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De David Сopperfield


Enviado por   •  27 de Agosto de 2014  •  Biografías  •  4.483 Palabras (18 Páginas)  •  221 Visitas

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DE DAVID COPPERFIELD

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO PRIMERO

NAZCO

Si soy yo el héroe de mi propia vida o si otro cualquiera me reemplazará, lo dirán estas páginas. Para empezar mi his¬toria desde el principio, diré que nací (según me han dicho y yo lo creo) un viernes a las doce en punto de la noche. Y, cosa curiosa, el reloj empezó a sonar y yo a gritar simultá¬neamente.

Teniendo en cuenta el día y la hora de nacimiento, la en¬fermera y algunas comadronas del barrio (que tenían puesto un interés vital en mí bastantes meses antes de que pudiéra-mos conocernos personalmente) declararon: primero, que estaba predestinado a ser desgraciado en esta vida, y se¬gundo, que gozaría del privilegio de ver fantasmas y espíri-tus. Según ellas, estos dones eran inevitablemente otorgados a todo niño (de un sexo o de otro) que tuviera la desgracia de nacer en viernes y a medianoche.

No hablaré ahora de la primera de las predicciones, pues esta historia demostrará si es cierta o falsa. Respecto a la se¬gunda, sólo haré constar que, a no ser que tuviera este don en mi primera infancia, todavía lo estoy esperando. Y no es que me queje por haber sido defraudado, pues si alguien está disfrutando de él por equivocación, le agradeceré que lo con¬serve a su lado.

Nací envuelto en una membrana que se trató de vender, anunciándola en los periódicos, al módico precio de quince guineas. No sé si los marineros en aquella época tendrían poco dinero o si lo que tenían era poca fe y preferían cintu¬rones de corcho; lo que sí sé es que sólo se presentó un comprador, comerciante, que ofrecía por ella dos libras en plata y el resto en jerez, negándose a pagar ni un céntimo más por la seguridad de no morir ahogado. Como la adquisi¬ción de los vinos no interesaba a mi pobre madre, pues aca¬baba de vender los suyos, desistió de la venta, después de re¬tirar los anuncios, que tuvo que pagar. Diez años más tarde mi membrana fue sacada a sorteo en nuestra aldea, al precio de media corona la papeleta y con la condición de que el agraciado con ella pagaría además cinco chelines. Yo estuve presente en el sorteo, y recuerdo que me sentía humillado y confuso de que dispusieran así de una parte de mi persona. Le tocó a una señora que llevaba un gran bolso de mano, del que sacó de muy mala gana los estipulados cinco chelines, todos en medios peniques, y además dio un penique de me¬nos, no sirviendo de nada el tiempo que se perdió en expli¬caciones y demostraciones aritméticas, pues no lograron convencerla de ello. Y es un hecho, que todos recuerdan como sorprendente, que la señora no murió ahogada, sino triunfalmente en su lecho a los noventa y dos años de edad.

Tengo entendido que dicha señora, mientras tomaba el té, que era su ocupación favorita, solía vanagloriarse de no ha¬ber estado encima del agua mas que una vez en su vida, y eso pasando un puente, y que se indignaba mucho contra los marinos y demás personas que tienen el atrevimiento de va¬gabundear por esos mundos. En vano se le demostraba que muchas cosas buenas (el té entre ellas) se disfrutaban gra¬cias a aquellas aficiones refutables. Ella replicaba cada vez con mayor energía y confianza en la fuerza de su razona¬miento:

No, no; nada de vagabundear.

Para no «vagabundear» yo tampoco, volveré al punto de mi nacimiento.

Nací en Bloonderstone, en Sooffolk, o « por ahí», como dicen en Escocia, y fui un niño póstumo. Los ojos de mi pa¬dre se cerraron a la luz de este mundo seis meses antes de que se abrieran los míos. Aún ahora supone algo extraño para mí el hecho de que nunca me llegara a ver; y todavía más extraño es el oscuro recuerdo que conservo de mi pri¬mer encuentro, siendo un niño, con la piedra blanca de su tumba en el cementerio; la indefinible compasión que sentía al recordarle allí tendido y solo en la noche oscura, mientras nuestra salita estaba caliente a iluminada por el fuego y las velas, y las puertas de la casa estaban cuidadosa y cruel¬mente (me parecía entonces) cerradas.

Una tía de mi padre y, por consiguiente, tía abuela mía, de quien hablaré más adelante, era el magnate de nuestra fami¬lia: miss Trotwood, o miss Betsey, como mi pobre madre la llamaba siempre cuando se atrevía a nombrar a aquel formi¬dable personaje (lo que ocurría muy rara vez). Mi tía se ha¬bía casado con un hombre más joven que ella y muy ele¬gante, aunque no en el sentido del dicho «es elegante lo que el elegante hace», pues se sospechaba que pegaba a su mu¬jer, y hasta llegó a contarse que una vez, discutiendo a pro¬pósito de cuestiones económicas, estuvo a punto de tirarla por la ventana de un segundo piso. Estas pruebas evidentes de incompatibilidad de caracteres indujeron a miss Betsey a darle dinero para que se marchara y consintiera en una sepa¬ración amistosa. Él se marchó a la India con su capital, y allí, según una leyenda de familia, se le vio montado en un elefante y acompañado de un Baboon, aunque yo creo que más bien sería de un Baboo o de un Begum. Sea como fuere, diez años después, desde la India llegó a su casa la noticia de su muerte. El efecto que esta noticia causó en mi tía nadie lo supo. A raíz de la separación había vuelto a usar su nom¬bre de soltera y, comprando una casita muy alejada en la costa, se había establecido allí con su criada, como una sol¬terona, viviendo siempre recluida en un aislamiento in¬flexible.

Según creo, mi padre había sido el sobrino favorito de miss Betsey; pero mi tía se ofendió mortalmente con su boda, bajo el pretexto de que mi madre era «una muñeca», pues, aunque no la había visto nunca, sabía que no tenía to¬davía veinte años. Miss Betsey no quiso volver a ver a su so¬brino. Mi padre tenía el doble de edad que mi madre cuando se casaron, y era de constitución delicada. Un año después de su boda, y, como ya he dicho, seis meses antes de mi na¬cimiento, murió.

Tal era el estado de las cosas en la tarde de aquel memo¬rable (puede excusárseme el llamarlo así) a importante vier¬nes. No puedo vanagloriarme de haber sabido en aquella época lo que estoy contando, ni de conservar ningún re¬cuerdo (fundado en la evidencia de mis propios sentidos) de lo que sigue.

Mi madre estaba sentada junto a la chimenea, mal de salud y muy abatida, y miraba el fuego a través de sus lá¬grimas, pensando con tristeza en su propia vida y en el huerfanito a quien sólo esperaba un mundo no muy con¬tento de su llegada y algunos proféticos paquetes de alfile¬res preparados de antemano en el cajón de una cómoda del primer piso. Mi madre, repito, estaba sentada

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