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Something By Tolstoi

FabianMoli18 de Enero de 2014

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Something by Tolstoi (1928)

Estaba cansado y me sentía fracasado: el sitio parecía un agujero silencioso en el que una persona podría ocultarse de un mundo que parecía totalmente en contra de ella; y finalmente, Brodzki quiso que su hijo fuera a la universidad; ésos fueron los motivos por los que me convertí en empleado de la librería. La mañana que llegué al trabajo había recorrido las calles durante varias horas con aire atolondrado. En el escaparate de la librería aquel cartel primorosamente escrito, SE NECESITA EMPLEADO, atrajo mi atención. Entré y encontré al propietario, un hombre lúgubre de aspecto judío, al fondo de la tienda, sentado detrás de una mesa de despacho enorme con libros amontonados encima. Me miró de modo penetrante. Lo que le indujo a contratarme me resulta difícil de imaginar. Yo tenía la cara demacrada y el cuerpo consumido debido al insomnio, difícilmente podría haber ofrecido un aspecto muy atractivo. Quizá algo mío le hizo saber el hecho de que yo trabajaría con aplicación y fidelidad a cambio de sólo la tranquila y sombría seguridad que su pequeña librería me podía ofrecer.

En todo caso, conseguí el trabajo y lo encontré muy parecido a lo que quería. Mi vida era gris, pero su grisura quedó compensada, si era compensación lo que necesitaba, con la fortuna de ser testigo de un drama que no era menos intenso, estoy seguro, que cualquiera de los contenidos en los miles de volúmenes que atestaban las polvorientas estanterías de la librería.

En aquella época el hijo de Brodzki tenía dieciocho años. Era del tipo de jóvenes judíos rusos espirituales, místicos, de cuerpo escuálido, piel oscura, rasgos delicados, proporcionados. Nunca le llegué a conocer bien. Nadie lo hizo, pues era huidizo como un animalillo salvaje; el tipo de persona a la que le es completamente imposible acercarse a cualquier distancia socialmente aceptable. Este relato es sobre él; su padre murió a los dos meses de darme el empleo.

El joven Brodzki estaba tremendamente enamorado, y la chica era gentil. Por eso era por lo que el viejo señor Brodzki quería que el chico fuera a la universidad. Como la mayoría de los otros judíos de su generación, se oponía desesperadamente al matrimonio de su hijo con una gentil, y parecía que los dos, si los dejaban en paz, derivarían inevitablemente hacia el matrimonio. El chico estaba con ella todo el tiempo. Nunca estaba con nadie más. Se habían criado juntos; jugado toda su infancia en la misma escalera de incendios trasera; crecieron, se podría decir, el uno para el otro.

No eran completamente semejantes. Existían, claro, las habituales diferencias raciales; la diferencia de la sangre gala con la sangre hebrea, que casi es la diferencia entre el sol y la luna. Pero había más que eso. Había una absoluta antítesis de temperamentos. Él era, como he dicho, tímido, espiritual y místico; ella era algo así como una fuerza salvaje; llena de vitalidad animal, de vida y entusiasmo.

A pesar de eso, se querían enormemente desde la infancia. Él había estado solo, supongo, y ella había estado desatendida.

Cuando la vi por primera vez era una chica de aspecto encantador. Su cuerpo parecía una expresión perfecta de su espíritu. Despedía luz y calor. Pero lo más encantador de todo lo suyo era la voz. A menudo, por las tardes, ella le cantaba, y con tal encanto irresistible que yo nunca podía dejar de escucharla, cualquiera que fuesen mis ocupaciones o pensamientos.

Poco después de que yo hubiera reemplazado al joven Brodzki como empleado de su padre y al chico lo mandasen a la universidad, el anciano enfermó. La señora Brodzki mandó rápidamente a por su hijo, pero antes de que éste hubiese tenido tiempo de volver las velas del candelabro de los siete brazos estaban encendidas, y se entonaban cantos mortuorios en la casa de la familia de encima de la librería. La señora Brodzki no sería tan enérgica como lo había sido su marido. El chico se negó a volver a la universidad, y en menos de un mes él y la chica estaban casados y vivían juntos en las habitaciones del piso alto. Entonces empezó el trágico drama del que, durante quince años, yo fui espectador.

El conflicto entre sus caracteres fue de inmediato tan evidente como lo había sido la devoción del uno por el otro.

La chica nunca había tenido nada. Probablemente durante su infancia muchas veces había necesitado comida y ropas adecuadas. Habría quedado satisfecha, pensaría uno, con su posición como esposa del dueño de una librería que iba bastante bien. Pero ella era una cosilla excesivamente enérgica y ambiciosa. Quería más, mucho más, de lo que le podía proporcionar la modesta librería. Empezó a animar a su marido a que la vendiera y se dedicara a un negocio más lucrativo. No conseguía ver lo imposible que sería eso. Desde que le conocía podía ver que aquel muchacho soñador no encajaría en ningún sitio mejor que una librería. Él, sin embargo, lo veía con claridad. El cambio era algo a lo que temía. Adoraba la sombría oscuridad de aquella pequeña librería; la adoraba tan apasionadamente como la había adorado yo. Por eso fue, aunque él no fuera amistoso, por lo que llegamos a sentir una intensa simpatía el uno por el otro. Aborrecíamos del mismo modo las calles ruidosas que empezaban al otro lado de la puerta de la librería.

La chica andaba detrás de él incesantemente; no le dejaba en paz; concentraba toda su inmensa energía en la lucha con él. Pero el chico encontró en la herencia de su raza la energía para resistírsele. Y lo que sucedió casi al cabo de un año fue esto. Por lo que fuera, ella conoció a un agente de teatro de variedades. El tipo apreció los encantos de su voz y habló a la chica de las posibilidades que tendría en el mundo teatral. Le dijo muchas cosas, supongo, y al final dejó tan completamente fascinada a la chica con las expectativas, que ella decidió abandonar a su marido.

Supongo que yo no tenía lo bastante claro el modo en que el joven amaba a su mujer. Era más que la habitual relación de dependencia propia de los judíos. Su amor por ella era la esencia de su vida. Había un enorme peligro en aquel amor. Cuando se pierde la amada, se pierde la vida. Ésta se hace trizas. Y eso fue lo que le pasó a la vida del joven Brodzki cuando su mujer se marchó con la compañía de variedades.

Debería describir el modo en que ella le dejó.

Una mañana, después de haber hablado, supongo, con el agente de teatro de variedades, ella irrumpió en la librería y llamó a su marido, que estaba desembalando un nuevo envío de libros. La chica tenía una nota histérica, frenética, en la voz, y se apretaba la garganta con una mano como si algo la estuviera asfixiando.

Por el modo en que habló con su marido se habría pensado que mantenían una violenta disputa. Pero la disputa había surgido de un cielo despejado; un cielo, cuando menos, que no estaba más nublado de lo habitual.

Ella le dijo:

—Ya he tirado de la cuerda todo lo posible. Ya no puedo soportar esto más. Te lo he dicho muchas veces, pero es inútil. Ahora tengo una oportunidad maravillosa; y no voy a dejarla pasar. Me voy a Europa con un espectáculo de variedades.

El chico al principio no le dijo nada; tenía aspecto de que le había abandonado toda vida. La siguió, mirándola fijamente sin entender nada, mientras ella se apresuraba escalera arriba hacia las habitaciones donde vivían. Curiosamente, recuerdo que el chico agarraba en las manos un libro encuadernado rojo del que habíamos vendido varios centenares de ejemplares aquella temporada, impertinentemente titulado Idiotas enamorados, y que, a pesar de la auténtica tragedia de la situación, yo contuve con dificultad una sonrisa ante la grotesca correspondencia de aquel título con la expresión aturdida, desamparada de la cara de él.

Cuando ella volvió a bajar pareció que, al fin, el chico había conseguido entender lo que estaba pasando.

—¿Te marchas? —preguntó sordamente.

Ella contestó que se iba. Entonces él se buscó dentro del bolsillo y tendió a su mujer una pesada llave negra. Era la llave de la puerta delantera de la librería.

—Será mejor que la guardes —le dijo, todavía con una completa tranquilidad—, porque algún día la necesitarás. Tu amor no es mucho menor que el mío como para que puedas alejarte de él. Volverás en algún momento, y yo estaré esperando.

Ella le agarró por los hombros, le besó, y luego, jadeando con fuerza, salió de la librería. En el sombrío interior, nos quedamos siguiéndola con la mirada. Juntos, seguimos mirando la calle que los dos aborrecíamos y temíamos; la calle, rebosante de vida e iluminada por el sol, que parecía regocijarse maliciosamente por haberse llevado en su concurrido torrente todo lo que tenía algún valor para el hombre de mi lado.

Durante los meses y los años que siguieron fui testigo de algo que parecía peor que la muerte.

Como dije, la chica había sido la esencia, la vida de él. Cuando se marchó, el chico quedó destrozado. Al principio creí que se sumiría en una completa y violenta locura. Recorría aturdido los retorcidos pasillos de entre los estantes de libros, quejándose y frotando las manos arriba y abajo a los lados de su chaqueta. Los clientes le miraban y se apresuraban a salir de la librería. Traté de convencerle de que se quedara en el piso de arriba. Pero él no quería. No soportaba estar allí, supongo; las habitaciones en las que vivía estaban llenas del recuerdo de ella. Durante varias noches se quedó conmigo en la habitación que ocupaba yo al fondo de la librería. No dormía. Me mantenía constantemente

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