Teoria Del Estado
jhuliza29 de Octubre de 2013
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La Teoría del Estado de Hermann Heller
José Andrés Fernández Leost
Ensayo sobre la actualidad de la obra de Heller, setenta años después de su publicación, a la luz de los principios políticos del materialismo filosófico
Setenta años después de la publicación de la Teoría del Estado de Hermann Heller{1} pretendemos, al hilo de una recensión crítica, subrayar la actualidad de sus propuestas, sopesar la pertenencia de sus planteamientos y discutir el alcance de sus conclusiones, todo ello bajo el foco de una perspectiva materialista cuyos criterios puedan servirnos de contraste ante a las aportaciones del alemán. La nuclearidad y autonomía de la forma Estado como objeto de estudio; el método socio-histórico, basado en un tratamiento dialéctico a caballo entre la empiria y la normatividad, y la búsqueda de una alternativa equilibrada a propósito del debate entre legalidad y legitimidad, marcan las pautas de esta obra inconclusa, cuya mayor virtud residiría a nuestro juicio en establecer las líneas fundamentales a las que la disciplina macropolítica ha de enfrentarse.
Tras un período en que los enfoques sociológicos predominaron en las investigaciones politológicas –ya en su vertiente conductista-cuantitativa ya en la cualitativo-prescriptiva–, ha resurgido el interés por el Estado como materia política nodal. Así, tras la tentación sociologizante y empírica por «deshacer en un entramado de relaciones interpersonales» toda noción objetiva del Estado –de la que nos advirtió Cotarelo–, se ha vuelto a reivindicar el rol del Estado en tanto actor axial de la actividad política.{2} Tal tendencia no deja de resultar paradójica, en un momento en el que, al igual que en el primer tercio del siglo XX se pone cuestión no sólo su rol central sino su propia existencia; tendencia diametralmente opuesta por cierto al auge microanalítico o positivista, cuando el Estado del bienestar gozaba de salud. No obstante tampoco es de extrañar que sea en un tal período, caracterizado por el declive de las políticas del bienestar y los embates globalización económica, cuando, deslegitimado y erosionado, la atención sobre el Estado renazca. En todo caso, la misma distinción entre los ámbitos de los que se ocupan política y Estado resulta todavía polémica, apareciéndonos su mutua demarcación en la antesala de toda aproximación al ámbito político. Con esta misma cuestión arranca el libro de Heller, repasando las direcciones –los programas diríamos hoy– que ha ido abriendo a lo largo de su historia la reflexión en torno a la práctica política, desde su inauguración con aquellos sofistas que instruían sobre técnicas de adquisición de poder hasta el establecimiento de la jurisprudencia dogmática a partir de la Edad Media, pasando por el momento de su cristalización en las obras de Platón y Aristóteles, con las que se configuran la ética o arte cívico, la filosofía de la historia y del Estado, y el estudio empírico comparativo –al menos de forma embrionaria. Este cuadro matricial no impide la recombinación de sus materiales, que van, según los enfoques, de Maquiavelo a Saint-Simon, hasta llegar a la requisitoria experimental –basada en teoremas, leyes, modelos y teorías engarzadas causalmente– levantada sobre el positivismo de las ciencias naturales. Con todo, el círculo de saberes que la esfera política suscita sobrevuela el concepto medular que continua en nuestros días definiendo su objeto: el poder. La referencia que tal fenómeno pide conduce al Estado; su empleo, a la relación mando-obediencia y a la posesión de los recursos necesarios para realizarlo; por fin, la conflictividad o anhelo que concita, dilata socialmente su campo, implicando acaso una restringida diferencia entre Estado, como aparato articulado de poder, y política, como lucha por tomarlo, frenarlo o contrapesarlo. Estrictamente sin embargo, la ciencia política sería Teoría del Estado, toda vez que al marco institucional estatal se le añadiesen «todos los procesos sociales mediados por las relaciones de poder».{3} En efecto, las obligadas conexiones que se precisan para su puesta en marcha suponen un conglomerado de condiciones que, insertas a veces en la estructura del Estado, dificultan un desglose limpio de materias de estudio; de ahí los problemas para conferirle autonomía propia a la disciplina. De hecho, si definimos el poder político como la «capacidad de [una] parte o partes para influir o causar en las demás partes [de una sociedad política de referencia, de un Estado vale decir] la ejecución de las operaciones precisas para orientarse según sus prolepsis»,{4} tal ejecución, en tanto fuente de obediencia o de poder de influencia conductual, habrá de entenderse mediada precisamente por una serie de concatenaciones instrumentales –lingüísticas, personales y, en último extremo, físicas– ineludibles en el ejercicio político; el mismo paso que desliza el uso físico del poder a un uso mediado que no recurre a la fuerza, especifica para muchos la naturaleza de la política –veremos que esto situará el problema de la legitimidad en primer plano.
Según Heller (pág. 38 y sigs.) lo adecuado consistiría en fijar la lente en la adquisición, organización y división del poder político –localizando sus condiciones y elementos, exponiendo sus interconexiones y describiendo en definitiva su estructura– para, a continuación, repasar las formas en que se pueda modular. El resto de contenidos coincidiría con todo programa de ciencia política, a saber: teoría de partidos políticos; relación entre Estado y sociedad civil; relaciones internacionales; e historia de las ideas políticas –quede en cualquier caso constancia del tirón de orejas frente a cualesquiera pretensiones asépticas de la politología (págs. 68-76)–. No resultaría excesivamente complicado concluir en la legalidad inmanente –que no neutralidad– de un tal circuito de intereses, si no fuese por el inquietante revoltijo de temáticas removidas a propósito del no precisamente baladí asunto de la función y justificación del Estado, por no hablar de la disputada cuestión del origen. Emplazando a la almendra de su obra la problemática funcional y moral, Heller evita afrontar el tratamiento de la génesis, limitando su análisis al Estado moderno occidental y restringiendo así el marco histórico a la época feudal. Citémosle:
«Dado que no consideramos posible una olímpica emancipación de nuestro conocer científico respecto a la realidad histórico social, tenemos que establecer, por motivos tanto teóricos como prácticos, una expresa limitación espacial y temporal de la materia de nuestro estudio. El objeto de nuestra Teoría del Estado es, por ello, únicamente el Estado tal como se ha formado en el círculo cultural de Occidente a partir del Renacimiento.» (pág. 43.)
Este proceder, que reduce por lo demás el concepto de Estado a forma política ajustada temporalmente al capitalismo –según la estela marxista–, por extendido que esté en Teoría del Estado, merece debate, si es que nos informa la imbricación entre génesis y estructura que recordaba Lenin en El Estado y la Revolución. En otros lugares se ha recurrido al criterio de los modos de producción para justificar el corte entre el Estado y las formas políticas preestatales. El argumento, de tinte económico, se sostiene a partir de la especificidad adoptada por una dominación política que ya no forma, por sí sola, relaciones de producción. Heller completará la tesis al explicar, con Weber, como el traslado de los medios de autoridad y administración de manos privadas a propiedad pública –expropiación mediante– conforma la base para la organización de un Estado económica y militarmente emancipado, mereciéndole especial atención en dicho proceso la repercusión de los avances tecnológicos:
«Los gastos que imponía la nueva técnica de las armas exigen la organización centralizada de la adquisición de los medios necesarios para la guerra, lo cual suponía una reorganización de las finanzas. De este modo, la necesidad política de crear ejércitos permanentes dio lugar en muchas partes a una transformación, en sentido burocrático, de la administración de las finanzas.» (pág. 147.)
Por su parte, el materialismo, en función de la categoricidad del Estado como núcleo del dominio de lo político, ha de dar con una formula que permita resolver la cuestión del origen y la pregunta sobre la pertinencia de hablar de formas propiamente políticas en ausencia de Estado, es decir, la de si cabe encontrar diferencias entre formas preestatales y formas prepolíticas. Sentado el carácter prepolítico de ciertas organizaciones sociales,{5} se aboga por otorgarle estatus de Estado al magma de formaciones políticas desprendidas de aquellos modos de producción, convenientemente depurados según el siguiente criterio de ascendencia lógica: sería Estado toda organización constituida en función de la apropiación grupal de un territorio dado y de la simultanea –y no previa– redistribución desigual o jerárquica entre los grupos que la integran (originalmente tribus, clanes o familias), quedando una porción pública no repartida bajo control del titular de la soberanía.{6} Si bien opuesta a la tesis sostenida por Morgan en La sociedad primitiva,{7} y recogida por Engels en El origen de la familia, la propiedad y el Estado, tal propuesta presentaría igualmente la suposición de lucha entre grupos en la línea de la «escuela del conflicto» inaugurada por Ibn Jaldún, envolviendo no obstante a las clases dentro de los Estados: estos surgirían agonalmente, pero de un conflicto no del todo interno sino a su vez propiciado por relación al exterior, de ahí que no quepa distinguir nítidamente
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