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Mal de altura.


Enviado por   •  25 de Abril de 2016  •  Apuntes  •  1.617 Palabras (7 Páginas)  •  188 Visitas

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Encaramado a la cima del mundo, con un pie en China y el otro en Nepal, limpié de hielo mi máscara de oxígeno, encorvé la espalda al viento y contemplé, abstraído, la enorme extensión de Tíbet. De un modo difuso, con cierto distanciamiento, comprendí que el paisaje que se extendía debajo de mí presentaba una vista espectacular. Había fantaseado mucho sobre ese momento y la oleada de emociones que lo acompañaría. Pero ahora que por fin estaba allí, literalmente de pie en la cima del Everest, no tenía fuerzas para pensar en ello. Era el 10 de mayo de 1996, a primera hora de la tarde. Hacía cincuenta y siete horas que no dormía. La única comida que había sido capaz de tragar en los tres días precedentes era un bol de sopa de ramen y un puñado de cacahuetes. Semanas tosiendo con violencia me habían dejado dos costillas separadas que convertían en un tormento el mero hecho de respirar. A 8.848 metros, en la troposfera, me llegaba tan poco oxígeno al cerebro que mi capacidad mental era como la de un niño retrasado. En aquellas circunstancias, poca cosa podía sentir a excepción de frío y cansancio. Había coronado pocos minutos después de Anatoli Bukreev, un guía de montaña ruso que trabajaba para una expedición comercial estadounidense, y justo antes de Andy Harris, un guía neozelandés del equipo al que yo pertenecía. Aunque apenas conocía a Boukreev, a Harris sí había tenido oportunidad de tratarlo en las seis semanas anteriores. Saqué cuatro instantáneas de Harris y Bukreev haciendo poses en la cumbre, di media vuelta y empecé a bajar. Mi reloj marcaba las 13:17. En total, había estado menos de cinco minutos en la cima del mundo Pocos momentos después me detuve a hacer otra fotografía, esta vez mirando hacia la arista Sureste, la ruta por la que habíamos ascendido. Mientras enfocaba a dos escaladores que se aproximaban a la cima, advertí algo que hasta entonces me había pasado por alto. Hacia el sur, allá donde una hora antes el cielo había estado absolutamente despejado, un manto de nubes ocultaba ahora el Pumori, el Ama Dablam y los otros picos menores que rodean el Everest. T iempo después —después de haber localizado seis cuerpos, después de que los cirujanos amputaran la mano derecha gangrenada de mi compañero Beck Weathers— la gente se preguntaba por qué, si el tiempo había empezado a empeorar, los alpinistas no habían hecho el menor caso. ¿Por qué unos guías avezados siguieron ascendiendo, empujando a una manada de deportistas relativamente inexpertos (cada uno de los cuales había pagado hasta 65.000 dólares para que lo llevaran sano y salvo hasta el Everest) hacia una trampa mortal? Nadie puede hablar por los dos jefes de las expediciones implicadas en el episodio, porque ambos están muertos, pero estoy en condiciones de asegurar que en la tarde del 10 de mayo nada sugería que se avecinara una brutal tempestad. Mi mente, escasa de oxígeno, registró las nubes que sobrevolaban el gran valle de hielo del Cwm Occidental2 como inocuas, tenues, insustanciales. Bajo el brillante sol del mediodía, se asemejaban a los inofensivos vapores de condensación por convección que casi cada tarde se formaban en el valle. Inicié el descenso muy nervioso, pero mi preocupación poco tenía que ver con el tiempo, sino con el hecho de que al mirar el indicador de mi botella de oxígeno había descubierto que estaba casi vacía. Era preciso bajar, y rápido. El tramo superior de la arista Sureste forma una estrecha aleta de roca y nieve azotada por el viento que serpentea durante medio kilómetro entre la cumbre y un pico secundario conocido como Antecima o cima Sur. Salvar ese picacho en forma de arista no presenta grandes obstáculos técnicos, pero la ruta es terriblemente peligrosa. Tras abandonar la cumbre, tardé quince minutos de cautelosa andadura al borde del abismo hasta llegar al famoso escalón Hillary, una lisa pared de roca de unos doce metros que requiere cierto dominio técnico. Mientras me sujetaba a la cuerda fija y me disponía a rapelar sobre el borde del escalón, me percaté de un alarmante espectáculo. Nueve metros más abajo, en la base del escalón, había una cola de más de una docena de personas. Tres escaladores habían empezado ya a subir por la cuerda que yo me disponía a utilizar para el descenso. Sólo me quedaba una opción: desengancharme de la vía de seguridad y hacerme a un lado. El atasco lo formaban alpinistas de tres expediciones: el equipo al que pertenecía yo, clientes de pago dirigidos por el consagrado guía neozelandés Rob Hall; otro grupo, encabezado por el guía estadounidense Scott Fischer y un equipo taiwanés no comercial. Al paso de tortuga que es de rigor por encima de los 7.900 metros la comitiva fue ascendiendo en fila por el escalón, un alpinista detrás de otro, mientras yo me angustiaba, viendo pasar el tiempo. Harris,

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