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La Hoja Que No Avia Caido Por Julio Garmedian


Enviado por   •  7 de Mayo de 2013  •  1.385 Palabras (6 Páginas)  •  469 Visitas

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La hoja que no había caído en su otoño

de Julio Garmendia

Esta era una hoja, una hoja que no había caído en el día de su otoño, como todas las otras de la ceiba, y que, finalmente, había venido a quedar íngrima y sola en lo alto de una rama del gran árbol, cuando ya todas las demás, o habían caído, o habían sido llevadas por el viento, o tumbadas por la lluvia, o desprendidas por el frío. Sólo aquella hoja quedaba allá en lo alto, en las desnudas ramas, y ni se desprendía, ni se aflojaba. No se dejaba llevar por ráfagas ni soplos, ni permitía que las lloviznas la ablandaran, ni se dejaba besar por vientecillos, ni tampoco quería caerse al suelo, así no más, por su propio peso, como cualquiera otra hoja caduca. Apenas si una que otra vez se balanceaba, como sin ganas -por miedo a caerse, de seguro-; y hasta habrá que decir que, en ocasiones, se sentía un si es no es tentada a considerar aquella resistencia especial suya, y aquella su anormal adherencia, y su fijeza y duración, como indicio de quién sabe qué supervivencia extraordinaria, que a ella le estuviera reservada entre las hojas... Por el momento era algo único, en verdad; hasta para creerse una hoja única en lo alto de un gran árbol deshojado, la sola y única de aquella ceiba inmensa y algo ventruda, a la que por nada de este mundo abandonaba.

Llegó el fin de febrero; más aún, ya marzo iba mediando, y la hoja que aún no había caído empezó a sentirse mal, a recordar el tiempo de antes... Primero, tierno brote verde pálido entre millares de otros brotes verde pálido, allá a comienzos de aquel lejano año anterior... Después, fresca y viva, esbelta y joven hoja, de formas y de líneas que se le acentuaban cada día, con cada sol, con cada luna, y así hasta adquirir su perfecta forma adulta de hoja de ceiba hecha y derecha. ¡De todo esto hacía tan poco! ¡Fue ayer no más!, le parecía. Andando el año, vinieron también la madurez, la plenitud, y muy pronto vino el tiempo en que ya iba a ser, en vez de una hoja que crecía y que maduraba, una que estaba en trance de encogerse y de tornarse amarillenta. Y no paró ahí la extraña cosa, sino que de amarillenta había pasado a ser algo grisácea; y dejando también de ser grisácea, pasó a tener color tabaco; y sus tejidos se alteraban, perdiendo la elástica tersura, volviéndose rugosos, y en vez de susurrar tan blandamente, como antes, bajo el viento o bajo el agua, ahora se ponía a crujir, como si fuera a resquebrajarse y a partirse.

Se había encogido y arrugado, y crujía como un bizcocho más bien que como una hoja; cuarteada y destrozada por todos los males del otoño, de aquel otoño interminable. ¡Si ya casi ni siquiera podía llamarse hoja!

Y la hoja empezó a lamentar su terquedad y su aislamiento. De modo que cuando ya el viento de marzo venía a silbar con fuerza entre las desnudas ramas de la ceiba, ella crujía (o rechinaba) diciéndole al pasar:

-¡Viento de marzo! ¡Llévame a mí! ¡Llévame a reunirme con las hojas que cayeron de esta rama en su época!

Pero el viento de marzo no se detenía ni la escuchaba, y pasaba y repasaba, sin llevársela, sin mirarla siquiera.

-Yo me crispaba y me agarraba con más fuerza, para que no me llevaran con las otras... ¡Perdóname! ¡Perdóname tanta insensatez!... ¡Llévame ahora!

Pero los vientos retozaban, y le pasaban por delante, o por los lados, o por detrás, y nunca la llevaban. Y la hoja se sentía cada día más miserable.

Cansada de rogarle al viento, le dijo a una llovizna pasajera:

-¡Llovizna pasajera! ¡Llévame contigo! ¡Llévame a reunirme con las hojas, con las hojas que las lloviznas de antes se llevaron!

Pero la llovizna pasajera siguió andando, y no hizo caso.

Acertó a pasar por allí debajo el carretero, con su carreta llena de hojarasca del jardín, y le dijo la hoja:

-¡Carretero! ¡Llévame contigo! ¡Llévame a

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