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Soriona Mor Bovski


Enviado por   •  30 de Abril de 2014  •  3.167 Palabras (13 Páginas)  •  211 Visitas

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Carlos Fuentes

Chac Mool

De Los días enmascarados, Ediciones Era, México DF, 1988.

Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en

Semana Santa. Aunque despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto

no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como todos los

años, a la pensión alemana, comer el choucrout endulzado por el sudor

de la cocina tropical, bailar el sábado de gloria en La Quebrada, y

sentirse “gente conocida” en el oscuro anonimato vespertino de la

Playa de Hornos. Claro, sabíamos que en su juventud había nadado

bien, pero ahora, a los cuarenta, y tan desmejorado como se le veía,

¡intentar salvar, y a medianoche, un trecho tan largo! Frau Müller no

permitió que se velara —cliente tan antiguo— en la pensión; por el

contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada, mientras

Filiberto esperaba, muy pálido en su caja, a que saliera el camión

matutino de la terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos la

primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, temprano, a vigilar el

embarque del féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos; el

chofer dijo que lo acomodáramos rápidamente en el toldo y lo cubriéramos

de lonas, para que no se espantaran los pasajeros, y a ver si no

le habíamos echado la sal al viaje.

Salimos de Acapulco, todavía en la brisa. Hasta Tierra Colorada nacieron

el calor y la luz. Con el desayuno de huevos y chorizo, abrí el

cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto con sus otras

pertenencias, en la pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un periódico

derogado en México; cachos de la lotería; el pasaje de ida —

¿sólo de ida?—. Y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas

de papel mármol.

Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómito, y cierto

sentimiento natural de respeto a la vida privada de mi difunto amigo.

Recordaría —sí, empezaba con eso— nuestra cotidiana labor en la

oficina, quizá, sabría por qué fue declinando, olvidando sus deberes,

por qué dictaba oficios sin sentido, ni número, ni “Sufragio Efectivo”.

Por qué, en fin, fue corrido, olvidada la pensión, sin respetar los escalafones.

”Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El licenciado, amabilísimo. Salí

tan contento que decidí gastar cinco pesos en un Café. Es el mismo al

que íbamos de jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque me recuerda

que a los veinte años podía darme más lujos que a los cuarenta.

Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado

con energía cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros —de

hecho librábamos la batalla por aquellos a quienes en la casa discutían

la baja extracción o falta de elegancia. Yo sabía que muchos (quizá los

más humildes) llegarían muy alto, y aquí, en la Escuela, se iban a forjar

las amistades duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar bravío.

No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes quedaron

allí, muchos llegaron más arriba de lo que pudimos pronosticar en

aquellas fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo

todo, quedamos a la mitad del camino, destripados en un examen extracurricular,

aislados por una zanja invisible de los que triunfaron y

de los que nada alcanzaron. En fin, hoy volví a sentarme en las sillas,

modernizadas —también, como barricada de una invasión, la fuente

de sodas— y pretendí leer expedientes. Vi a muchos, cambiados, amnésicos,

retocados de luz neón, prósperos. Con el Café que casi no

reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto

del mío. No, ya no me reconocían, o no me querían reconocer. A

lo sumo —uno o dos— una mano gorda y rápida en el hombro. Adiós

viejo, qué tal. Entre ellos y yo, mediaban los dieciocho agujeros del

Country Club. Me disfracé en los expedientes. Desfilaron los años de

las grandes ilusiones, de los pronósticos felices y también todas las

omisiones que impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder

meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas

abandonado; pero el arcón de los juguetes se va olvidando, y al

cabo, quién sabrá adónde fueron a dar los soldados de plomo, los cascos,

las espadas de madera. Los disfraces tan queridos, no fueron más

que eso. Y sin embargo había habido constancia, disciplina, apego al

deber. ¿No era suficiente, o sobraba? No dejaba, en ocasiones, de asaltarme

el recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la

...

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