Analisi Neuromarket
daygt1230 de Septiembre de 2014
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Dos cosas podemos inferir de aquí; una, que
el lenguaje no es la lengua; y dos, que éste está
dotado de toda una serie de signos transmitibles
nocio-emocionalmente y comprensibles
espacialmente gracias a la gramática y la sintaxis
de la cual está dotado el espacio público
de la calle: tome la línea tres del Metro en
dirección North West, bájese en la estación
de Jackson Hyghes, tome allí el autobús 17
en dirección a las torres gemelas (no hay
pierde porque estamos ubicados antes del
11 de septiembre), descienda en Soho frente
a Pizza Hut, camine hacia Seaport cruzando
Wall Street y dos cuadras antes de llegar al
puerto pregunte por la oficina de Pu Yi en
Global Trotters Agencies Building1.
Si nuestra indígena guatemalteca logra llegar
se debe, sin lugar a dudas, a la claridad con
la que su interlocutor logre transmitirle (en
este caso, más allá de la complejidad de las
instrucciones y de las limitaciones linguísticas)
los “signos ciertos” que pueblan el espacio
público de la calle en el marco de esos otros
signos, aún más ciertos, que corresponden
con la manera “nocional” neoyorquina de
organizar su espacio a la luz de su específica
racionalidad; la cual es, en definitiva, la que
la indígena guatemalteca debe reconocer y
descifrar a través de la arquitectura en que
dicha racionalidad aparece de-escrita.
En este punto es necesario aclarar que la comprensión
de tal arquitectura no sólo pasa por
la identificación de los edificios y los demás
signos que pueblan el paisaje sino, y sobre
todo, por la propia comprensión de la “arquitectura
de pensamiento” (la aludida racionalidad)
que, de tal o cual manera, distribuye
tales signos para hacerlos corresponder con
su determinado valor nocional; un valor que
de tal suerte entra a constituir una particular
idea de orden y, desde aquí, de espacialidad. A
fin de cuentas, es la comprensión de tal idea
de orden la que nos permite orientarnos y, en
consecuencia, comportarnos,
de acuerdo con esa racionalidad.
De esta forma, la racionalidad
subyacente en la
disposición de los signos
que pueblan y estructuran el
paisaje de la calle, da cuenta de
una específica manera de habitar
de acuerdo con unos determinados
valores socio-históricos impuestos y/o administrados
por la tecnología política de turno;
una tecnología respecto de la cual da cuenta
una u otra manera de espacializar; valga decir,
no sólo de “ordenar” el espacio, sino de
regular y administrar su uso en atención a
las demandas políticas imperantes.
Sobre esta base, es claro que el comportamiento
de los individuos (ethos) con su ciudad,
a través del uso de su espacio público,
queda regulado por la idea de orden que el
principio de razón dominante impone sobre
ésta; de ahí el carácter nocional y, por lo mismo,
histórico y social del habitar humano (con
toda la carga tautológica de este concepto).
En este contexto, la mundanidad del habitar
resulta mediada por un proyecto político que,
imponiendo un determinado ethos, da forma
a una específica manera, en consecuencia,
“ética”, de comportarse con (en) la ciudad; a
fin de cuentas, la raíz griega de este concepto
alude tanto a una forma de comportamiento
como a una manera de denominar la casa,
entendida como guarida, cueva o morada,
aludiendo, en cualquier
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