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Dos revolucionarios

6420Examen26 de Noviembre de 2013

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Dos revolucionarios 1

El revolucionario viejo y el revolucionario moderno se encontraron una tarde marchando en diferentes direcciones. El sol mostraba la mitad de su ascua por encima de la lejana sierra; se hundía el rey del día, se hundía irremisiblemente, y como si tuviera conciencia de su derrota por la noche, se enrojecía de cólera y escupía sobre la tierra y sobre el cielo sus más hermosas luces.

Los dos revolucionarios se miraron frente a frente: el viejo, pálido, desmelenado, el rostro sin tersura como un papel de estraza arrojado al cesto, cruzado aquí y allá por feas cicatrices, los huesos denunciando sus filos bajo el raído traje. El moderno, erguido, lleno de vida, luminoso el rostro por el presentimiento de la gloria, raído el traje también, pero llevando con orgullo, como si fuera la bandera de los desheredados, el símbolo de un pensamiento común, la contraseña de los humildes hechos soberbios al calor de una grande idea.

—¿Adónde vas?, preguntó el viejo.

—Voy a luchar por mis ideales, dijo el moderno; y tú, ¿a dónde vas?, preguntó a su vez.

El viejo tosió, escupió colérico el suelo, echó una mirada al sol, cuya cólera del momento sentía él mismo, y dijo:

—Yo no voy; yo ya vengo de regreso.

—¿Qué traes?

—Desengaños, dijo el viejo. No vayas a la revolución: yo también fui a la guerra y ya ves cómo regreso: triste, viejo, mal trecho de cuerpo y espíritu.

El revolucionario moderno lanzó una mirada que abarcó el espacio, su frente resplandecía; una gran esperanza arrancaba del fondo de su ser y se asomaba a su rostro. Dijo al viejo:

—¿Supiste por qué luchaste?

Sí: un malvado tenía dominado el país; los pobres sufríamos la tiranía del Gobierno y la tiranía de los hombres de dinero. Nuestros mejores hijos eran encerrados en el cuartel; las familias, desamparadas, se prostituían o pedían limosna para poder vivir. Nadie podía ver de frente al más bajo polizonte; la menor queja era considerada como acto de rebeldía. Un día un buen señor nos dijo a los pobres: “Conciudadanos, para acabar con el presente estado de cosas, es necesario que haya un cambio de gobierno; los hombres que están en el Poder son ladrones, asesinos y opresores. Quitémoslos del Poder, elíjanme Presidente y todo cambiará”. Así habló el buen señor; en seguida nos dio armas y nos lanzamos a la lucha. Triunfamos. Los malvados opresores fueron muertos, y elegimos al hombre que nos dio las armas para que fuera Presidente, y nos fuimos a trabajar. Después de nuestro triunfo seguimos trabajando exactamente como antes, como mulos y no como hombres; nuestras familias siguieron sufriendo escasez; nuestros mejores hijos continuaron siendo llevados al cuartel; las contribuciones continuaron siendo cobradas con exactitud por el nuevo Gobierno y, en vez de disminuir, aumentaban; teníamos que dejar en las manos de nuestros amos el producto de nuestro trabajo. Alguna vez que quisimos declararnos en huelga, nos mataron cobardemente. Ya ves cómo supe por qué luchaba: los gobernantes eran malos y era preciso cambiarlos por buenos. Y ya ves cómo los que dijeron que iban a ser buenos, se volvieron tan malos como los que destronamos. No vayas a la guerra, no vayas. Vas a arriesgar tu vida por encumbrar a un nuevo amo.

Así habló el revolucionario viejo; el sol se hundía sin remedio, como si una mano gigantesca le hubiera echado garra detrás de la montaña. El revolucionario moderno se sonrió, y repuso:

—¿Compañero: voy a la guerra, pero no como tú fuiste y fueron los de tu época. Voy a la guerra, no para elevar a ningún hombre al Poder, sino a emancipar mi clase. Con el auxilio de este fusil obligaré a nuestros amos a que aflojen la garra y suelten lo que por miles de años nos han quitado a los pobres. Tú encomendaste a un hombre que hiciera tu felicidad; yo y mis compañeros vamos a hacer la felicidad de todos por nuestra propia cuenta. Tú encomendaste a notables abogados y hombres de ciencia el trabajo de hacer leyes, y era natural que las hicieran de tal modo que quedaras cogido por ellas, y, en lugar de ser instrumento de libertad, fueron instrumento de tiranía y de infamia. Todo tu error y el de los que, como tú, han luchado, ha sido ése: dar poderes a un individuo o a un grupo de individuos para que se entreguen a la tarea de hacer la felicidad de los demás. No, amigo mío; nosotros, los revolucionarios modernos, no buscamos amparos, ni tutores, ni fabricantes de ventura. Nosotros vamos a conquistar la libertad y el bienestar por nosotros mismos, y comenzamos por atacar la raíz de la tiranía política, y esa raíz es el llamado “derecho de propiedad”. Vamos a arrebatar de las manos de nuestros amos la tierra, para entregársela al pueblo. La opresión es un árbol; la raíz de este árbol es el llamado “derecho de propiedad”; el tronco, las ramas y las hojas son los polizontes, los soldados, los funcionarios de todas clases, grandes y pequeños. Pues bien: los revolucionarios viejos se han entregado a la tarea de derribar ese árbol en todos los tiempos; lo derriban, y retoña, y crece y se robustece; se le vuelve a derribar, y vuelve a retoñar, a crecer y a robustecer. Eso ha sido así porque no han atacado la raíz del árbol maldito; a todos les ha dado miedo sacarlo de cuajo y echarlo a la lumbre. Ves pues, viejo amigo mío, que has dado tu sangre sin provecho. Yo estoy dispuesto a dar la mía porque será en beneficio de todos mis hermanos de cadena. Yo quemaré el árbol en su raíz.

Detrás de la montaña azul ardía algo: era el sol, que ya se había hundido, herido tal vez por la mano gigantesca que lo atraía al abismo, pues el cielo estaba rojo como si hubiera sido teñido por la sangre del astro.

El revolucionario viejo suspiró y dijo:

—Como el sol, yo también voy a mi ocaso. Y desapareció en las sombras.

El revolucionario moderno continuó su marcha hacia donde luchaban sus hermanos por los ideales nuevos.

1 Regeneración, 4ta. época, núm. 18; 31 de diciembre de 1910; p. 3

¡Adelante! 1

“¡Adelante!”, dice una voz misteriosa que parece arrancar de lo más íntimo de nuestro ser y que es a modo de espuela para todos aquellos que cansados, abrumado el espíritu, hinchados y desangrados los pies por lo largo y duro del camino, intentamos detenernos un rato...“¡Adelante, adelante!”, nos ordena la voz.

Y así vamos, sin tomar respiro, la vista fija hacia adelante, donde nuestros ojos parecen descubrir las primeras claridades de un alba desconocida para el rebaño. ¡Adelante!

Pero ¿por qué solamente nosotros vamos adelante? Y, volviendo el rostro, sentimos que se nos oprime el corazón al ver que el rebaño apenas se adivina a nuestra espalda, lejos, muy lejos, por la nubecilla de polvo que levantan sus pezuñas. Es que los rebaños necesitan de pastores, de jefes, y los jefes no sienten prisa por llegar a la Tierra Prometida. ¡Tienen la panza llena; ya forman parte de la clase de los parásitos!

¡Adelante! Estamos condenados a seguir adelante porque así lo exige nuestro temperamento. ¿Canta un ave? No importa, ¡adelante!, que no tenemos tiempo que perder. ¿Nos tienta el terciopelo de una flor a la orilla del camino? ¡Adelante! No podemos ni admirar la belleza... por falta de tiempo.

A veces, en nuestra marcha, que ya no es marcha sino vertiginosa carrera hacia el Ideal, no tenemos tiempo ni para refrescar nuestros labios en las aguas puras de la ciencia, ni para desalojar la amargura de nuestras almas con la sabrosa miel del arte.

¡Adelante! ¡Adelante!

Nuestra Autoridad es nuestra propia conciencia. Ella es la que nos empuja, ella es nuestro acicate. Somos esclavos, pero de nuestro deber.

¡Adelante!

1 Regeneración, 4ta. época, núm. 65, 25 de noviembre de 1911; p. 1.

El fusil 1

Sirvo a los dos bandos: al bando que oprime y al bando que liberta. No tengo preferencias; con la misma rabia, con el mismo estrépito lanzo la bala que ha de arrebatar la vida al soldado de la libertad o al esbirro de la tiranía.

Obreros me hicieron, para matar obreros. Soy el fusil, el arma liberticida cuando sirvo a los de arriba; el arma emancipadora cuando sirvo a los de abajo.

Sin mí no habría hombres que dijeran: “yo soy más que tú”, y, sin mí, no habría esclavos que gritasen: “¡abajo la tiranía!”

El tirano me llama: “apoyo de las instituciones”. El hombre libre me acaricia con ternura y me dice: “instrumento de redención”. Soy la misma cosa y, sin embargo, sirvo tanto para oprimir como para libertar. Soy, al mismo tiempo, asesino y justiciero, según las manos que me manejan.

Yo mismo me doy cuenta de las manos en que estoy. ¿Tiemblan esas manos? No hay que dudarlo: son manos de esbirros. ¿Es un pulso firme? Digo sin vacilar: “son las manos de un libertario”.

No necesito oír los gritos para saber a qué bando pertenezco. Me basta con oír el castañear de los dientes para saber que estoy en manos de opresores. El Mal es cobarde; el Bien es valeroso. Cuando el esbirro apoya mi caja en su pecho para hacerme vomitar la muerte acurrucada en el cartucho, siento que su corazón salta con violencia. Es que tiene la conciencia de su crimen. No sabe a quién va a matar. Se le ha ordenado: “¡fuego!” y allá va el tiro que

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