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Tercera Expedicion

gimf98081127 de Noviembre de 2013

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La nave vino del espacio. Vino de las estrellas, y las velocidades negras, y los movimientos

brillantes, y los silenciosos abismos del espacio. Era una nave nueva, con fuego en las entrañas y

hombres en las celdas de metal, y se movía en un silencio limpio, vehemente y cálido. Llevaba diecisiete

hombres, incluyendo un capitán. En la pista de Ohio la muchedumbre había gritado agitando las manos a

la luz del sol, y el cohete había florecido en ardientes capullos de color y había escapado alejándose en el

espacio ¡en el tercer viaje a Marte!

Ahora estaba desacelerando con una eficiencia metálica en las atmósferas superiores de Marte.

Era todavía hermoso y fuerte. Había avanzado como un pálido leviatán marino por las aguas de

medianoche del espacio; había dejado atrás la luna antigua y se había precipitado al interior de una nada

que seguía a otra nada. Los hombres de la tripulación se habían golpeado, enfermado y curado,

alternadamente. Uno había muerto, pero los dieciséis sobrevivientes, con los ojos claros y las caras

apretadas contra las ventanas de gruesos vidrios, observaban ahora cómo Marte oscilaba subiendo

debajo de ellos.

—¡Marte! —exclamó el navegante Lustig.

—¡El viejo y simpático Marte! —dijo Samuel Hinkston, arqueólogo.

—Bien —dijo el capitán John Black.

El cohete se posó en un prado verde. Afuera, en el prado, había un ciervo de hierro. Más allá, se

alzaba una alta casa victoriana, silenciosa a la luz del sol, toda cubierta de volutas y molduras rococó,

con ventanas de vidrios coloreados: azules y rosas y verdes y amarillos. En el porche crecían unos

geranios, y una vieja hamaca colgaba del techo y se balanceaba, hacia atrás, hacia delante, hacia atrás,

hacia delante, mecida por la brisa. La casa estaba coronada por una cúpula, con ventanas de vidrios

rectangulares y un techo de caperuza. Por la ventana se podía ver una pieza de música titulada Hermoso

Ohio, en un atril.

Alrededor del cohete y en las cuatro direcciones se extendía el pueblo, verde y tranquilo bajo el

cielo primaveral de Marte. Había casas blancas y de ladrillos rojos, y álamos altos que se movían en el

viento, y arces y castaños, todos altos. En el campanario de la iglesia dormían unas campanas doradas.

Los hombres del cohete miraron fuera y vieron todo esto. Luego se miraron unos a otros y

miraron otra vez fuera, pálidos, tomándose de los codos, como si no pudieran respirar.

—Demonios —dijo Lustig en voz baja, frotándose torpemente los ojos—. Demonios.

—No puede ser —dijo Samuel Hinkston.

Se oyó la voz del químico.

—Atmósfera enrarecida, señor, pero segura. Hay suficiente oxígeno.

—Entonces saldremos —dijo Lustig.

—Esperen —replicó el capitán John Black—. ¿Qué es esto en realidad?

—Es un pueblo, con aire enrarecido, pero respirable, señor.

—Y es un pueblo idéntico a los pueblos de la Tierra —dijo Hinkston el arqueólogo—. Increíble. No

puede ser, pero es.

El capitán John Black lo miró inexpresivamente.

—¿Cree usted posible que las civilizaciones de dos planetas marchen y evolucionen de la misma

manera, Hinkston?

—Nunca lo hubiera pensado, capitán.

El capitán se acercó a la ventana.

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La Tercera Expedición Ray Bradbury

—Miren. Geranios. Una planta de cultivo. Esa variedad específica se conoce en la Tierra sólo

desde hace cincuenta años. Piensen cómo evolucionan las plantas, durante miles de años. Y luego

díganme si es lógico que los marcianos tengan: primero, ventanas con vidrios emplomados; segundo,

cúpulas; tercero, columpios en los porches; cuarto, un instrumento que parece un piano y que

probablemente es un piano; y quinto, si miran ustedes detenidamente por la lente telescópica, ¿es lógico

que un compositor marciano haya compuesto una pieza de música titulada, aunque parezca mentira,

Hermoso Ohio? ¡Esto querría decir que hay un río Ohio en Marte!

—¡El capitán Williams, por supuesto! —exclamó Hinkston.

—¿Qué?

—El capitán Williams y su tripulación de tres hombres. O Nathaniel York y su compañero. ¡Eso lo

explicaría todo!

—Eso no explicaría nada. Según parece, el cohete de York estalló el día que llegó a Marte, y

York y su compañero murieron. En cuanto a Williams y sus tres hombres, el cohete fue destruido al día

siguiente de haber llegado. Al menos las pulsaciones de los transmisores cesaron entonces. Si hubieran

sobrevivido, se habrían comunicado con nosotros. De todos modos, desde la expedición de York sólo ha

pasado un año, y el capitán Williams y sus hombres llegaron aquí en el mes de agosto. Suponiendo que

estén vivos, ¿hubieran podido construir un pueblo como éste y envejecerlo en tan poco tiempo, aun con

la ayuda de una brillante raza marciana? Miren el pueblo; está ahí desde hace por lo menos setenta

años. Miren la madera de ese porche; miren esos árboles, ¡todos centenarios! No, esto no es obra de

York o Williams. Es otra cosa, y no me gusta. Y no saldré de la nave antes de aclararlo.

—Además —dijo Lustig—, Williams y sus hombres, y también York, descendieron en el lado

opuesto de Marte. Nosotros hemos tenido la precaución de descender en este lado.

—Excelente argumento. Como es posible que una tribu marciana hostil haya matado a York y a

Williams, nos ordenaron que descendiéramos en una región alejada, para evitar otro desastre. Estamos

por lo tanto, o así parece, en un lugar que Williams y York no conocieron.

—Maldita sea —dijo Hinkston—. Yo quiero ir al pueblo, capitán, con el permiso de usted. Es

posible que en todos los planetas de nuestro sistema solar haya pautas similares de ideas, diagramas de

civilización. ¡Quizás estemos en el umbral del descubrimiento psicológico y metafísico más importante de

nuestra época!

—Yo quisiera esperar un rato —dijo el capitán John Black.

—Es posible, señor, que estemos en presencia de un fenómeno que demuestra por primera vez,

y plenamente, la existencia de Dios, señor.

—Muchos buenos creyentes no han necesitado esa prueba, señor Hinkston.

—Yo soy uno de ellos, capitán. Pero es evidente que un pueblo como éste no puede existir sin

intervención divina. ¡Esos detalles! No sé si reír o llorar.

—No haga ni una cosa ni otra, por lo menos hasta saber con qué nos enfrentamos.

—¿Con qué nos enfrentamos? —dijo Lustig—. Con nada, capitán. Es un pueblo agradable, verde

y tranquilo, un poco anticuado como el pueblo donde nací. Me gusta el aspecto que tiene.

—¿Cuándo nació usted, Lustig?

—En mil novecientos cincuenta.

—¿Y usted, Hinkston?

—En mil novecientos cincuenta y cinco. En Grinnell, Iowa. Y este pueblo se parece al mío.

—Hinkston, Lustig, yo podría ser el padre de cualquiera de ustedes. Tengo ochenta años

cumplidos. Nací en mil novecientos veinte, en Illinois, y con la ayuda de Dios y de la ciencia, que en los

últimos cincuenta años ha logrado rejuvenecer a los viejos, aquí estoy, en Marte, no más cansado que los

demás, pero infinitamente más receloso. Este pueblo, quizá pacífico y acogedor, se parece tanto a Green

Bluff, Illinois, que me espanta. Se parece demasiado a Green Bluff. —Y volviéndose hacia el

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Gentileza de El Trauko http://go.to/trauko

radiotelegrafista, añadió—: Comuníquese con la Tierra. Dígales que hemos llegado. Nada más. Dígales

que mañana enviaremos un informe completo.

—Bien, capitán.

El capitán acercó al ojo de buey una cara que tenía que haber sido la de un octogenario, pero

que parecía la de un hombre de unos cuarenta años.

—Le diré lo que vamos a hacer, Lustig. Usted, Hinkston y yo daremos una vuelta por el pueblo.

Los demás se quedan a bordo. Si ocurre algo, se irán en seguida. Es mejor perder tres hombres que toda

una nave. Si ocurre algo malo, nuestra tripulación puede avisar al próximo cohete. Creo que será el del

capitán Wilder, que saldrá en la próxima Navidad. Si en Marte hay algo hostil queremos que el próximo

cohete venga bien armado.

—También lo estamos nosotros. Disponemos de un verdadero arsenal.

—Entonces, dígale

...

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