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Guardian De Cementerios


Enviado por   •  11 de Septiembre de 2013  •  2.452 Palabras (10 Páginas)  •  282 Visitas

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Para la escrit­ura del pre­sente texto partí del supuesto, muy cues­tion­able por cierto, de que quienes con­cur­rirían a escucharme están famil­iar­iza­dos con los tres libros que he ded­i­cado a la lit­er­atura poli­ci­aca: El cuento poli­cial mex­i­cano (Dió­genes, 1982), Muer­tos de papel (Conac­ulta, 2003) y El que la hace… ¿la paga? (Edi­to­r­ial Cid­cli, 2006).

Antes que escribir un texto con lo ya dicho en los libros precita­dos, preferí respon­der a una pre­gunta que, muy a menudo, me hacen tras bam­bali­nas sobre mi interés por un género suma­mente cues­tion­ado por gente como Ricardo Garibay quien llegó a decir, no sin razón, que la nov­ela poli­ci­aca es una adiv­inanza para imbé­ciles que tiene más de 200 páginas.

Los escritores dicen que ellos no esco­gen sus temas sino que los temas los esco­gen a ellos. Yo me agarro de ese clavo ardi­endo y digo lo mismo: nunca me pro­puse escribir sobre esa nar­ra­tiva; fue ella la que me eligió, como con­taré en esta pequeña his­to­ria personal.

En 1979, recién egre­sado de la Fac­ul­tad de Filosofía y Letras de la unam, me vi pre­cisado a tra­ba­jar o, a com­ple­tar mi sueldo, mejor dicho, puesto que era pro­fe­sor de pri­maria. Entré a tra­ba­jar en la revista Tiempo, que fun­dara Martín Luis Guzmán y que por aquel entonces dirigía uno de sus nietos, quien car­gaba con prove­cho el mismo nombre.

Antes de ser cor­rec­tor de estilo, me dieron la chamba de reseñista y, como nadie me conocía, no me envi­a­ban los libros sino que iba a las libr­erías, hoje­aba los volúmenes y los com­praba para escribir sobre ellos. Era el tiempo en que la edi­to­r­ial Bruguera nos hacía lle­gar sus nov­e­las de la serie negra, con Ham­mett, Chan­dler y Horace McCoy a la cabeza. Ven­tur­osa­mente, por los mis­mos días lle­ga­ban a Méx­ico las nov­e­las que Ricardo Piglia difundía desde Buenos Aires en la edi­to­r­ial Tiempo Con­tem­porá­neo. Eran nov­e­las que se le pega­ban al lec­tor a las manos y no las aban­don­aba hasta el final pues la amenidad, la garra expre­siva, los diál­o­gos como latiga­zos y la recreación de la vida en las grandes ciu­dades eran atrib­u­tos que hacían adic­tos a los lec­tores. Y había un ele­mento adi­cional para un joven edu­cado en la obra de José Revueltas, como lo era yo: el señalamiento social. Después de leer y reseñar dece­nas de esas nov­e­las que incluían tam­bién los sal­dos de El Sép­timo Cír­culo, que la edi­to­r­ial Emecé nos envi­aba en tra­duc­ciones de Vic­to­ria Ocampo, José Bianco, Bioy Casares, Borges y su señora madre, quien tam­bién era tra­duc­tora, surgió la pre­gunta que tarde o tem­prano tenía que nacer en un egre­sado de la licen­ciatura en Letras His­páni­cas: ¿qué ha dado América Latina en este género?

La pre­gunta quedó en el aire, pero no por muchos meses. La revista Tiempo estaba en la calle de Barcelona, en la colo­nia Juárez, y el día de pago cam­inaba hasta cruzar la calle de Bucareli y gastaba mi pequeño pago en un bar lla­mado La Reforma, que se encuen­tra en la calle de Hum­boldt, muy cerca del cine Pala­cio Chino.

En esa calle de Hum­boldt había una enorme libr­ería de viejo, un largo túnel que desem­bo­caba en un con­junto de mesas y anaque­les. Allí me sumergí con los ojos nuevos de un mucha­cho de vein­ti­tan­tos años de edad y el des­tino me tenía reser­vado un libro que jamás he vuelto a ver en mi vida: El cuento poli­cial lati­noamer­i­cano (Edi­ciones de Andrea, 1964) del pro­fe­sor norteam­er­i­cano Don­ald Alfred Yates, que me rev­eló los nom­bres de Alberto Edwards, Leonardo Castel­lani, Manuel Pey­rou, Alfonso Fer­raris, L. A. Isla, W.I. Eisen, Adolfo Pérez Zeleschi y, nat­u­ral­mente, Jorge Luis Borges y Hon­o­rio Bus­tos Domecq que, como ust­edes saben, era un seudón­imo de Borges y Bioy Casares. Las fichas del vol­u­men me dieron noti­cia de dos autores mex­i­canos: Anto­nio Helú y María Elvira Bermúdez.

Un día de cobro en que esper­aba, en la revista Tiempo, la sal­ida de mi amigo Ale­jan­dro Pescador, mi condis­cípulo y com­pañero de juerga, me devan­aba los sesos pen­sando cómo encon­trar a Anto­nio Helú o a María Elvira Bermúdez, y tuve la ocur­ren­cia, sim­ple y sen­cilla, de tomar el direc­to­rio tele­fónico y me fui a la letra B. Allí decía, llana­mente, Bermúdez María Elvira, Calle de Flora, número 14, Colo­nia Roma. Mar­qué y me respondió una voz ronca de tanto fumar. Pre­gunté si allí vivía María Elvira Bermúdez, la escritora, y la misma voz dijo que ella era. Hici­mos una cita para una entre­vista y el des­tino me seguía empu­jando, pues para lle­gar a la casa de María Elvira sólo tenía que cruzar avenida Cha­pul­te­pec y encon­trarme en una vieja casona, digno esce­nario de una nov­ela inglesa de enigma pues la pequeña puerta de madera, vieja y garigoleada con­ducía, por una escalera de madera, al estu­dio de María Elvira, quien como un gnomo travieso estaba sen­tada en un sil­lón lleno de cojines, frente a un escrito­rio col­mado de libros y originales.

Me recibió calurosa­mente y la entre­vista que le hice me inte­gró a un grupo de jóvenes en el que ella ofi­ciaba como maes­tra. Allí esta­ban José María Espinasa, Agustín Ramos, Christo­pher Domínguez, Igna­cio Trejo Fuentes, Arturo Trejo Vil­la­fuerte, Juan José Reyes, quien además era su nieto, y un largo etcétera. Todos llegábamos a su casa no sólo en busca de su con­ver­sación sabia y chis­peante, sino tam­bién de los sánd­wiches y tra­gos de ron que María Elvira prodi­gaba gen­erosa­mente a sus jóvenes amigos.

Su antología, Los mejores cuen­tos poli­ci­a­cos mex­i­canos (Edi­ciones Libro Mex, 1955), amplió el hor­i­zonte a nom­bres como los de Rubén Salazar Mal­lén, Rafael Bernal, Sal­vador Reyes Nevares y Anto­nio Cas­tro Leal. Con el tiempo, y sigu­iendo la divisa de que todos ten­emos que apor­tar algo a nues­tras letras, incor­poré mis pro­pios hal­laz­gos con tex­tos de Rafael Solana, Ray­mundo Quiroz Men­doza, Vicente Fe Álvarez, Juan E. Closas (quien resultó ser el papá de Chema Espinasa), Rafael Ramírez Here­dia y Luis Arturo Ramos.

En 1982, siendo un oscuro pro­fe­sor del CCH-Azcapotzalco, recibí una inusual lla­mada en la direc­ción del plantel. Tomé el auric­u­lar y una voz siem­pre segura de ella misma me dijo: “Soy Emmanuel Car­ballo, no sé si usted me conozca.” Como ya lo dije alguna vez, se me cayeron los cal­zones porque en aque­l­los años Car­ballo era el crítico por antono­ma­sia que sólo

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