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La Fuerza De Shecid

yuricapo12 de Septiembre de 2011

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LA CARTA

En el vestíbulo de neurocirugía imperaba la confusión. Gente caminando con prisa, hombres llorando... Carlos entró corriendo con una desesperación inaudita, esperando que se tratara de un error. Caminó entre las personas. Cuando vio sola, de pie, al fondo del pasillo, a su entrañable amiga Ariadne, una gigantesca losa le cayó encima. Supo que no había error. Frida apareció en su camino. La ignoró. Llegó hasta la pecosa.

—Carlos... ¿Qué haces aquí? —le preguntó asustada—. Se suponía que no deberías...

A su lado algunas señoras se deshacían en llanto y gemían frases entrecortadas como “era apenas una niña”, “estaba en la flor de la vida”, “¿por qué tuvo que ocurrir?”

No había malos entendidos. Por segunda vez en esa semana Carlos y Ariadne se abrazaron, sin hablar, sin tratar de razonarse, se dejaron llevar por la intensa pena que los embargaba. Ninguno podía hacer nada más que refugiarse en su mutuo cariño. Estar juntos era el único consuelo al que podían asirse.

—¿Pero qué paso? —preguntó él—, ¿tú tenías conocimiento de esto? ¿Por qué no me avisaste?

—No —se defendió—, Sheccid no le dijo nada a nadie. Sabíamos que estaba enferma porque últimamente se desmayaba con frecuencia y faltaba a clases de una forma exagerada, pero argumentaba, tú lo sabes, otro tipo de problemas.

—¿Entonces cómo te enteraste, Ariadne?

—Ella misma me llamó ayer por la tarde.

—¿Y por qué no me habló a mí?

—Carlos, te amaba con toda el alma. Su única preocupación era que estuvieses bien, que no sufrieras, que la recordaras como estaba en aquel momento... En ese último beso.

—¿Te contó?

Asintió limpiándose la cara con el puño de su blusa.

—Y tú —preguntó ella—, ¿cómo supiste...?

—Me habló Frida.

—¿La novia de Samuel? ¡Qué grave error! No debió decírtelo la tonta. Sheccid sufrió tanto por ocultártelo.

—Pero no entiendo, Ariadne. ¿Por qué si a ti también te había ocultado todo, se arrepintió a última hora y te llamó?

—Ella presintió que tú podías llegar a saberlo. Me habló para darme una carta... para ti, Carlos.

—¿Pa... para mí?

—Me pidió que te la diera sólo si no salía de la operación y tú te enterabas.

—¿La traes contigo?

La sacó de su bola. Él casi se la arrebató. Una angustia insoportable le comprimió el alma sólo con tocar el sobre... Estaba en sus manos. Casi no podía creerlo. Nunca imaginó que se encontraría con algo así. Sintió que las lágrimas no iban a permitirle leer... Comenzó a abrirla con cuidado, como si se tratara de una ilusión de cristal que pudiera romperse a la primera caricia de sus manos. Extendió la hoja. Caminó al lugar más apartado que le fue posible y tomó asiento en una fría silla de hospital. Ariadne lo dejó solo. La carta comenzaba con versos de Juan de Dios Peza.

Viernes, 22 de noviembre.

Dicen que las mujeres sólo lloran

cuando quieren fingir hondos pesares;

los que tan falsa máxima atesoran,

muy torpes deben ser, o muy vulgares.

Si llegara mi llanto hasta la hoja

donde temblando está la mano mía,

para poder decirte mis congojas,

con lágrimas la carta escribiría.

Mas si el llanto es tan claro que no pinta

y hay que usar otra tinta más obscura,

la negra escogeré porque es la tinta

donde más se refleja mi amargura.

Aunque yo soy para soñar esquiva,

sé que para soñar nací despierta.

Me he sentido morir y aún estoy viva;

tengo ansias de vivir y ya estoy muerta.

Son las 4:30 p. m. La tarde fresca se mece afuera, ignorando por completo que existe alguien que la admira...

Cariño mío:

Desde que te amo y, a la vez, desde que sé que puedo dejar este mundo, he recibido con ansia cada mañana, con más ansia que nunca los ocasos, he respirado y vivido con más deseo que nadie los crepúsculos. Estos últimos días, cuando anochecía, salía al jardín y disfrutaba la paz de una vida que tal vez pronto conocería la otra paz... sentía el césped blando bajo mis pies descalzos y gozaba esa última sensación de libertad.

Y te amaba y me gustaba estar sola para pensar en ti y recordar cómo muy poco a poco llegué a quererte: al principio me parecías un chico tonto y desubicado. No podía creer que fueras el maniático sexual de un auto rojo y me reía de ti. Conquistaste mi corazón lentamente, con cada detalle; tu estilo me atrajo, tu personalidad, Carlos, me gustaba aunque me negara a aceptarlo.

Te cuento esto porque en el pasado nunca tuve la oportunidad de contarte nada y en el futuro tal vez tampoco la tenga.

Mi mamá pensó que yo era una chica muy madura y que, como tal, tenía derecho a saber lo de mi padecimiento. Era imprescindible una operación sumamente peligrosa en la cual había enormes riesgos de que perdiera la vida o el juicio. Fue así de sincera conmigo. Aprecio la confianza que me tuvo pero, ¿sabes cuándo me lo dijo? Yo hubiese reaccionado con más serenidad si me da la noticia unos días antes, ¡pero tuvo que ser exactamente la noche de cuando fuimos a comprar aquel libro!, el día en que estaba más locamente enamorada de ti y sentía el amor refulgente que despertaba que despertaba en mí un sinfín de esperanzas y de alegrías. Lloré mucho esa noche y no porque fuera inmadura, sino porque me enfrentaba a la posible pérdida de toda una vida que disfrutaba y amaba, sobre todo ahora que se había visto enormemente enriquecida por ti.

Lloré tanto aquella noche que me desmayé y tuve otro acceso respiratorio, como el de hoy. Mi padre, al enterarse de que mamá me había dicho la verdad, enloqueció de furia. Riñeron. Se insultaron los dos, se gritaron por mi causa. Me asusté tanto que tuve miedo de que se separaran. No le mentí a nadie, Carlos; lo de los problemas entre mis papás era cierto.

Comenzaron a realizarme estudios neurológicos muy complicados. Con frecuencia me dolía la cabeza y me desmayaba. Por eso falté tanto a clases. Me aislé de mis amigas y te rechacé a ti, ¿verdad que me entiendes?, me hundí en el silencio de mis pensamientos tratando de hallar la forma de demostrarte mi inmenso amor sin que te ocasionara sufrimientos después... Te necesitaba, Carlos, por eso cuando me hablabas de tu cariño procuraba no mirarte a la cara, tenia miedo de delatarte con los ojos lo que sentía con tanta intensidad.

Los desacuerdo no terminaron en casa y cada vez se hacía más tirante la relación entre mis padres. Estoy segura de que mucho influyó también el dolor, el desequilibrio emocional surgido de saber que tal vez perderían a su hija. Todo siguió así hasta que un día llegué con una caja de chocolates y un poema “Quiero ser en tu vida” (traté de aparentar frente a ti que no era importante lo que me dabas, me comporté grosera incluso, estaba muy confundida, no sabía cómo tratarte, pero en cuanto te fuiste regresé por mi regalo y mi poema). Esa misma noche, cuando mamá tejía y papá leía el periódico, me eché a sus pies y rompí a llorar abrazando la caja que tú me habías obsequiado, entonces mis padres comprendieron el porqué de mi tristeza. Les hablé de ti. Del enorme amor que me inspirabas. Ellos me ayudaron a decidir que no debía decirte la verdad y a partir de entonces se reconciliaron y comenzaron a ser muy cariñosos conmigo otra vez. Tanto influiste en el pensamiento de mis padres que han decidido gastar todo su capital en un viaje para mí. Si la operación sale bien, realizaremos el viaje en cuanto me den de alta y después me quedaré en una ciudad en la que hay un hospital especializado en problemas como el mío. Si la operación sale mal, perderé la vida o quedaré afectada de mis facultades mentales.

Como vez, las tres opciones te excluyen de mi futuro.

Por eso tengo que despedirme de ti, pero no quiero hacerlo sin antes comentarte una experiencia que me ha ayudado mucho y que tal vez sea lo único que pueda ayudarte si esta carta llega a tus manos. Verás. En los últimos días hemos ido a platicar con un consejero espiritual. Nos ha transmitido una gran paz. Especialmente a mí... He conocido al Hijo de Dios vivo y ha sido una experiencia única. Siempre me hablaron de Él como un ser triunfante y victorioso, pero ahora lo he visto lastimado, torturado injustamente, humillado por amor, y he comprendido que la enfermedad no proviene de Dios, que el dolor pertenece a este mundo y forma parte de la condición imperfecta del hombre. Carlos, por favor, abre tu mente e intenta asimilar esto. Es, de verdad, el mejor regalo que puedo darte antes de partir. Fue para mí un motivo de gran paz el saber que Dios mismo es quien se acerca a mí, que Él es quien me busca y me llama por mi nombre. Los seres humanos somos tan pequeños, limitados e insignificantes que no s resultaría prácticamente imposible llegar a Él con nuestras propias fuerzas, pero cuando entendemos que Él , en su infinita bondad, baja hasta nosotros para tendernos la mano, las cosas cambian. Al aceptarlo abiertamente nos convertimos en sus hijos, en sus herederos. Yo no sabía eso y naturalmente me desmoronaba fácilmente ante la adversidad. Siempre tuve mucha fe, pero en cosas equivocadas. Era como aquella persona que necesitaba cruzar a pie un río congelado y tenía muchísima fe en que el suelo soportaría su peso, pero no sabía que el hielo era delgado y frágil, así que cuando comenzó a caminar se rompió, cayó al agua y se ahogó. Otra persona, río arriba,

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