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La Mayoria De Edad En La Argentina

FedeD14 de Febrero de 2013

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Carrera de Especialización

para la Magistratura

Sede: Fundación de Estudios Sociales e Investigación.

Organiza: FUNDESI - Universidad Nacional de San Martín

Director: Dr. Roland Arazi.

Alumno:

Dr. Federico Luis Dal Rí.

D.N.I. N° 21.613.284

Domicilio: España 1.060 - (3600) - Formosa.

Teléfono: 03717-432-238.

Celular: 03717-156-49699.

E-mail: federicodalri@yahoo.com.ar

Tesina Final

de la carrera de Postgrado

“Especialización para la Magistratura”

Tema elegido:

“¿A qué edad se es mayor de edad

en la Argentina?”

I.- INTRODUCCION:

El propósito de este Trabajo es recorrer un camino desde los distintos aspectos socio-jurídicos relacionados con los seres humanos cuando llegan a ese momento en que casi de forma automática, prácticamente sin tomar conciencia de ello, pasan a una etapa de la vida donde la palabra “responsabilidad” se transforma en algo palpable y con una operatividad plena, es decir, comienza el tiempo donde los actos de la vida tienen consecuencias directas sobre una persona, y no a través de sus representantes legales.-

De esta manera, transitaremos el camino que lleva a los menores de edad en la Argentina desde que pasan a ser menores adultos, es decir, desde los catorce (14) años, hasta que cumplen los veintiún (21) años, poniendo especial énfasis en la “nebulosa jurídica” que se produce, a raíz de los cambios en las legislaciones locales y la incorporación a nuestro plexo normativo de los Tratados Internacionales de Derechos Humanos, -hoy de plena jerarquía constitucional- en la denominada “franja etárea” en la que se encuentran los menores que tienen entre dieciocho (18) y veinte (20) años, tanto en lo relacionado con las distintas consecuencias que sus actos puedan generar, como en los derechos que van incorporando a sus vidas a medida que van creciendo, desde el campo del derecho civil, penal, laboral, de familia, así como desde la concepción sociológica y filosófica de un tema que cada vez es más espinoso en nuestra sociedad.

Por último, intentaré expresar una propuesta de ubicación legal de la edad que a mi criterio sería la adecuada a los tiempos que corren para considerar que una persona humana llega a ser plenamente capaz, es decir, adquiere la mayoría de edad.-

II.- LA CONSIDERACION DE LOS NIÑOS COMO PERSONAS:

1) Antecedentes históricos:

Desde la Edad Media y hasta bien entrado el Siglo XVIII, el niño no recibía, en el campo jurídico, casi ninguna atención o consideración especial, ya que se encontraba integrado en su totalidad a la vida del adulto, en especial de su padre, que era el jefe de la familia que el niño integraba, y también se podría aseverar que era una especie de “director” de la vida del menor (un buen ejemplo de ello es que no existía una indumentaria propia de los niños como en la actualidad).

A raíz de esta situación, el período de la infancia quedaba en esa época reducido al de mayor fragilidad, puesto que a partir del momento en que el niño presentaba condiciones físicas que le permitían valerse por sus propios medios (desde los siete años aproximadamente), comenzaba prematuramente a desarrollar su vida dentro de la comunidad de los adultos, y como bien dice SALCE “era un tiempo sin nombre para la temprana vida del hombre” (1). Ello significaba realizar tareas que hoy serían consideradas inapropiadas para una persona de tan corta edad, y en algunos casos inhumanas, lo que no quiera decir, como veremos más adelante, que los niños hoy en día no realicen tareas que están fuera de las que deben ser permitidas para su desarrollo como tal.

Otro de los elementos significativos de la niñez en la antigüedad, es que los niños permanecían en el anonimato. En efecto, en la Edad Media el niño nacía y moría sin registro ni inscripción, y las familias tenían gran cantidad de hijos para conservar sólo algunos, en razón de que la mortalidad infantil de la época era altísima, incluso en algunas épocas se toleraba el infanticidio socialmente, disimulado por sus padres en forma de accidente. Así, como afirma ARIES “la vida del niño se consideraba con la misma ambigüedad que actualmente la del feto, con la diferencia que el infanticidio se ocultaba en el silencio y el aborto se reivindica en voz alta” (2)

Con el correr de las décadas y, como expresara anteriormente, durante el Siglo XVIII, el fortalecimiento de la familia conyugal moderna fue logrado a expensas del debilitamiento de los lazos que en los Siglos anteriores marcaba el concepto de linaje, esto es, aquel único sentimiento de carácter familiar que se extendía sólo a los lazos de sangre, al honor y a la solidaridad entre los miembros de una sola familia, ya que no se consideraban los valores que luego postulará la sociedad moderna (los emergentes de la cohabitación, de la reunión en un espacio común, de la intimidad), siendo el linaje, en síntesis, la concepción particular de familia que tuvieron los medievales. Así las cosas, al debilitarse el concepto de linaje, consecuentemente se fortaleció la figura de autoridad del hogar en el marido, proceso que impulsó una degradación progresiva de la posición de la mujer en el matrimonio, al punto de ser considerada jurídicamente -al igual que los menores- como incapaz. De dicha situación surge la redacción originaria del art. 55, inc. 2°, del Código Civil, que disponía que la mujer casada era incapaz “para algunos actos o para el modo de ejercerlos”, lo que otorgaba al marido una especie de poder que se asemejaba a una “monarquía doméstica”, a la que quedaban sometidos con mucha rigurosidad tanto la esposa como los hijos, adquiriendo esta nueva organización el valor que tuviese anteriormente la figura del linaje.

2) El niño desde la visión moderna del Derecho:

A partir de esta nueva estructura de la familia, cambia también el lugar que se le otorgaba al niño en ella, y en la sociedad, que al irse modernizando va cambiando su visión sobre él, generando un movimiento sobre los hijos que convierte a la situación en un tema esencial en el debate social de la época, surgiendo así la idea de una infancia protegida -modelo del “niño rey”-, esto es, el niño incorporado a un universa mágico, a un mundo aparte construido especialmente para él. Desde el Siglo XIX entonces, aparece la figura del niño como un ser etéreo e incorpóreo, como si ello hiciese recordar al adulto la pureza primitiva y el aspecto más noble de la condición humana, aflorando hacia el niño una cultura de “ternurismo” y a su vez de preocupación por los niños, comenzando la idea-fuerza del “interés superior del menor”, a cuya merced debe sacrificarse y ceder el interés de los propios padres, consumándose así una idealización de los llamados “menores”, a los que, cual objetos preciosos, hay que proteger y cuidar, lo que permite al adulto justificar su aspiración de ver envueltos a sus vástagos en un cordón de máxima seguridad. De esta manera, la familia conyugal, ya sin funciones productivas y dedicada puramente a la función del consumo, concreta su atención en los hijos, a quienes exime del trabajo del adulto, con el consecuente retardo de aquéllos al ingreso de la estructura laboral, concepción que es acompañada, en su faz normativa, por el moderno constitucionalismo social que le da el marco socio-jurídico adecuado distinguiendo al niño en especial a través de la sanción de declaraciones y convenciones de nivel internacional, entre los que pueden señalarse: a) Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño, de 1924; b) Declaración Universal de Derecho Humanos, de 1948 (en cuanto proclama que la infancia tiene derecho a cuidados y asistencias especiales); c) Declaración de los Derechos del Niño, de 1959; d) Convención de los Derechos del Niño, de 1989 (aprobada en nuestro país a través de la ley 23849).

Pese a esta ampliación normativa, todavía no se puede afirmar que sus derechos e intereses se encuentran totalmente protegidos en las comunidades del siglo XIX y principios del XX. Lo que se expuso en esos tiempos con frecuencia acerca de los menores, tanto en el plano jurídico como fuera de él, parece esquivar y disimular lo esencial: el deber primordial de los padres de orientar a sus hijos hacia una gradual adquisición de autonomía, sin obligación de éstos de imitar el modelo adulto; es decir, afianzar el derecho de los hijos a defender su libertad y a elegir su propio camino. Lo expuesto nos lleva a percibir la seria dificultad de los adultos para tomar a los niños tal cual son, por lo que éstos, en consecuencia, quedan apresados en un universo de símbolos previamente asignados, como bien lo señala PEREZ al expresar: “a lo que aspira el padre-madre es a que el hijo lo continúe no sólo en cuerpo, sino fundamentalmente, en alma, que sea portador de todo lo que han sido sus valores a ideales” (3).

De esta manera, el nuevo paradigma respecto de la niñez pasa a ser la infancia protegida, a la cual puede determinársela también como una infancia alineada, con el peligro consecuente -y que lamentablemente se presenta en nuestra actualidad- de que toda protección excesiva se alimenta con una vigorosa dominación. Así, y como bien afirma MIZRAHI, “quizás el perfil sobreprotector que ha adquirido el tratamiento

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