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Losfunerales De La Mama Grande

Mariocerecer2 de Febrero de 2015

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Ésta es, incrédulos del mundo entero, la verídica historia de la Mamá Grande, soberana

absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió

en olor de santidad un martes del setiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo

Pontífice.

Ahora que la nación sacudida en sus entrañas ha recobrado el equilibrio; ahora que los

gaiteros de San Jacinto, los contrabandistas de la Guajira, los arroceros del Sinú, las

prostitutas de Guacamayal, los hechiceros de la Sierpe y los bananeros de Aracataca han

colgado sus toldos para restablecerse de la extenuante vigilia, y que han recuperado la

serenidad y vuelto a tomar posesión de sus estados el presidente de la república y sus

ministros y todos aquellos que representaron al poder público y a las potencias

sobrenaturales en la más espléndida ocasión funeraria que registren los anales

históricos; ahora que el Sumo Pontífice ha subido a los Cielos en cuerpo y alma, y que es

imposible transitar en Macondo a causa de las botellas vacías, las colillas de cigarrillos,

los huesos roídos, las latas y trapos y excrementos que dejó la muchedumbre que vino al

entierro, ahora es la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a

contar desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional, antes de que

tengan tiempo de llegar los historiadores.

Hace catorce semanas, después de interminables noches de cataplasmas, sinapismos y

ventosas, demolida por la delirante agonía, la Mamá Grande ordenó que la sentaran en

su viejo mecedor de bejuco para expresar su última voluntad. Era el único requisito que

le hacía falta para morir. Aquella mañana, por intermedio del padre Antonio Isabel, había

arreglado los negocios de su alma, y sólo le faltaba arreglar los de sus arcas con los

nueve sobrinos, sus herederos universales, que velaban en torno al lecho. El párroco,

hablando solo y a punto de cumplir cien años, permanecía en el cuarto. Se habían

necesitado diez hombres para subirlo hasta la alcoba de la Mamá Grande, y se había

decidido que allí permaneciera para no tener que bajarlo y volverlo a subir en el minuto

final.

Nicanor, el sobrino mayor, titánico y montaraz, vestido de caqui, botas con espuelas y

un revólver calibre 38, cañón largo, ajustado bajo la camisa, fue en busca del notario. La

enorme mansión de dos plantas, olorosa a melaza y a orégano, con sus oscuros

aposentos atiborrados de arcones y cachivaches de cuatro generaciones convertidas en

polvo, se había paralizado desde la semana anterior a la expectativa de aquel momento.

En el profundo corredor central, con garfios en las paredes donde en otro tiempo se

colgaron cerdos desollados y se desangraban venados en los soñolientos domingos de

agosto, los peones dormían amontonados sobre sacos de sal y útiles de labranza,

esperando la orden de ensillar las bestias para divulgar la mala noticia en el ámbito de la

hacienda desmedida. El resto de la familia estaba en la sala. Las mujeres lívidas,

desangradas por la herencia y la vigilia, guardaban un luto cerrado que era una suma de

incontables lutos superpuestos. La rigidez matriarcal de la Mamá Grande había cercado

su fortuna y su apellido con una alambrada sacramental, dentro de la cual los tíos se

casaban con las hijas de las sobrinas, y los primos con las tías, y los hermanos con las

cuñadas, hasta formar una intrincada maraña de consanguinidad que convirtió la

procreación en un círculo vicioso. Sólo Magdalena, la menor de las sobrinas, logró

escapar al cerco; aterrorizada por las alucinaciones se hizo exorcizar por el padre Antonio

Isabel, se rapó la cabeza y renunció a las glorias y vanidades del mundo en el noviciado

de la Prefectura Apostólica. Al margen de la familia oficial y en ejercicio del derecho de

pernada, los varones habían fecundado hatos, veredas y caseríos con toda una

descendencia bastarda, que circulaba entre la servidumbre sin apellidos a título de

ahijados, dependientes, favoritos y protegidos de la Mamá Grande.

La inminencia de la muerte removió la extenuante expectativa. La voz de la

moribunda, acostumbrada al homenaje y a la obediencia, no fue más sonora que un bajode órgano en la pieza cerrada, pero resonó en los más apartados rincones de la

hacienda. Nadie era indiferente a esa muerte. Durante el presente siglo, la Mamá Grande

había sido el centro de gravedad de Macondo, como sus hermanos, sus padres y los

padres de sus padres lo fueron en el pasado, en una hegemonía que colmaba dos siglos.

La aldea se fundó alrededor de su apellido. Nadie conocía el origen, ni los límites ni el

valor real del patrimonio, pero todo el mundo se había acostumbrado a creer que la

Mamá Grande era dueña de las aguas corrientes y estancadas, llovidas y por llover, y de

los caminos vecinales, los postes del telégrafo, los años bisiestos y el calor, y que tenía

además un derecho heredado sobre vida y haciendas. Cuando se sentaba a tomar el

fresco de la tarde en el balcón de su casa, con todo el peso de sus vísceras y su

autoridad aplastado en su viejo mecedor de bejuco, parecía en verdad infinitamente rica

y poderosa, la matrona más rica y poderosa del mundo.

A nadie se le había ocurrido pensar que la Mamá Grande fuera mortal, salvo a los

miembros de su tribu, y a ella misma, aguijoneada por las premoniciones seniles del

padre Antonio Isabel. Pero ella confiaba en que viviría más de 100 años, como su abuela

materna, que en la guerra de 1875 se enfrentó a una patrulla del coronel Aureliano

Buendía, atrincherada en la cocina de la hacienda. Sólo en abril de este año comprendió

la Mamá Grande que Dios no le concedería el privilegio de liquidar personalmente, en

franca refriega, a una horda de masones federalistas.

En la primera semana de dolores el médico de la familia la entretuvo con cataplasmas

de mostaza y calcetines de lana. Era un médico hereditario, laureado en Montpellier,

contrario por convicción filosófica a los progresos de su ciencia, a quien la Mamá Grande

había concedido la prebenda de que se impidiera en Macondo el establecimiento de otros

médicos. En un tiempo recorría el pueblo a caballo, visitando a los lúgubres enfermos del

atardecer, y la naturaleza le concedió el privilegio de ser padre de numerosos hijos

ajenos. Pero la artritis le anquilosó en un chinchorro, y terminó por atender a sus

pacientes sin visitarlos, por medio de suposiciones, correveidiles y recados. Requerido

por la Mamá Grande atravesó la plaza en pijama, apoyado en dos bastones, y se instaló

en la alcoba de la enferma. Sólo cuando comprendió que la Mamá Grande agonizaba,

hizo llevar un arca con pomos de porcelana marcados en latín y durante tres semanas

embadurnó a la moribunda por dentro y por fuera con toda suerte de emplastos

académicos, julepes magníficos y supositorios magistrales. Después le aplicó sapos

ahumados en el sitio del dolor y sanguijuelas en los riñones, hasta la madrugada de ese

día en que tuvo que enfrentarse a la disyuntiva de hacerla sangrar por el barbero o

exorcizar por el padre Antonio Isabel.

Nicanor mandó a buscar al párroco. Sus diez hombres mejores lo llevaron desde la

casa cural hasta el dormitorio de la Mamá Grande, sentado en su crujiente mecedor de

mimbre bajo el mohoso palio de las grandes ocasiones. La campanilla del Viático en el

tibio amanecer de setiembre fue la primera notificación a los habitantes de Macondo.

Cuando salió el sol, la placita frente a la casa de la Mamá Grande parecía una feria rural.

Era como el recuerdo de otra época. Hasta cuando cumplió los 70, la Mamá Grande

celebró su cumpleaños con las ferias más prolongadas y tumultuosas de que se tenga

memoria. Se ponían damajuanas de aguardiente a disposición del pueblo, se sacrificaban

reses en la plaza pública, y una banda de músicos instalada sobre una mesa tocaba sin

tregua durante tres días. Bajo los almendros polvorientos donde la primera semana del

siglo acamparon las legiones del coronel Aureliano Buendía, se ponían ventas de masato,

bollos, morcillas, chicharrones, empanadas, butifarras, caribañolas, pandeyuca,

almojábanas, buñuelos, arepuelas, hojaldres, longanizas, mondongos, cocadas, guarapo,

entre todo género de menudencias, chucherías, baratijas y cacharros, y peleas de gallos

y juegos de lotería. En medio de la confusión de la muchedumbre alborotada, se vendían

estampas y escapularios con la imagen de la Mamá Grande.

Las festividades comenzaban la antevíspera y terminaban el día del cumpleaños, con

un estruendo de fuegos artificiales y un baile familiar en la casa de la Mamá Grande. Los

selectos invitados y los miembros legítimos de la familia, generosamente servidos por la

bastardía, bailaban al compás de la vieja pianola equipada con rollos de moda. La Mamá

Grande presidía la fiesta desde el fondo del salón, en una poltrona con almohadas de lino,

impartiendo discretas instruccdedos. A veces en complicidad con los enamorados

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