La Conquista Dle Reino Maya
sylpyd5 de Noviembre de 2013
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La reforma religiosa.-Supresión de los sacrificios humanos.-Cómo fue iniciado el nuevo afuiri, y cómo nació de él un segundo día muntu y una fiesta genuinamente nacional.
Aunque la religión maya me pareciera irreformable en lo substancial, la experiencia me había descubierto en ella algunos puntos flacos donde, sin ofensa para las buenas costumbres, se podía romper con la tradición. Tamaña empresa hubiera sido descabellada en los primeros días de mi gobierno, mas ahora sería facilísima; porque el hombre se habitúa a los cambios continuos con tanto gusto como a la inmovilidad, y una vez extendido el contagio reformador, no hay peligro en innovar a diario. El peligro estará en que las innovaciones no arraiguen, en que los naturales apetitos, no satisfechos con lo nuevo y privados de lo viejo, se inquieten, se indisciplinen y se desborden; y este peligro a mí no me amedrentaba, porque jamás concebí idea tan torpe como la de privar a un pueblo de sus más legítimos desahogos.
En un punto estaba yo conforme con los mayas: en la necesidad de conservar los sacrificios humanos; ellos los apetecían por puras exigencias de su naturaleza, y yo los aceptaba sin gran dificultad. La historia maya no registraba un afuiri sin efusión de sangre, y los mayas, que no estudian casi nada, aprenden, como sabemos, la historia nacional de boca de sus pedagogos. Pero, dada la precisión de matar, hay muchas formas de hacerlo, las cuales reflejan distintos estados sociales; en bien de los mayas creía yo llegado el momento de transformar la matanza grosera sobre el cadalso, en algo más noble y artístico. Todos los pueblos bárbaros han pasado desde la barbarie a la cultura por grados intermedios que se caracterizan por la aparición de nuevos elementos artísticos. Los juegos públicos no han sido otra cosa que transformaciones de las crudas escenas de la vida en cuadros bien combinados, mediante elección de tipos y asuntos. Un pueblo que se recrea en la contemplación de estos cuadros está muy bien encaminado para crear otros superiores a los de la realidad, y para mejorarse tomándolos por guía y modelo.
En el pueblo maya habían ya aparecido los juegos públicos, los combates navales y las carreras de velocidad y resistencia; pero los juegos más bonitos, los coreográficos y mímicos, eran puramente domésticos. En general, la vida pública, reducida al comercio de los hombres, carecía de interés; sólo era digno de estudio el día muntu, único en que los mayas vivían socialmente; pero aun este día, como era uno solo cada mes, no creaba hábitos sociales, y sólo servía para dar suelta a las malas pasiones; no quedaba tiempo para que el contacto de sexos y clases produjera frutos variados; éstos eran siempre los mismos, los que produce el primer choque de los instintos contenidos: primero el encogimiento y la acción torpe y embarazada, después la desvergüenza y el desenfreno.
El detalle de los afuiris que más me molestaba, era, cuando se trataba de juicios extraordinarios, ir sobre el pacienzudo hipopótamo a las ciudades a administrar alta justicia. En tan perniciosa costumbre veía yo un riesgo constante para mi persona y una pérdida lamentable de tiempo para los graves menesteres de mi cargo; pero era muy difícil eludir este penoso deber, porque la justicia tenía un carácter marcadamente territorial, y los juicios debían celebrarse allí mismo donde el crimen era cometido. Sólo tratándose de reos ordinarios era corriente que se los prestasen unas ciudades a otras, para que nunca faltaran víctimas. No era posible delegar mis atribuciones en mis auxiliares; así como yo era el primer personaje después del rey, mis auxiliares eran de ínfima categoría, y estaban muy menospreciados de todo el mundo, porque en lo antiguo sirvieron también para recaudar los impuestos y para azotar a los delincuentes, y se habían hecho odiosos. Además, la suspensión de mis viajes hubiera irritado a los pueblos, y en particular a las mujeres, deseosas de verme, siquiera fuese de tarde en tarde, de recibir los dones a que yo consuma ligereza las acostumbré, y de gozar de un día de asueto fuera del muntu, que por tardío les parecía insuficiente.
Muy dolorosa me era también la asistencia a los afuiris ordinarios de la corte, obligado como me veía a condenar siempre por lo menos a una pareja de criminales y a presidir las degollaciones. El primer afuiri a que asistió la reina Mpizi con el príncipe Yosimiré, el mismo en que se consagró por primera vez la carretilla con los abonos, fue el vigésimo séptimo de los dirigidos por mí, incluido el que presidí antes de la revolución, y según aparecía de los rujus conservados en mi archivo, las víctimas sacrificadas eran ciento treinta, a las que debía agregar veinticinco de mis excursiones judiciales desde la famosa de Ancu-Myera, en que pereció el infeliz Muigo. Cierto es que en un día muntu, durante el reinado del fogoso Viaco o en diez días de gobierno provisional del dentudo Menu, el número de víctimas había sido doble del que arrojaba mi balance; pero de todas suertes me remordía la conciencia y me aguijoneaba el deseo de hacer algo contra estos cruentos sacrificios, de quitarles siquiera sus rasgos más horribles. Peor aún que las decapitaciones me parecía el entusiasmo popular que las acompañaba y el lúgubre epílogo que las ponía término; para que nada faltase al triste cuadro, los despojos de los afuiris no eran, como los demás, arrojados en lo hueco de los árboles, sino que quedaban sobre el cadalso, expuestos a la voracidad de las bestias necrófagas. Conforme se extendía, por mi acertada gestión, el bienestar público, se acentuaban más los instintos feroces y la afición a los sacrificios humanos. La naturaleza de estos hombres, exuberante de energías, no queriendo desfogarse en el trabajo ni pudiendo calmarse en la guerra, buscaba su expansión en las escenas fuertes. No he visto jamás alegrías tan puras y tan espontáneas como las de los mayas ante el cadalso cubierto de sangre caliente y de despojos palpitantes. Sin duda la civilización modifica la naturaleza humana, borrando estas tendencias innobles, que en los pueblos cultos quedan hoy reducidas a esa alegre e inocente curiosidad con que las masas se agolpan para ver cómo desciende la majestuosa guillotina sobre la cabeza del reo, cómo gira el tornillo que estrangula suavemente al condenado.
La brutalidad de los hombres tiene sobre la de los animales la ventaja (aparte de la de ser en éstos cuantitativamente superior) de poder variar de forma; de ello hay ejemplos en los mismos anales mayas; los antiguos pedagogos y soldados conquistaban sus puestos en combates singulares; desde Usana, los pedagogos ingresaron mediante la prueba de los loros, y fueron soldados los que se distinguían en la caza; bajo el gobierno de Mujanda, la creación de los escalafones dio aún aspecto más suave a la lucha por la vida. ¿Por qué no había de intentarse algo semejante en las ceremonias religiosas, purgándolas de la parte cruel? Con gran sentido político, el rey, aconsejado por mí, había ideado la degollación simultánea de los hombres y de la vaca. Si antes no era posible suprimir los reos, porque sin ellos faltaba al afuiri el principal atractivo, el derramamiento de sangre, ahora debía intentarse la prueba para ver si los indígenas se conformaban con la sangre de la vaca. No es que se pretenda poner aquí en irrespetuoso parangón, la sangre humana y la sangre de los rumiantes; pero sí cabe alegar que la diferencia entre una y otra, no era tan grande en Maya, como lo es entre nosotros, porque allí el precio de un hombre era muy poco superior al de una vaca. De ordinario se permutaba, el ruju de hombre por una vaca y una cabra, y el de mujer por dos vacas; éste fue siempre más apreciado por la belleza del dibujo y porque a la mujer iba aneja la idea de fecundidad, de que el hombre desgraciadamente carece.
No había, sin embargo, que pensar en la supresión de los sacrificios humanos, digno remate de la legislación penal maya. Si se conseguía reducirlos a las exigencias del buen orden social, y embellecerlos algún tanto, no era pequeño el triunfo; a las generaciones venideras correspondía perfeccionar nuestra obra cortándolos de raíz. Fue instituido, pues, el segundo afuiri. Después del primero, celebrado cuando el sol se colocaba sobre nuestras cabezas, no había más ceremonias sagradas; había, sí, bailes y banquetes, y más adelante baños y diversiones acuáticas. El nuevo afuiri tuvo lugar hacia las tres de la tarde, y fue una improvisación. Las ceremonias habían seguido su curso regular, y los concurrentes las presenciaban con muestras de impaciencia, deseosos de contemplar a sus anchas a la sultana Mpizi y al tierno príncipe Yosimiré, que, por un extraño fenómeno de precocidad, dejaba ver aquel día sus blancos dientecillos en número de cuatro. Llegó el momento critico del afuiri, y sobre el cadalso estaban la carretilla de los abonos en el centro, la vaca a la izquierda y tres reos a la derecha: un acca y una mujer indígena acusados de adulterio, y otra mujer cogida en el acto de robar una túnica del consejero mímico Catana. Ambos delitos eran de los más comunes; el de adulterio era muy frecuente en los días muntus, en que hombres, y mujeres se hallaban en contacto, y según la nueva jurisprudencia establecida por mí, se penaba con la muerte de los dos culpables sólo cuando el adúltero era enano. Tal disposición se enderezaba a proteger la pureza de la raza indígena. Los robos de ropas también menudeaban, y hubo que castigarlos con gran rigor en bien de la existencia y prosperidad del lavadero. Las dos mujeres habían confesado su delito, y el acca lo había negado, porque entre las virtudes de los enanos no se contaba la veracidad. Tres mnanis hablaron en defensa
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