Sonata de primavera
diegoglgl2000Ensayo4 de Agosto de 2013
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Sonata de primavera
Memorias del Marqués de
Bradomin
Anochecía cuando la silla de posta traspuso la Puerta Salaria
y comenzamos a cruzar la campiña llena de misterio y de rumores
lejanos. Era la campiña clásica de las vides y de los olivos, con
sus acueductos ruinosos, y sus colinas que tienen la graciosa
ondulación de los senos femeninos. La silla de posta caminaba poruna vieja calzada: Las mulas del tiro sacudían pesadamente las
colleras, y el golpe alegre y desigual de los cascabeles
despertaba un eco en los floridos olivares. Antiguos sepulcros
orillaban el camino y mustios cipreses dejaban caer sobre ellos
su sombra venerable. La silla de posta seguía siempre la vieja
calzada, y mis ojos fatigados de mirar en la noche, se cerraban
con sueño. Al fin quedéme dormido, y no desperté hasta cerca del
amanecer, cuando la luna, ya muy pálida, se desvanecía en el
cielo. Poco después, todavía entumecido por la quietud y el frío
de la noche, comencé a oír el canto de madrugueros gallos, y el
murmullo bullente de un arroyo que parecía despertarse con el
sol. A lo lejos, almenados muros se destacaban
negros y sombríos sobre celajes de frío azul. Era la vieja, la
noble, la piadosa ciudad de Ligura.
Entramos por la Puerta Lorenciana. La silla de posta
caminaba lentamente, y el cascabeleo de las mulas hallaba un eco
burlón, casi sacrílego, en las calles desiertas donde crecía la
yerba. Tres viejas, que parecían tres sombras esperaban
acurrucadas a la puerta de una iglesia todavía cerrada, pero
otras campanas distantes ya tocaban a la misa de alba. La silla
de posta seguía una calle de huertos, de caserones y de
conventos, una calle antigua, enlosada y resonante. Bajo los
aleros sombríos revoloteaban los gorriones, y en el fondo de la
calle el farol de una hornacina agonizaba. El tardo paso de las
mulas me dejó vislumbrar una Madona: Sostenía al Niño en el
regazo, y el Niño, riente y desnudo, tendía los brazos para
alcanzar un pez que los dedos virginales de la madre le mostraban
en alto, como en un juego cándido y celeste. La silla de posta
se detuvo. Estábamos a las puertas del Colegio Clementino.
Ocurría esto en los felices tiempos del Papa-Rey, y el
Colegio Clementino conservaba todas sus premáticas, sus fueros
y sus rentas. Todavía era retiro de ilustres varones, todavía se
le llamaba noble archivo de las ciencias. El rectorado ejercíalo
desde hacía muchos años un ilustre prelado: Monseñor Estefano
Gaetani, obispo de Betulia, de la familia de los Príncipes
Gaetani. Para aquel varón, lleno de evangélicas virtudes y de
ciencia teológica, llevaba yo el capelo cardenalicio. Su Santidad
había querido honrar mis
juveniles años, eligiéndome entre sus guardias nobles, para tan
alta misión. Yo soy Bibiena di Rienzo, por la línea de mi abuela
paterna. Julia Aldegrina, hija del Príncipe Máximo de Bibiena que
murió en 1770, envenenado por la famosa comedianta Simoneta la
Cortticelli, que tiene un largo capítulo en las Memorias del
Caballero de Seingalt.
Dos bedeles con sotana y birreta paseábanse en el claustro. Eran
viejos y ceremoniosos. Al verme entrar corrieron a mi encuentro:
-¡Una gran desgracia, Excelencia! ¡Una gran desgracia!
Me detuve, mirándoles alternativamente:
-¿Qué ocurre?
Los dos bedeles suspiraron. Uno de ellos comenzó:
-Nuestro sabio rector...
Y el otro, lloroso y doctoral, rectificó:
-¡Nuestro amantísimo padre, Excelencia...! Nuestro amantísimo
...