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Viaje Al Centro De La Tierra


Enviado por   •  22 de Septiembre de 2014  •  14.140 Palabras (57 Páginas)  •  254 Visitas

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Domingo 24 de 1863, mi tío, el profesor Lidenbrock, regresó precipitadamente a su casa. Marta, su excelente criada, azaróse de un modo extraordinario, creyendo que se había retrasado, pues apenas si empezaba a cocer la comida en el hornillo.

-¡Ahí viene! Señor Axel, cálmelo usted, por favor.

No había tenido aún tiempo para moverme, cuando me grito el profesor con acento descompuesto. Y me precipite en el despacho de tan irascible maestro. Otto Lidenbrock era profesor del Johannaeum, donde dictaba la cátedra de mineralogía, enseñaba subjuntivamente, era un sabio egoísta; un pozo de ciencia cuya polea rechinaba cuando de él se quería sacar algo. Era, en una palabra, un avaro del conocimiento. Imaginaos un hombre alto, delgado, con una salud de hierro y un aspecto juvenil que le hacía aparentar diez años menos de los cincuenta que contaba. Sus grandes ojos observaban a todas partes detrás de sus amplias gafas; su larga y afilada nariz parecía una lámina de acero, cuando haya dicho que mi tío caminaba a pasos matemáticamente iguales, que medía cada uno media toesa de longitud, y añadido que siempre lo hacía con los puños sólidamente apretados, señal de su carácter irascible. Mi tío, para profesor alemán, no dejaba de ser rico. La casa y cuanto encerraba, eran de su propiedad. En ella compartíamos con él la vida su ahijada Graüben, una joven curlandesa de diez y siete años de edad, la criada Marta y yo, que, en mi doble calidad de huérfano y sobrino, le ayudaba a preparar sus experimentos.

Cuando entré en el despacho mi tío solo absorbía mi mente por completo, hallábase arrellanado en su gran butacón y tenía entre sus manos un libro que contemplaba con profunda admiración.

-¡Qué libro! ¡Qué libro! -repetía sin cesar. ¿No ves? -me dijo-, ¿no ves? Es un inestimable tesoro que he hallado esta mañana registrando la tienda del judío Hevelius.

-¡Magnífico! -exclamé yo, con simulado entusiasmo.

-Vamos a ver -decía, preguntándose y respondiéndose a sí mismo-, ¿es un buen ejemplar? ¡Sí, magnífico! ¡Y qué encuadernación! ¿Se abre con facilidad? ¡Sí; permanece abierto por cualquier página que se le deje! Pero, ¿se cierra bien? ¡Sí, porque las cubiertas y las hojas forman un todo bien unido, sin separarse ni abrirse por ninguna parte! ¡Y este lomo que se mantiene ileso después de setecientos años de existencia!

Al expresarse de esta suerte, abría y cerraba mi tío el feo y repugnante libraco; y yo, por pura fórmula, pues no me interesaba lo más mínimo, pregunté:

-¿Cuál es el título de ese maravilloso volumen? -interrogué con un entusiasmo demasiado exagerado para que no fuese fingido.

-¡Esta obra -respondió mi tío animándose- es el Heimskringla, de Snorri Sturluson, el famoso autor islandés del siglo XII! ¡Es la crónica de los príncipes noruegos que reinaron en Islandia!

-¡De veras! -exclamé yo, afectando un gran asombro-; ¿será, sin duda, alguna traducción alemana?

-¡Una traducción! -respondió el profesor indignado-. ¿Y qué habría de hacer yo con una traducción? ¡Para traducciones estamos! Es la obra original, en islandés, ese magnífico idioma, sencillo y rico a la vez, que autoriza las más variadas combinaciones gramaticales y numerosas modificaciones de palabras.

-Como el alemán -insinué yo con acierto.

-Sí -respondió mi tío, encogiéndose de hombros.

-¡Ah! -exclamé yo con la curiosidad un tanto estimulada-, ¿y es bella la impresión?

-¡Impresión! ¿Pero cómo se te ocurre hablar de impresión, desdichado Axel? ¡Bueno fuera! ¿Pero es que crees por ventura que se trata de un libro impreso? Se trata de un manuscrito, ignorante, ¡y de un manuscrito rúnico nada menos! Las runas -prosiguió- eran unos caracteres de escritura usada en otro tiempo en Islandia, y, según la tradición, fueron inventados por el mismo Odín. Pero, ¿qué haces, impío, que no admiras estos caracteres salidos de la mente excelsa de un dios?

Sin saber qué responder, iba ya a prosternarme, cuando un incidente imprevisto vino a dar a la conversación otro giro.

Fue éste la aparición de un pergamino grasiento que, deslizándose de entre las hojas del libro, cayó al suelo.

Mi tío se apresuró a recogerlo con indecible avidez. Un antiguo documento, encerrado tal vez desde tiempo inmemorial dentro de un libro viejo.

-¿Qué es esto? -exclamó emocionado.

Y al mismo tiempo desplegaba cuidadosamente sobre la mesa un trozo de pergamino de unas cinco pulgadas de largo por tres de ancho, en el que había trazados, en líneas transversales, unos caracteres mágicos.

El profesor examinó atentamente, durante algunos instantes y al fin dijo quitándose las gafas:

-Estos caracteres son rúnicos, no me cabe duda alguna. Pero... ¿qué significan?

-Se trata sin duda alguna de un escrito numérico- decía el profesor, frunciendo el entrecejo. Pero existe algo oculto, un secreto que tengo que descubrir, porque de lo contrario...

-Siéntate ahí, y escribe- añadió indicándome la mesa con el puño.

-Ahora voy a dictarte las letras de nuestro alfabeto que corresponden a cada uno de estos caracteres islandeses. ¡Pero, por los clavos de Cristo, cuida de no equivocarte!

Él empezó a dictarme y yo a escribir las letras, unas a continuación de las otras.

Una vez terminado este trabajo arrebatóme vivamente mi tío el papel y lo examinó atentamente durante bastante tiempo.

-Esto es lo que se llama un criptograma, en el cual el sentido se halla oculto bajo letras alteradas a propósito, y que, combinadas de un modo conveniente, formarían una frase inteligible.

El profesor tomó entonces el libro y el pergamino, y lo comparó uno con otro. -Estos dos manuscritos no están hechos por la misma mano -dijo- Mi tío se levantó las gafas, tomó una poderosa lente y pasó minuciosa revista a las primeras páginas del libro. Al dorso de la segunda, que hacía de anteportada, descubrió una especie de mancha, que parecía un borrón de tinta; pero, examinada de cerca, veíanse en ella algunos signos borrosos, ayudado de su lente logró distinguir los caracteres únicos, los cuales leyó de corrido:

-¡Ame Saknussemm! -gritó en son de triunfo- ¡es un nombre! ¡El de un alquimista célebre! ¿Quién nos dice que

...

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