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ROMEO Y JULIETA

yo102322 de Enero de 2014

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William Shakespeare

ROMEO Y JULIETA

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Introducción

La obra cuya traducción ofrecemos hoy a nuestros lectores es una de

las más bellas, de las más selectas que encierra el teatro de Shakespeare.

Gracia, sentimiento, naturalidad; sublime lenguaje, expresión del amor

ardiente que aspira a la correspondencia, del amor correspondido que

lucha con la contrariedad, del amor triunfante y satisfecho que pierde

improviso el cielo de su ventura; he aquí, en pocas palabras, el cuadro

cada vez más correcto que va a entretener nuestra imaginación y a

remontar la sorpresa, extasiada y anhelante por las aéreas regiones de lo

espiritual.

No tan angélica como Desdémona, no tan gentil como Porcia, pero sí

más vehemente, más apasionada, más interesante y conmovedora en sus

elevados arranques, la Julieta de Shakespeare caracteriza el tipo bello,

perfecto, superior, de la más perfecta, superior y bella sensación del

alma. Haciéndola, o bien intérprete de su exquisita sensibilidad, o bien

irrecusable testimonio de su rara concepción, el eminente poeta la ha

eternizado reina entre sus heroínas, y le ha ceñido el laurel de su

nombre inmortal.

Julieta, unificada con Romeo, es la fiel representación de la tragedia

del amor, como dice Mr. Guizot, lo mismo que Otelo, lo mismo que

Macbeth, arrastrados por sus infernales consejeros, conforman las

tragedias de los celos y la ambición.

Lo hemos dicho antes, y no nos cansaremos de repetirlo, por más

que la docta pluma de Chateaubriand haya querido consignar

diferencias, Shakespeare sobresale sin rival por la pureza y naturalidad

de sus creaciones, por la viva y extraordinaria similitud con que retrata

los sentimientos humanos. Así como éstos predominan, como se elevan

y descienden, como se cambian a merced de impulsos repentinos e

indefinibles, así su prodigiosa imaginación los detalla, sin esfuerzo, sin

ningún premeditado estudio, sin quitar ni añadir un solo punto a la

verdad, postergando siempre a ésta todo ficcioso compuesto, toda

floridez y elevación.

Fehaciente testimonio de este proceder son los interesantes

caracteres que, aparte el de los protagonistas, figuran en la pieza que

traducimos a continuación.

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Fray Lorenzo, Mercucio, la Nodriza, Capuleto, cada uno en

particular, es tipo de perfección admirable, tipos o pinturas que van

ofreciendo al lector contrastes inesperados de pureza y sublimidad, de

sencillez y grandeza, siempre adecuados a las situaciones, siempre en

analogía con el sentimiento especial que determinan.

El bello protagonista de esta pieza, en cuya repentina mudanza de

afecto han querido muchos fundar una crítica severa, sin ver, como dice

razonadamente Víctor Hugo, que el nombre de Rosalina es sólo el

seudónimo de la belleza ideal que absorbe la mente de aquél; Romeo,

meridional en su conducta, meridional en su lenguaje, hijo legítimo de

la extremosa Italia, hablando el idioma del Petrarca, puro amador de sus

antítesis, de sus tiernas alegorías, de sus graciosas al par que

vehementes comparaciones. Romeo, buscado y hallado por Shakespeare

en las leyendas italianas, mantenido italiano con asombrosa maestría,

todo italiano en su pasión por Julieta, también oriunda de las regiones

del Sur, aparece desde el principio hasta el fin de la pieza tal como el

pensamiento, como el alma, como la vida de la inteligencia le buscaran

para hacer de él la vida, el alma, la encarnación del amor.

Su graciosa declaración en el baile de máscaras y su más bello e

interesante encuentro con Julieta en el jardín de Capuleto, elevan a

superiores regiones la más desprevenida imaginación, preparándola sin

esfuerzo a las escenas que subsiguen. «¡Oh cara acreencia! mi vida es

propiedad de mi enemiga», dice Romeo al saber el nombre de su

amada; exclamación únicamente comparable con la breve, expresiva

sentencia que muy poco después emite Julieta: «Si está casado, es

probable que mi sepulcro sea mi lecho nupcial».

Amantes que en el primer albor de su misterioso y singular afecto se

expresan ya de este modo, deben necesariamente producirse como lo

hacen en la bellísima escena segunda del segundo acto; deben

remontarse a las esferas celestes y hablar el puro, cadencioso idioma de

los arcángeles; deben entregarse a esos raptos, a esas expansiones

inocentes que brotan de las almas vírgenes, que, rodeadas de extremas

castidades, divisan el terrestre paraíso de su felicidad suprema. Romeo

tiene que dejar a su Julieta; nada le importa que le sorprendan, nada

puede temer de sus enemigos los Capuletos, nada de su encono, si la

mirada de su bien se dulcifica; mas tiene que partir y apartarse de su

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edén querido, como el amor del amor se aleja, como el niño que vuelve

a la escuela, con semblante contrito. Su alma, empero, le llama por su

nombre, y cautivo de trenzadas ligaduras, dócil azor, vuelve a renovar

la sabrosa y amante plática, deseando al terminarla ser el sueño y la paz,

para, paz y sueño, aposentarse en el corazón y los ojos de Julieta.

¡Qué imágenes, qué ideas éstas tan encantadoras y bellas, tan propias

de la situación, tan en armonía con los puros sentimientos de los dos

amantes! Todo nuevo, todo original del poeta, está sin embargo escrito

en la conciencia del individuo, y el que lo siente, el que lo oye,

juzgándolo natural y propio, se pregunta si no lo ha escuchado o sentido

otra vez, si es posible que se diga o se sienta de otro modo.

Y sin embargo, pálida aparece seguramente esta graciosa escena,

comparada con la más dulce, más tierna, más encantadora de la

despedida de Romeo y Julieta.

Los primeros resplandores del día orlan en Oriente las nubes

crepusculares, las antorchas de la noche se han extinguido y el riente

día trepa a la cima de las brumosas montañas: los dos esposos,

cobradas ya las primicias de su misteriosa unión, tristes en medio de su

fugaz ventura, platican tiernamente, prolongando en lo posible el

acuerdo de su amoroso deseo. La luz que se distingue no es para Julieta

la luz de la aurora, es sólo la luz de algún meteoro que el sol ha

exhalado para servir de conductor a su dulce bien; la voz que ha

penetrado en los oídos de éste es la del ruiseñor, cantante de la noche,

no la de la alondra anunciadora del día. Romeo comprende lo

contrario, ve la inmediata necesidad de partir, mas prefiere ser

sorprendido por complacer a su adorada, y conviene al fin en que el gris

resplandor de la mañana es sólo el pálido reflejo de la frente de Cintia.

Dulce, encantadora con descendencia, que seduce más por la sencillez,

por la propiedad de su expresión que por otra cosa; idea no nueva ni

extraordinaria seguramente, sí extraordinaria y nueva por su forma, por

el conjunto en que se envuelve, por la atmósfera de que brota. Esta

atmósfera y este conjunto, combinación de gozo y de melancolía, de

inefable dicha y de pesar profundo, efecto de una satisfecha esperanza y

de una esperanza desvanecida, engendra, si no los primeros, los más

reales, los más consistentes y tristes presentimientos en el alma de los

dos amantes. Ya no es una simple, infundada, particular frase, cual la

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emitida por el taciturno Montagüe al entrar en la mansión de Capuleto,

es sí una doble, idéntica sensación de funesto porvenir, en que la vista y

la imaginación se aúnan para dejar más honda huella y hacer más

esperado, más indefectible el romántico, solemne, moral y grandioso

desenlace de la tragedia. «Ahora, que abajo estás -dice Julieta al mandar

su postrer adiós a Romeo-, me parece que te veo como un muerto en el

fondo de una tumba, o mis ojos se engañan, o pálido apareces». «Pues

de igual suerte te ven los míos -contesta el infeliz desterrado-; el dolor

penetrante deseca nuestra sangre».

Esta despedida, lo volvemos a decir, prepara admirablemente la

sublime escena del cementerio, escena en que Shakespeare, dejándose

arrastrar por su poderoso genio, arrebatando a los héroes de su tragedia

el florido y dilatado idioma que les hace hablar desde el principio,

prestándoles en cambio la concreción, el laconismo de la raza sajona, la

ruda y vigorosa imaginación del Norte, los coloca a la altura del drama

horrible en que figuran, haciéndoles

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