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Giusseppe Moscati (El amor que cura)


Enviado por   •  22 de Mayo de 2013  •  2.431 Palabras (10 Páginas)  •  660 Visitas

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6.- Giusseppe Moscati (El amor que cura)

San Giusseppe Moscati Doctor de cuerpos y almas, un profesional que nos enseña a ser santos en el trabajo cotidiano

Giuseppe Moscati (1880-1927)

Tenía escasos cuarenta y siete años cuando murió. Hoy viven aún unas cuantas personas que conocieron y recuerdan con gran afecto a Don José, al Dottore Giussepe, como le llamaban en Nápoles, Italia. Incluso se sabe bien en qué hospitales daba consulta. Algunos conservan como recuerdo invaluable algunos de sus instrumentos de trabajo: una bata, ya amarillenta, su escritorio; y otros objetos, que fueron parte de su vida: un estetoscopio, un termómetro, el viejo maletín negro, un martillo para medir los reflejos y otras cosas necesarias para revisiones médi­cas de rutina.

Giusseppe Moscati había nacido el 25 de Julio de 1880 en Bene­vento. Su padre era presidente del Tribunal de Justicia. A pesar de la influencia de los masones en muchos ambientes, sobre todo entre los hom­bres que tenían cargos públicos, nunca negó su fe católica. Cuando Gius­seppe tenía ocho años la familia se trasladó a Nápoles, cuando su pa­dre fue promovido a un cargo superior.

Con excelentes calificaciones, Giusseppe concluye sus estudios de se­gunda enseñanza, especialmente en Biología, Física y Química y se deci­de sin dudarlo por la carrera de Medicina. Aunque es marcada su inclina­ción por el estudio, lo que más le mueve es la miseria de los más pobres. Quiere mitigar los dolores, del cuerpo y del alma, de incontables herma­nos que sufren, pero de manera especial de esos otros enfermos a los que parece que casi nadie quiere porque sólo hay que esperar que se despidan de este mundo: los desahuciados.

Era un profesional … en serio

En 1903 obtiene el Doctorado en Medicina y enseguida empieza a trabajar en el hospital para incurables más grande de la ciudad. Muy pronto, pacientes y médicos colegas, advierten que Mos­cati no es un médico más: antepone día y noche el servicio a los en­fermos a cual­quier asunto de su vida privada.

Don Giusseppe no es curandero. Ni médico matasanos o medicucho que improvisa recetas en serie para salir del paso. Hay que prescribir a cada enfermo todo y sólo lo que realmente necesita. Por las noches hay que estudiar los casos a conciencia y estar al día en su profesión; su dedicación le vale en los siguientes años una prestigiosa carrera públicamente reconocida. Le nom­bran Direc­tor de la Sección de Tuberculosis de todos los hospitales de la región, además de que ya es catedrático de Anatomía Patoló­gica, Fisiolo­gía Humana y de Química Fisiológica. Es un profesional comprometido, en cuer­po y alma, con su vocación. Por si fuera poco, fueron notables sus descubri­mientos en el campo de la bioquímica y sus investigaciones sobre los efec­tos del glucógeno. Alrededor de treinta de sus trabajos científicos fueron publicados en Italia y en el extranjero.

José Moscati es hombre transparente, sincero. Las siguientes palabras, que dijo el 17 de octubre de 1922, puede considerarse como el resumen de su vida de médico, hombre de ciencia y de fe: Ama la verdad, muéstrate como eres sin falsedades, sin miedos ni miramientos. Y si la verdad te cuesta la persecución, acéptala; si te cuesta el tormento, sopórtalo. Y si por la verdad tuvieses que sacrificarte tu mismo y tu vida, se fuerte en el sacrificio.

El éxito egoísta sirve de poco

Si este gran médico se hubiera dedicado a la sola enseñanza, fácilmente se hubiera procu­rado una vida famosa, bien remunerada, en menos tiempo y más cómoda. Pero Moscati no busca ni la gloria del mundo ni las riquezas. Si estudia más y crece su presti­gio, es para poner su ciencia al servicio de los demás. Busca al hombre que sufre y a Cristo en ellos. Si lo felicitan por una operación difícil con la que salva la vida de un paciente, le quita importancia al elogio: —El Señor dirige todo, también la mano del médico, a El sólo hay que dar las gracias.

Don Giusseppe es hombre que va bien vestido, sobriamente, pero pulcro, con su bigote bien cuidado. Muy conocido en Nápoles, es frecuente verle andar por aquellas calles estrechas y bulliciosas de los barrios más po­bres, donde la ropa recién lavada se tiende entre las fachadas. Por allí anda el médico, esquivando perros, mendigos y los juegos de niños grito­nes. A través de una ventana, se oye, una voz tipluda. Es una señora regordeta, lo más parecido, por fuera, a una soprano: —Dottore..!!: ¿vendrá al regreso a ver a mi hijo mayor que sigue en­fermo…? Don Giusseppe asiente con sincera sonrisa. De noche, con los ojos cargados de sueño después de haber visto decenas de pacientes, llega cariñoso hasta la cabecera de ese último. Asiste a cada una de las visitas con buena cara, sin sentirse víctima…, y siempre con un calor humano y delicadeza inconfundi­bles. Es un médico que cura con amor.

Cada enfermo es una persona humana

Hay que atender siempre las llamadas de emergencia, también cuando las hacen los pobres, a los que casi no les cobra nada; muy frecuentemente él mismo les da dinero para procurarse las medicinas. Cuando es oportuno ofrece su ayuda para que les atienda un sacerdote en los últimos momentos. Es un hombre muy humano y feliz, porque en cada enfermo ve mucho más que un clien­te: cualquier persona, el más desgraciado o hundido en los vicios, —¡qué importa quién!— necesita no únicamente de sus cuidados médicos, sino también de sus consuelos. Para el Doctor Moscati cada per­sona enferma es el mismo Cristo que se le acerca para pedir ayuda. Dos mil años después, en medio del trabajo profesional, se aplica a la letra, una de las condiciones para alcanzar la felicidad eterna del Cie­lo: Estuve enfermo y me visitásteis (Mt. 25, 26).

Giusseppe Moscati no es un beato que, por no trabajar, se pase el día en la iglesia. Pero es indudable que saca toda su fuerza de la oración y de la Misa, a la que asiste a diario cuando apenas amanece. Si no, ¿cómo seguir adelante y tener una sonrisa amable para todos? Además, practica con naturalidad el ayuno y lleva sereno, sin exagerar, las fatigas de su trabajo, a veces sin un mí­nimo de descanso. Considera su agotamiento por los demás como parte de sus mismo trabajo, de una profesión que ama apasionadamente y ejerce con hondo sentido humano. En una carta escribe: ¿Por qué rechazar el sufrimiento? El Se­ñor sufrió sin medida por mí. Me duele el pensamiento de que tantos hombres

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