Era Del Pri
Samo251031 de Mayo de 2015
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Realmente no es necesario ningún bagaje teórico o conocimiento especializado, cualquier observador equipado con experiencia y sentido común puede identificar al cacique de una comunidad rural, de una zona de asentamientos urbanos irregulares, de un gremio de profesionistas o de una comunidad académica.
México ha sido tierra de caciques desde antes de que el término mismo fuera introducido por los conquistadores españoles en el siglo XVI. En realidad los primeros caciques aceptados como tales fueron los nobles que encabezaban los señoríos indígenas que los españoles encontraron en América —los jefes hereditarios de las estructuras sociales locales ya existentes— y cuya autoridad les fue reconocida por los conquistadores una vez que se sometieron a los representantes del monarca español. La autoridad colonial asignó a esos caciques un lugar en la estructura formal de poder a cambio de desempeñar el papel de intermediarios entre la masa indígena sojuzgada y el gobierno virreinal.
Las definiciones disponibles del término no faltan, pero en cualquier caso lo central de la institución es lo que se acaba de señalar: su función como intermediario entre la sociedad local o el grupo y las autoridades formales y superiores del sistema de poder. El origen mismo del término y su difusión no carecen de interés. La palabra cacique es una corrupción de kassequa, vocablo arahuaco con que se denominaba a los jefes indígenas que encontró Colón en La Española en 1492. El término se llevó del Caribe al resto de las tierras conquistadas a nombre de la Corona española, pero también cruzó el Atlántico en el sentido inverso y se introdujo en el lenguaje político de la península ibérica. En realidad, una buena parte del proceso político de la España de la segunda mitad del ochocientos e inicios del novecientos giró alrededor de los caciques, es decir, de los personajes influyentes a nivel local que controlaron los votos que los partidos políticos nacionales necesitaban para sostener su juego liberal a nivel nacional. 1
Los caciques han existido desde hace mucho y en contextos muy diferentes, pero ¿cómo definirlos? José Varela, desde la perspectiva de un historiador político de la España del siglo XIX, propone una definición breve pero sustantiva: "tiranos chicos".2Volviendo la mirada hacia la América Latina, específicamen-te hacia México, otro historiador, un norteamericano, Paul Friedrich, propuso una definición más puntual: "[...] un líder fuerte y autocrático en relación a los procesos políticos locales y regionales, cuya dominación es personal, informal y generalmente arbitraria, y que es ejercida mediante un núcleo central de familiares, pistoleros y dependientes y que se caracteriza por la amenaza y el ejercicio efectivo de la violencia". 3 Fernando Salmerón agrega a la definición otros elementos: la ilegalidad, el nombramiento y manipulación de las autoridades locales formales y, desde luego, el control de los recursos estratégicos más importantes, que bien pueden ser económicos, políticos o, incluso, culturales.4 En cualquier caso, Robert Kern y Ronald Dornkart hacen ver, en su propia definición, que el caciquismo es parte central de sistemas políticos oligárquicos, muy piramidales, dominados por una élite heterogénea en donde el poder local del cacique es empleado para cumplir con los objetivos de quienes controlan el poder a nivel nacional.5
Independientemente de la definición que se adopte, hay otros puntos por considerar. El primero es que las instituciones caciquiles han variado con el correr del tiempo, pues unos fueron los caciques de los señoríos al momento de la Conquista; otros los de las comunidades indígenas a lo largo de los siglos coloniales; éstos se modificaron en el México independiente y luego en el liberal; más tarde surgieron otros con la Revolución Mexicana y, finalmente, están los contemporáneos (¿posrevolucionarios o posmodernos?), los de la última mitad del siglo XX. El segundo punto es que, a lo largo de esos cinco siglos, las formas caciquiles han sido las formas en que el ejercicio del poder o de la autoridad han incidido o afectado de manera más directa a la mayoría de los mexicanos, incluso en el actual periodo urbano.6 El tercero es que aun y cuando el grueso de los estudios sobre el caciquismo subraya sus elementos negativos y le considera como un indicador de subdesarrollo político y una forma "malévola y bastarda" de liderazgo,7 para otros ciertos cacicazgos, como algunos de los que surgieron en el periodo revolucionario, tuvieron elementos claramente positivos para los intereses de los clientes de esos hombres fuertes.8
En el origen
Al cacique en los reinos españoles en América se le define por su función: la de "salvar la distancia que separaba a la población india de la administración colonial. Paralelamente, y en el otro extremo, su poder en la localidad se asentó en sus relaciones con la administración central, que le permitían servir, además de servirse, a la local". 9
El cacicazgo que encontraron los españoles en América ha sido caracterizado como una sociedad relativamente pequeña, de base territorial, que ya contaba con una burocracia incipiente y que era gobernada por un jefe que ejercía un poder arbitrario pero limitado.10 En Mesoamérica, la mayoría de los señoríos se encontraban encuadrados en unidades mayores; al llegar los españoles el gran imperio azteca era la más importante e imponente de ellas y hacía tiempo que había superado la etapa del cacicazgo, pero en su interior, en las zonas dominadas, contenía múltiples unidades de este tipo.
Una vez que se llevó a cabo la Conquista, el aristócrata indígena, el tlatoque, fue rebautizado como cacique, y los miembros de las órdenes militares o pipiltin como principales. Las autoridades españolas les reconocieron su estatus superior y hereditario y les incluyeron en la estructura de autoridad como gobernadores, jueces, alcaldes o regidores a cambio de que les sirvieran para recabar el tributo, proveer de fuerza de trabajo a los propietarios españoles y, en general, para controlar a la población nativa —a los maceguales—, justo como lo habían hecho desde antes de la Conquista.
En el papel de intermediarios subordinados, los caciques indígenas resultaron de gran utilidad para los españoles, y a cambio de sus servicios se les permitió aprovechar personalmente todas las oportunidades que su posición les daba para beneficiarse a costa de la masa indígena, siendo muy común el abuso de su poder hasta el exceso. Dentro de la estructura colonial, la lealtad de los caciques se orientó hacia la autoridad española y no hacia los suyos, pero, en contraste, los españoles no siempre fueron leales con los caciques indígenas, y hubo muchos casos en que, con el pretexto de fallos en la recolección del tributo, esos caciques fueron a dar con sus huesos a la prisión y sus propiedades confiscadas.11
La catástrofe demográfica del siglo XVII y la supresión de una educación especial para la nobleza indígena llevaron, con el paso del tiempo, a que los cacicazgos fueran cada vez menos redituables y la institución perdió el poder y prestigios que tuvo en el siglo XVI. Al estallar la independencia, el cacique indígena era casi tan pobre como el promedio de la masa rural. Sin embargo, la institución no murió, y con las condiciones que surgieron al inicio de la etapa independiente tuvo un renacimiento y un cambio.
Los caciques de una nación independiente
El inicio de México como Estado nacional no fue muy afortunado. A nivel nacional el Estado mismo casi desapareció, mientras la élite se enfrascó en una disputa que poco a poco se transformó en una lucha a muerte —monarquistas contra republicanos, masones contra clericales, federalistas contra centralistas, liberales contra conservadores, etcétera—, pero, a nivel local, la comunidad, sobre todo la indígena, ganó espacios y ciertos caciques de corte tradicional recibieron un segundo aire. Sin embargo, lo más importante fue que la guerra hizo subir a la superficie a un nuevo tipo de "hombre fuerte", donde la herencia tenía poco que ver y mucho la capacidad personal. Los jefes insurgentes locales, los líderes de partidas de bandidos, los jefes del ejército nacional, etcétera, se convirtieron en la nueva horneada de caciques, muchos de ellos mestizos y algunos criollos.
Como bien lo señalara Fernando Díaz y Díaz, en la primera mitad del ochocientos el centro de la escena nacional lo compartieron caciques y caudillos. Los primeros fueron los señores de la política local, pero funcionando como apoyo de los segundos, los señores de lo que había de política nacional. Caudillos y caciques del México independiente partían, por necesidad —resultado de la destrucción del viejo régimen y de la indefinición del nuevo—, del ejercicio de una dominación carismática, pero mientras el caudillo, de mentalidad urbana, iba por el camino que, en teoría, conducía a la dominación legal y moderna, el cacique, de mentalidad rural, propiciaba el retorno a una dominación de tipo tradicional. Si las figuras representativas del caudillo fueron los generales Agustín de Iturbide y Antonio López de Santa Anna, la del cacique —en este caso liberal— fue la de Juan N. Álvarez, "el patriarca del sur".12 Los primeros eran militares criollos de carrera, en tanto que Álvarez, también criollo —su padre era gallego—, tuvo una instrucción formal escasa, pues, huérfano de padre y madre a los 17 años, debió de habérselas por sí mismo con apenas tres o cuatro años de estadía en una escuela de la capital
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