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La Llamada De Los Caracoles


Enviado por   •  23 de Mayo de 2013  •  699 Palabras (3 Páginas)  •  307 Visitas

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III. LA LLAMADA DE LOS CARACOLES

Monsieur Lenormand de Mezy estaba de pésimo humor desde su última visita al Cabo, El gobernador Blanchelande, monárquico como él, se mostraba muy agriado por las molestas divagaciones de los idiotas utopistas que se apiadaban, en París, del destino de los negros esclavos. ¡Oh! Era muy fácil, en el Café de la Régence, en las arcadas del Palais Royal, soñar con la igualdad de los hombres de todas las razas, entre dos partidas de faraón. A través de vistas de puertos de América, embellecidas por rosas de los vientos y tritones con los carrillos hinchados; a través de los cuadros de mulatas indolentes, de lavanderas desnudas, de siestas en platanales, grabados por Abraham Brunias y exhibidos en Francia entre los versos de Du Parny y la profesión de fe del vicario saboyano, era muy fácil imaginarse a Santo Domingo como el paraíso vegetal de Pablo y Virginia, donde los melones no colgaban de las ramas de los árboles, tan sólo porque hubieran matado a los transeúntes al caer de tan alto. Ya en mayo, la Asamblea Constituyente, integrada por una chusma liberaloide y enciclopedista, había acordado que se concedieran derechos políticos a los negros, hijos de manumisos. Y ahora, ante el fantasma de una guerra civil, invocado por los propietarios, esos ideólogos a la Estanislao de Wimpffen respondían: «Perezcan las colonias antes que un principio. »Serían las diez de la noche cuando Monsieur Lenormand de Mezy, amargado por sus meditaciones, salió al batey de la tabaquería con el ánimo, de forzar a alguna de las adolescentes que a esa hora robaban hojas en los secaderos para que las mascaran sus padres. Muy lejos, había sonado una trompa de caracol. Lo que resultaba sorprendente, ahora, era que al lento mugido de esa concha respondían otros en los montes y en las selvas. Y otros, rastre antes, más hacia el mar, hacia las alquerías de Millot. Era como si todas las porcelanas de la costa, todos los lambíes indios, todos los abrojines que servían para sujetar las puertas, todos los caracoles que yacían, solitarios y petrificados, en el tope de los Moles, se hubieran puesto a cantar en coro. Súbitamente, otro guamoalzó la voz en el barracón principal de la hacienda. Otros, más aflautados, respondieron desde la añilería, desde el secadero de tabaco, desde el establo. Monsieur Lenormand de Mezy, alarmado, se ocultó detrás de un macizo de buganvillas. Todas las puertas de los barracones cayeron a la vez, derribadas desde adentro. Armados de estacas, los esclavos rodearon las casas de los mayorales, apoderándose de las herramientas. El contador, que había aparecido con una pistola en la mano, fue el primero en caer, con la garganta abierta de arriba a abajo, por una cuchara de albañil. Luego de mojarse los brazos en la sangre del blanco, los negros corrieron hacia la vivienda principal, dando mueras a los amos, al gobernador, al Buen Dios y

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