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Historia.

franciscalolEnsayo19 de Marzo de 2014

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“El sueño del celta” es una obra literaria que narra la vida del irlandés Roger Casement, que fue uno de los primeros europeos que denunció los horrores del colonialismo. Viajó por el Congo Belga y por la Amazonía sudamericana realizando dos informes que conmocionaron a la sociedad de su tiempo. He aquí algunos fragmentos significativos de esta obra.

“Mediante el régimen de concesiones, las compañías se fueron extendiendo por el Estado independiente del Congo en ondas concéntricas, adentrándose cada vez más en la inmensa región bañada por el Medio y Alto Congo y su telaraña de afluentes. En sus respectivos dominios, gozaban de soberanía. Además de ser protegidas por la Fuerza Pública, contaban con sus propias milicias a cuya cabeza figuraba siempre algún ex militar, ex carcelero, ex preso o forajido, algunos de los cuales se harían célebres en toda África por su salvajismo. En pocos años el Congo se convirtió en el primer productor mundial del caucho que el mundo civilizado reclamaba cada vez en mayor cantidad para hacer sus coches, automóviles, ferrocarriles, a demás de toda clase de sistemas de transporte, atuendo, decoración e irrigación”.

“Usted podría hacer algo para poner fin a estos crímenes-murmuró Roger Casement-. No es para esto que los europeos hemos venido al África.

-¿Ah no?- el capitán Junieux se volvió a mirarlo y el cónsul advirtió que el oficial había palidecido algo-. ¿A qué hemos venido, pues? Ya lo sé: a traer la civilización, el cristianismo y el comercio libre. ¿Usted todavía se cree eso, seños Casement?.

-Ya no- repuso Roger Casement en el acto-. Lo creía antes, sí. De todo corazón. Lo creí muchos años, con toda ingenuidad del muchacho idealista que fui. Que Europa venía al África a salvar vidas y almas, a civilizar a los salvajes. Ahora sé que me equivoqué. (…)

-Trató de redimirme de ese pecado de juventud, capitán. Para eso he venido hasta Coquilhatville. Por eso estoy documentando, con la mayor prolijidad, los abusos que se cometen aquí en nombre de la supuesta civilización”.

“-Usted ha oído hablar de las famosas “correrías” -añadió el agustino-. Esos asaltos a las aldeas indígenas para capturar recolectores. Los asaltantes no sólo se roban a los hombres. También a los niños y a las niñas. Para venderlos aquí. A veces los llevan hasta Manaos, donde, al parecer, obtienen un mejor precio. En Iquitos, una familia compra una sirvienta por veinte o treinta soles a los más. Todas tienen una, dos, cinco sirvientitas. Esclavas, en realidad. Trabajando día y noche, durmiendo con los animales, recibiendo palizas por cualquier motivo, además, claro, de servir para la iniciación sexual de los hijos de la familia.

Volvió a suspirar y se quedo jadeando.

-¿No se puede hacer nada con las autoridades?.

-Se podría, en principio- dijo el padre Urrutia-. La esclavitud está abolida en el Perú hace más de medio siglo. Se podría recurrir a la policía y a los jueces. Pero todos ellos tienen también sus sirvientitas compradas. Además, qué harían las autoridades con las niñas que rescaten. Quedarse con ellas o venderlas, por supuesto. Y no siempre a las familias. A veces, a los prostíbulos, para lo que usted imagina”.

“Cerca de ochocientos ocaimas llegaron a La Chorrera a entregar las canastas con las bolas de caucho recogidas en los bosques. Tras pesarlas y almacenarlas (…) apartaron a veinticinco ocaimas porque no habían traído la cuota mínima de jebe-látex o caucho- a que estaban obligados. Macedo y Loaysa decidieron dar una buena lección a los salvajes. (…) Ordenaron (…) que envolvieran a los veinticinco en costales empapados de petróleo. Entonces, les prendieron fuego. Dando alaridos, convertidos

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