LA DESHUMANIZACIóN DEL ANTRO
okeyrenvaz11 de Noviembre de 2012
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La deshumanización del antro
Por Enrique Serna
Marzo 2001 | Tags:
Como Zavalita, el protagonista de Conversación en la Catedral, los juerguistas mayores de cuarenta años nos preguntamos con una mezcla de tristeza y coraje: ¿Cuándo se jodió la vida nocturna de la Ciudad de México? El deterioro de la bohemia capitalina está directamente vinculado a la crisis económica del último cuarto de siglo, pero se aceleró en forma espeluznante a partir de los años noventa, cuando las strip girls desplazaron a las ficheras y los bares de table dance a los cabarets de burlesque. Desde entonces, una regla no escrita ha regido el funcionamiento de los giros negros: todo está permitido a los clientes, menos volver a casa con un centavo en la cartera. Aunque los dueños de los table dance adulteran las bebidas y están coludidos con hampones callejeros para asaltar afuera del antro a quienes no se dejaron robar adentro, la fórmula de vender simulacros de cópulas con chicas al desnudo ha resultado una mina de oro, porque el noctámbulo chilango, pretencioso y masoquista a la vez, tiene una extraña propensión a frecuentar los antros donde peor lo tratan (por algo hay tumultos en las discotecas de postín vedadas para los nacos).
En apariencia, el roce sexual y la atmósfera orgiástica de los table dance significan un avance en materia de libertinaje, pero si ponemos en una balanza sus pros y sus contras, no cabe duda de que hemos salido perdiendo con esta reconversión industrial de los lupanares. De entrada, el table dance dejó sin trabajo a una infinidad de ficheras que a los treinta años ya no podían competir en la pista con las bailarinas de veinte. Pero sobre todo perjudicó a los buscadores de placer enardecidos por el coito virtual, que ahora gastan el triple cuando se van de juerga y vuelven a casa con el escroto adolorido por el deseo insatisfecho. Los viejos antros eran más acogedores y menos mecanizados en su oferta de amor mercenario. Si uno se dejaba embaucar por los meseros podía perder hasta la camisa, pero el sistema de fichaje permitía a los bebedores confraternizar con las chicas del congal y, en mi caso, tomar apuntes mentales para futuras novelas. Esa ruptura del hielo ha quedado proscrita en los antros detable dance, donde el sistema de fricción en serie implementado por los empresarios suprime la charla del cliente con la bailarina, y hasta la invitación a sentarse en la mesa, que ahora corre por cuenta de una vendedora provista de un talonario.
Es un crimen de lesa humanidad manejar un tugurio como una tienda de autoservicio. Ni las chavas de la pasarela ni los borrachos que las manosean debieron tolerar nunca semejante atropello. En los antros de ficheras, la carne también era una mercancía, pero al menos las madrotas de la caja registradora procuraban venderla con elegancia y decoro. Cuanto más amistoso fuera el acercamiento entre el cliente y la muchacha, mayores posibilidades tenían de vender agua pintada como si fuera coñac. En los modernos desplumaderos, el preámbulo erótico ha sido reemplazado por una versión posmoderna del suplicio de Tántalo, pues, que yo sepa, el frotamiento de una mujer desnuda y un hombre vestido no deja contento a nadie, salvo a los dueños de tintorerías. Los tugurios del México viejo no eran sólo expendios de placer sino centros culturales de primer orden. En los años treinta, cuando la clase media se debatía entre la represión y el pecado culposo, Agustín Lara enriqueció el erotismo de las masas con un arte de amar extraído de los prostíbulos. Gracias a Lara, el mundo de la liviandad y la transgresión se infiltró en los hogares castos y abrió una válvula de escape para disfrutar vicariamente una vida más libre. A despecho de la moral familiar, en esa época el anhelo secreto de toda mujer honesta era ser amada como una "perdida". A finales de los setenta funcionaban aún cabaretuchos
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