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Monografia Del Destino

arlequin199512 de Octubre de 2012

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Y nosotros ¿quiénes somos después de todo?

PLOTINO

Nosotros estamos hechos, en buena parte, de nuestra propia memoria. Esa memoria está hecha, en buena parte, de olvido.

J.L. BORGES

¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en la información?

T.S. ELIOT

Tú mismo haces el tiempo. Tu reloj son tus sentidos.

ANGELUS SILESIUS

EN EL siglo IV de nuestra era, san Agustín declaraba que él sabía lo que es el tiempo, salvo que alguien se lo preguntara y tuviera que explicarlo. Trece siglos más tarde, el místico polaco Angelus Silesius afirmaba: "Tú mismo haces el tiempo. Tu reloj son tus sentidos." Sin embargo, Silesius no dijo lo que es el tiempo, ni cómo lo generan nuestros sentidos. Aún hoy, en los umbrales del siglo XXI, tampoco podemos explicar qué es el tiempo pero, ante la dificultad en llevar a cabo un experimento físico que demuestre el paso del tiempo, se va acentuando una sospecha: puede ser que el tiempo sea "hecho por nosotros mismos", es decir, que sería un atributo de nuestra mente. En consecuencia, debemos ocuparnos de la mente humana que, como se sabe, es considerada el aparato más complejo, delicado y reciente que ha producido el desarrollo de las especies biológicas. La mente se maneja con un lenguaje y produce conceptos tales como los de vida, tiempo y muerte, que, precisamente, queremos considerar en este libro.

Si bien el aparato psíquico se basa en la estructura neural, la mente no puede ser entendida como si sólo fuera una función entre otras de lo neuronal, sino como un nuevo orden jerárquico que, como tal, requiere una descripción y un lenguaje propios. La experiencia diaria nos indica que en la mente humana hay por lo menos dos niveles: un nivel consciente, mediante el cual razonamos, nos comprometemos y damos justificaciones y excusas, y un nivel inconsciente, que atesora informaciones diversas sobre hechos y emociones. Mientras la conciencia ha sido objeto de estudios y reflexiones filosóficas desde la más remota antigüedad, los fenómenos del inconsciente fueron en general considerados como carentes de lógica, caóticos, inútiles o, a lo sumo, místicos.

En relación con esto, podríamos recordar que en cierta ocasión Viktor Meyer, uno de los padres de la química moderna, fue tomado por loco porque, entre sus rarezas, se ocupaba de formalizar el concepto de energía. Gente muy cuerda, que finalmente logró internarlo en un manicomio, trataba de volver a Meyer a sus cabales explicándole que el concepto de energía, como el de belleza y el de maldad, no se puede formalizar, ni mucho menos poner en ecuaciones. Hoy, que el concepto de energía está rigurosamente formalizado, el trato que recibió Meyer puede ser calificado de deplorable, y aun de grotesco. Ahora bien, cuando tratamos de explicar procesos psíquicos nos enfrentamos a problemas tan formidables que el tipo de críticas hechas a Meyer pareciera resurgir de un pasado tercamente escéptico. Sobre todo cuando, entre las variables importantes de dichos procesos, se cuentan los deseos, el trato que recibimos de nuestra madre en los tempranos días de la infancia, las relaciones con la familia y otros factores, los cuales evidentemente desempeñan un papel fundamental en la constitución y funcionamiento del aparato psíquico.

Apenas a fines del siglo pasado, el inconsciente empieza a ser objeto de estudios sistemáticos y, en base a las consideraciones sobre la organización jerárquica de la vida que hemos hecho en los capítulos anteriores, no nos sorprende que la descripción de este nuevo nivel haya requerido, por lo tanto, de un conjunto particular de leyes. Actualmente, en las distintas escuelas que tratan de explicar el funcionamiento del aparato psíquico, reina un clima de apasionada discordia, cuyos fundamentos y méritos no corresponde analizar aquí. Nosotros escogemos los modelos que brinda el psicoanálisis, razón por la cual recurriremos, un tanto indirectamente, a conceptos cuya fundamentación rebasa los propósitos de este libro.

El humorista español Gila afirma que "los niños son locos bajitos". Hasta no hace mucho se tenía la sospecha de que, en realidad, el hombre llegaba a la edad de la razón de repente, algo así como si nuestra nueva computadora pasara un tiempo generando tonterías hasta que, un buen día, ¡albricias!, empezara a hacer funcionar sus programas correctamente. Sabemos ya que la conducta adulta de un sujeto es la consecuencia de una larga programación, en la cual participan la atención, el amor y las prohibiciones de los padres, y la forma en que los cuidados y la educación son brindados. El psicoanálisis ha tratado de desentrañar el modo en que estos factores gravitan en las diversas etapas de la formación del sujeto, y de construir un modelo de la polarización del aparato psíquico en dos regiones: consciente e inconsciente. De entre las observaciones que ha hecho, las que aquí nos interesan son: 1) el inconsciente parece formarse a raíz de ciertas restricciones que se imponen al niño; 2) en ese inconsciente no parece regir la temporalidad "del sentido común"; 3) incluso a nivel consciente esta temporalidad no existe en los primeros momentos de la vida, sino que se va instalando paulatinamente, y 4) la adquisición de la temporalidad coincide con la inserción del niño en el lenguaje. Éstos son, pues, los tópicos que desarrollaremos a continuación.

Al nacer el niño se encuentra en una situación de indefensión (Hilflosigkeit), en la que su sobrevivencia depende por completo del deseo de otro. Alguien, habitualmente la madre, debe desear que el recién nacido viva. Esta dependencia respecto de los cuidados maternales es una prolongación de la vida intrauterina, y determina que el recién nacido se sienta uno con su madre. El psicoanálisis supone que, en las primeras etapas de la vida, el niño no posee una noción clara de su yo ni, por consecuencia, de sus límites en relación con el mundo. Muchos han tratado de entender el proceso de identificación a través del cual se constituye ese yo que pensará en función del tiempo y que temerá a la muerte. Para Lacan (1971), la identificación comienza durante la llamada fase del espejo, momento en que el niño se identifica con la imagen visual de sí mismo. Más tarde, el niño tomará como propia la imagen de un semejante. Esta identificación es imaginaria, es decir, que se hace con una imagen que no es la de él mismo, sino la de otro que posee una hipotética perfección (el ser maduro) que el niño aún no posee. Por eso, cuando decimos imaginaria, además de referirnos a la imagen visual, aludimos también al hecho de que es ilusoria o ficticia. Este tipo de identificación es alienante porque el sujeto, al desconocer lo que es, cree ser otro que le anticipa una realidad que no es la suya. Por eso no hay en esta etapa distinción entre él y el otro. Pero, a pesar de su origen imaginario, ese yo servirá de base para futuras identificaciones y para la ulterior formación del sujeto.

Para que el niño pueda hacer un primer reconocimiento de sí mismo es necesario que otro, por ejemplo la madre, lo reconozca como separado de su persona. A partir del momento de la identificación, el niño extiende sus posibilidades, basándose en sus relaciones con la madre y con otros objetos importantes (relaciones ínter e intrasubjetivas). Por su parte, la madre criará al niño mediante normas, costumbres y limitaciones propias de la cultura a la que pertenece. Tales relaciones, entonces, están regidas por legalidades e interdicciones que llegan al niño a través de las palabras y la atención de la madre.

Durante la identificación imaginaria, el niño se asume como el que colma el deseo de la madre, y siente que esto lo protege contra toda separación (primera fase del Edipo). Pero si bien la madre quiere que el niño viva y lo ama, su propio deseo no se colma con él. De alguna manera, el niño reconoce que el deseo de la madre se dirige a otro que no es él sino el padre, originándose así lo que usualmente se denomina segunda fase de la situación edípica. El amor incestuoso del niño ahora se reprime pero, a partir de este momento, encuentra en el padre una nueva posibilidad de identificación ya que esta "intromisión" paterna le da nuevas pautas orientadoras.1 El proceso continuará luego con la declinación de la situación edípica y con la formación del superyó. El psicoanálisis ha debido suponer una entidad hipotética, el superyó, para albergar tanto un modelo de lo que el niño desea ser (ideal del yo), como un conjunto de reglas, normas y prohibiciones acerca de lo que no deberá hacer. Ésta es la instancia psíquica que abarca tanto los valores que caracterizan la cultura en la que el niño ha nacido, como los ideales de sus ancestros.

Como ya lo hemos dicho, el aparato psíquico tiene una región consciente y otra inconsciente. En un momento dado tenemos una idea, estamos prestando atención a un asunto determinado, o somos conscientes de algo en particular. Todo el resto de nuestra información está contenido en nuestro inconsciente: números de documentos, fechas, canciones que nos cantaba nuestra madre, comidas que preparaba nuestra abuela, nombres de montañas y ríos de la infancia, temores y apuros por los que alguna vez pasamos, versos que recitamos en una fiesta infantil, teorías que nos explicaron en una clase del colegio secundario, el color de flores que no vemos desde hace varias décadas, el olor de una fruta de estación, y todo cuanto podamos recordar es traído de pronto al foco de nuestra atención desde ese archivo increíble que contiene toda la información que

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