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El Caso Del Señor Valdemar


Enviado por   •  16 de Octubre de 2013  •  3.200 Palabras (13 Páginas)  •  350 Visitas

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Edgar Allan Poe

Cuento

Claro está que no pretenderé considerar como sorprendente el hecho de que el extraordinario caso del señor Valdemar haya provocado discusiones. El milagro hubiera sido que no las hubiese provocado, dadas las circunstancias. Por el deseo de todos los interesados en mantener al público en la ignorancia con respecto a ese asunto, por lo menos durante el presente, o hasta que tuviéramos mayores oportunidades de investigación y por nuestro empeño en llevarla a cabo, se abrió camino en la sociedad una versión falsa y exagerada, causa de muchas tergiversaciones desagradables y, naturalmente, de una incredulidad casi general.

Es, por lo tanto, necesario que yo exponga los hechos como los entiendo. Ellos son, en resumen, los siguientes:

Durante los últimos tres años, el tema del mesmerismo había captado mi interés repetidas veces; hace unos nueve meses, se me ocurrió de pronto que en todos los experimentos realizados hasta entonces existía una laguna considerable e inexplicable: ninguna persona había sido hipnotizada "in articulo mortis". Quedaba por ver, primero, si en tal condición existía en el paciente sensibilidad ante la influencia magnética; segundo, si, existiendo, era disminuida o aumentada por tal condición, y, tercero, hasta qué punto, o durante cuánto tiempo, se podía detener el avance de la muerte por medio de ese proceso. Había otros puntos que aclarar, pero éstos eran los que más excitaban mi curiosidad, sobre todo el último, por las importantísimas consecuencias que podía tener.

En busca de alguna persona por medio de la cual pudiese hacer estas experiencias, pensé en mi amigo Ernest Valdemar, el conocido compila¬dor de la Bibliotheca Forensica y autor, bajo el seudónimo de Issachar Marx, de las versiones polacas de Wallenstein y Gargantúa.

Valdemar, que residió principalmente en Harlem, Nueva York, desde el año 1839, es -o era- notorio por la extrema delgadez de su figura; sus piernas se parecían mucho a las de John Randolph . Otro rasgo que llamaba la atención era la blancura de sus patillas, que contrastaba violentamente con la oscuridad de sus cabellos; éstos eran tan negros que muchas veces se los confundía con una peluca. Era excesivamente nervioso, lo que lo hacía un sujeto apropiado para los experimentos hipnóticos. En dos o tres ocasiones lo hice dormir sin mayor dificultad, pero me defraudó el hecho de no obtener otros resultados que había espera¬do lograr, dada la naturaleza peculiar de mi paciente. Su voluntad no estaba, en ningún momento, completa o positivamente bajo mi gobierno, y en lo que a clarividencia se refiere, no conseguí con él nada digno de mención. Siempre atribuí mi fracaso en estos puntos a su estado de salud. Algunos meses antes de haber hecho relación con él, sus médicos lo habían declarado tuberculoso. Por cierto que ya tenía por costumbre hablar serenamente de su muerte cercana como de algo que no se puede evitar ni lamentar.

Cuando las ideas a que ya aludí se me ocurrieron por primera vez, era muy natural que pensase en Valdemar. Conocía muy bien su modo de ser para temer algún escrúpulo de su parte y, además, no tenía parientes en América que pudiesen intervenir o poner obstáculos. Le hablé con toda franqueza del asunto y, para mi sorpresa, se mostró sumamente interesado. Digo para mi sorpresa porque, si bien se había prestado a mis experimentos sin ningún inconveniente, nunca demostró mayor interés en lo que yo hacía. El carácter de su enfermedad permitía calcular exactamente la fecha de su muerte y, así, nos pusimos de acuerdo en que mandaría a buscarme unas veinticuatro horas antes del momento que los médicos habían fijado como el de su fallecimiento.

Hace ahora poco más de siete meses que recibí del mismo Valdemar la siguiente nota:

Estimado P Puede venir ahora mismo. D. y E creen que no pasaré de mañana a medianoche y me parece que han calculado bastante bien. VALDEMAR.

Recibí esta nota a la media hora de haber sido escrita y en quince minutos ya estaba yo en la pieza del agonizante. No lo había visto desde hacía diez días y me impresionó el horrible cambio que había sufrido en ese período. Su rostro tenía un tinte plomizo, sus ojos carecían por com¬pleto de brillo y estaba tan demacrado que la piel había sido cortada por los pómulos. Expectoraba mucho y su pulso era apenas perceptible. Conservaba, sin embargo, su poder mental y, hasta cierto punto su fuerza física, de un modo notable. Hablaba con claridad y tomó todos sus remedios sin ayuda alguna. Cuando entré en la pieza estaba ocupado en escribir algunas notas en su libreta de apuntes. Se hallaba sentado entre almohadas, y los doctores D. y E lo acompañaban.

Después de estrechar la mano de Valdemar, me hice a un lado con esos caballeros y los interrogué minuciosamente sobre el estado del enfermo. Por lo visto, el pulmón izquierdo se encontraba desde hacía dieciocho meses en un estado semióseo o cartilaginoso y, por lo tanto, estaba inutilizado para cualquier propósito vital. El derecho, en su parte superior, estaba parcial, si no completamente, osificado, mientras que la parte inferior no era más que un montón de tubérculos purulentos unidos unos con otros. Existían varias perforaciones dilatadas y en cierta región se había producido una adhesión permanente a las costillas. Estas lesiones en el lóbulo derecho eran relativamente nuevas. La osificación había sido muy rápida, pues un mes antes no se veían signos de ella y la adhesión sólo fue observada en los últimos tres días. Además de la tuberculosis, se sospechaba que el enfermo sufría de un aneurisma en la aorta, pero los síntomas óseos impedían hacer un diagnóstico exacto a este res¬pecto. Los dos médicos tenían la opinión de que Valdemar moriría a la medianoche del día siguiente, que era domingo. Mi entrevista tenía lugar a las siete de la tarde del sábado.

Al separarse del lecho del enfermo para conversar conmigo, los doctores D. y E le habían hecho una última visita, pero a pedido mío consintieron en hacerle otra a las diez de la noche siguiente.

Una vez que se fueron, hablé libremente con Valdemar sobre su próxima muerte y, en especial, sobre el experimento propuesto. Se demostró deseoso y hasta impaciente por empezarlo en seguida. Lo cuidaban un enfermero y una enfermera, pero yo no me sentía inclinado a iniciar una tarea de ese carácter sin más testigos que esas dos personas, por cualquier accidente imprevisto que pudiera acaecer. Por lo tanto, dejé mi experimento para comenzarlo a eso de las ocho de la noche siguiente, momento en que llegó Theodore L., estudiante

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