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Todo El Mundo Quiere Ser Alguien

renataarcanjo17 de Febrero de 2014

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Todo el mundo quiere ser alguien

Un hombre es literalmente lo que piensa

JAMES ALLEN

Todo el mundo quiere ser alguien. Es un hecho de la vida. Creo que el deseo de ser alguien es inherente a toda alma viviente de este planeta. No importa ni quienes somos ni de donde procedemos, el caso es que en lo más profundo de nosotros mismos todos creemos ser especiales, ser diferentes.

Todo el mundo crece con esta clase de sentimientos. Cuando somos jóvenes y jugamos a indios y vaqueros, todos quieren ser el sheriff. Los chicos que ven la televisión quieren ser astronautas, o delanteros del equipo o bailarina de ballet, o médico. Ven los juegos olímpicos en la televisión y quieren ser esquiadores o figuras destacadas y ganar una medalla de oro. Todos los chicos son soñadores. Para ellos es algo tan natural como el respirar.

Recientemente, la maestra de una clase de quinto grado de Atlanta pidió a sus alumnos que escribieran cuáles eran sus aspiraciones para seguir una carrera en el futuro. Sus respuestas demostrarán a qué me estoy refiriendo:

El niño más pequeño de la clase tenía intención de ganar una medalla olímpica en natación.

Dos niñas querían ser presidentas de los Estados Unidos. (Una de ellas también consideraba la idea ser abogada o juez)

Un chico, que resultó ser el cuarto de la clase, no pudo decidirse entre estrella de cine rock (Supongo que será ambas cosas).

Un chico llamado Jasón mostró la case de ambición que a mi me encanta. Además de querer ser piloto de un F-4 o explorador del espacio, dijo que quería convertirse en “delantero de los Dallas Cowboys y ser cada temporada el mejor jugador del año, y llegar cada año a la Supercopa, y ganarla...”

No hay nada insólito en las aspiraciones de éstos jóvenes. Todos ellos juegan a “cuando yo sea mayor”. Mientras son jóvenes, nunca se les ocurre pensar que existen obstáculos o barreras que se opongan a sus sueños. Sus mentes están llenas de posibilidades. Aún no han descubierto que la sociedad es amable con las personas que no rompen la armonía existente. No han aprendido todas las cosas que se supone uno debe decir o pensar.

Sus mentes son libres para fraguar los sueños más grandes que puedan abrigar sus corazones. No saben nada de obstáculos; simplemente, conocen cuál es su deseo. Contemplan su futuro y ven una enorme puerta abierta que conduce hacia él. ¿Y por qué no? Todo lo que les rodea son

fuentes positivas de estímulo. Se encuentran protegidos en una especie de capullo, rodeada de padres, tíos, tías y maestros que no hacen otra cosa que decirles lo especiales, lo inteligentes, lo guapos y maravillosa que son. Se sienten como si fueran el centro del universo.

La sensación de la noche del viernes

Enseñé en la escuela secundaria durante siete años, y fue una época maravillosa. Como entrenador, me encantaban las noches de los viernes. Los muchachos del equipo de rugby se preparaban y estaban absorbidos por la excitación del juego. Las chicas que vitoreaban al equipo saltaban continuamente; la banda tocaba el himno de lucha, los aficionados gritaban. Todo el mundo estaba pendiente de nosotros y nos alentaba nuestro éxito. Creo que eso era lo que más me agradaba de entrenar muchachos de aquella edad. Me gustaba ver aquellos chicos rebosantes de grandes planes y sueños, justo en los años anteriores en que se aprende lo dura que puede ser la vida.

En esa época, las vidas de aquellos chicos estaban llenas de excitación y nuevas experiencias. Empezaban entonces a tener sus primeras citas con chicas, y sus ojos eran grandes como platos. Estaban aprendiendo a conducir y estudiaban para conseguir los permisos correspondientes. Se apuntaban a los equipos de atletismo o a los clubes o grupos sociales. En conjunto, se sentían contentos consigo mismos y con sus vidas. La vida era como un cuenco lleno de posibilidades.

La muerte del sueño

De jóvenes, todos hemos tenido esa misma sensación de los viernes por la noche. ¿Qué sucedió? ¿Qué funciona mal cuando esos mismos chicos se convierten en adultos? ¿Por qué se desilusiona tanta gente?

En realidad es algo bastante simple. Estudian en la escuela secundaria o en la universidad, y luego el grande y perverso mundo se encarga de propinarles una buena bofetada en la cara. Cambian de trabajo tres o cuatro veces. Las empresas le prometen de todo y no les ofrecen nada. Y después se sienten más y más frustrados. Se casan y tienen un par de hijos. Asumen más responsabilidades.

Entonces, un buen día, se despiertan, se levantan de la cama y piensan: “La vida ha pasado junto a mi y me ha tratado mal”. Ya no son seres humanos vibrantes, excitados, llenos de entusiasmo. Las personas que antes quisieron salir a conquistar el mundo han abandonado sus sueños. En lugar de tener la sensación de que en sus vidas hay oportunidades y opciones, desarrollan la actitud propia

de quienes se limitan a aceptar lo que la vida les presenta. Empiezan a admitir que son personas ordinarias y comunes. Y con ello permiten que la vida pase a su lado.

Sé exactamente cómo funciona ese proceso porque así ocurrió en mi propia vida. Fui el chico más afortunado del mundo porque tuve unos padres maravillosos. Siempre tenían una actitud positiva. Mi padre era entrenador de rugby, y me ayudó y estimuló a lo largo de todos mis años de crecimiento.

Cuando llegué al instituto, tuve a los dos mejores entrenadores del mundo. Esos dos hombres, Tommy Taylor y West Thomas, me ayudaron y me estimularon y me hicieron sentir como si yo fuera la persona más especial del mundo. Mi pequeña ciudad de Cairo, en Georgia, era algo insólito, pues aunque sólo contaba con unos diez mil habitantes, todo el mundo estaba comprometido con la gente joven de un modo difícil de creer. Toda la ciudad apoyaba programas para la juventud, proporcionando a los jóvenes de Cairo las mejores experiencias que puedan imaginar.

Yo fui uno de aquellos jóvenes que creció con la sensación de que la vida era una experiencia maravillosa. Fui al instituto y me casé con la novia de mi infancia, Ángela. Y me sentí bendecido por ello. Entonces empecé a experimentar un poco de lo que tenía que ofrecerme el mundo real. Mi padre murió inesperadamente de un ataque al corazón, a la edad de cuarenta y ocho años. Mi madre tuvo que esforzarse mucho para que las cosas continuaran como estaban. A mí me resultó difícil ganarme la vida. Logré alcanzar mi sueño de convertirme en entrenador, pero, desgraciadamente, los entrenadores de un instituto no ganan mucho dinero, y yo tenía una familia, una esposa y dos hijos a los que mantener.

Soñaba con alcanzar la seguridad financiera para mi familia, e intenté toda clase de cosas para ganar algún dinero extra. Pero las grandes oportunidades que yo me imaginaba estarían esperándome allí no llegaron a materializarse. Intenté convertirme en árbitro de baloncesto. Acudía al estadio el viernes por la noche y corría de un lado a otro de la cancha, durante tres horas, mientras los padres y los entrenadores de los equipos me gritaban desaforadamente... por doce dólares la noche.

Un año, los entrenadores decidieron vender árboles de Navidad. Imagínese pasarse las noches de dos semanas expuesto a la fría intemperie, manejando aquellos ásperos árboles. Cuando repartimos el dinero que habíamos ganado entre todos, cada uno de nosotros sólo obtuvo 75 dólares por todo su esfuerzo.

Después vi en el periódico un anuncio que decía: “Maestros y entrenadores, grandes ingresos por trabajo a tiempo parcial”. Se trataba de vender enciclopedias. Me dieron un ligero cursillo de entrenamiento y empecé a llamar a las puertas de las casas. Me cerraron en las narices más puertas que las que habría creído posible. Yo era un desastre haciendo aquel trabajo. Cada vez que me dirigía hacia una de aquellas puertas sentía verdaderas náuseas. El estómago se me convertía en un manojo de nudos. Finalmente, logré vender dos colecciones, una a mi esposa y la otra a un amigo. Bueno, la experiencia me demostró que podía ser capaz de vender cualquier cosa.

Sin embargo, me sentí realmente excitado un buen día que acudí a un gimnasio y me encontré con un compañero que empezaba a propagar un nuevo instrumento. Se suponía que era el último grito en cuanto a máquina de ejercicios para atletas. Me prometió un acuerdo en exclusiva, a base de franquicia. Me sentí enormemente estimulado. Pensé que había encontrado algo realmente grande. Compré cientos de aquellos instrumentos, sólo para descubrir que todo el mundo en el sur parecía haber obtenido el mismo tipo de “franquicia” que yo. Una vez más, intenté superar el rechazo y esa sensación de náusea que me abordaba cada día. La línea de partida seguía siendo la misma. El “instrumento” no tuvo el menor éxito, y terminé por ganar entre 200 y 300 dólares a cambio de todos los rechazos que tuve que soportar.

¿Le suena familiar? ¿Recuerda usted mismo alguna de esas experiencias? Apuesto que sí. Todos nosotros pasamos por ellas. Se trata de la clase de experiencias que hace añicos las esperanzas y los sueños. Uno trata de hacer lo mejor que puede, y le pegan cada palo que no le quedan ganas de intentar nada más. Aún cuando ya había experimentado éxito en la venta de seguros a tiempo parcial cuando decidí fundar A.L.Williams, apenas si podía creer en los sacrificios que tuve que hacer. Me daban un palo tras otro.

Recuerdo una ocasión en que estábamos buscando una compañía capaz de

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