hijas

y ningún varón. Sin embargo, a pesar de que le dolía la interrupción de su sangre en el

manantial de la historia, lo que más le preocupaba de la muerte al doctor Urbino era la

vida solitaria de Fermina Daza sin él.

En todo caso, la tragedia fue una conmoción no sólo entre su gente, sino que

afectó por contagio al pueblo raso, que se asomó a las calles con la ilusión de conocer

aunque fuera el resplandor de la leyenda. Se proclamaron tres días de duelo, se puso la

bandera a media asta en los establecimientos públicos, y las campanas de todas las

iglesias doblaron sin pausas hasta que fue sellada la cripta en el mausoleo familiar. Un

grupo de la Escuela de Bellas Artes hizo una mascarilla del cadáver que sirviera de molde

para un busto de tamaño natural, pero se desistió del proyecto porque a nadie le pareció

digna la fidelidad con que quedó plasmado el pavor del último instante. Un artista de

renombre que estaba aquí por casualidad de paso para Europa, pintó un lienzo

gigantesco de un realismo patético, en el que se veía al doctor Urbino subido en la

escalera y en el instante mortal en que extendió la mano para atrapar al loro. Lo único

que contrariaba la cruda verdad de su historia era que no llevaba en el cuadro la camisa

sin cuello y los tirantes de rayas verdes, sino el sombrero hongo y la levita de paño

negro de un grabado de prensa de los años del cólera. Este cuadro se exhibió pocos

Gabriel

...

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