Antipsiquiatría
carmenminjares30 de Agosto de 2014
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ANTIPSIQUIATRÍA; DECONSTRUCCIÓN DEL CONCEPTO DE ENFERMEDAD MENTAL
El término “deconstrucción” consiste en mostrar cómo se ha construido un concepto cualquiera a partir de procesos históricos y acumulaciones metafóricas, mostrando que lo claro y evidente no lo es tanto.
Actualmente, la institución psiquiátrica se nos presenta como una instancia, cuya presencia y voz autoritaria se encuentra en las instituciones de educación, de trabajo y demás ámbitos, la clínica ha ido delimitando en el orden civil un límite entre normalidad y anormalidad.
Varios autores muestran cómo los internamientos psiquiátricos funcionan dentro de una conspiración de silencio hacia aquellos que incomodan con sus comportamientos anormales, donde la esencia de la locura es el disturbio social. La “enfermedad mental” se transforma en un mecanismo social, regulado y determinado por la psiquiatría. Se requiere un replanteamiento del significado de “sanidad mental”, los márgenes de la locura y las dinámicas entre médico y paciente en lo que respecta a la enfermedad psíquica.
Dentro de los ámbitos legal y psiquiátrico, se ha recurrido al término “demencia” para definir el estado psicológico de un individuo usándolo como atenuante penal en un límite difícil de definir entre lo jurídico y lo ético. Se plantea, tomándola en cuenta como enfermedad mental, la posible anulación retroactiva de la responsabilidad penal de una persona que se encuentra supuestamente incapacitada para actuar por sí mismo de manera responsable
El término antipsiquiatría fue creado por David Cooper, sirvió para designar un movimiento político de impugnación radical del saber psiquiátrico, que se desarrolló entre 1955 y 1975 en los Estados donde se habían institucionalizado la psiquiatría y el psicoanálisis como saber regulador de la normalidad y la anormalidad. La antipsiquiatría ha tratado de reformar el asilo y transformar las relaciones entre el personal y los internados en el sentido de una gran apertura al mundo de «la locura», eliminando la noción misma de enfermedad mental.
El lenguaje es la realidad constitutiva esencial de toda ciencia y también de toda práctica social. Una y otra se perpetúan por la enseñanza, que es la reconstrucción perenne de los significados sociales.
El concepto de enfermedad mental tuvo su utilidad histórica, pero en la actualidad es científica, médica y jurídicamente inapropiado, así como moral y políticamente incorrecto, ya que es imprecisa y su estatuto no está definido.
En 1961, Thomas Szasz, médico psiquiatra, estipuló que la mente no es un órgano anatómico como el corazón o el hígado; por lo que, no puede haber, literalmente hablando, enfermedad mental. Los diagnósticos psiquiátricos son etiquetas estigmatizadoras aplicadas a personas cuyas conductas molestan u ofenden a la sociedad. Si no hay enfermedad mental, tampoco puede haber hospitalización o tratamiento para ella. Lo que la gente llama enfermedad mental, no existe; lo que hay son conductas, conductas anormales.
La locura no puede ser definida con ningún criterio objetivo. En la mayoría de casos, lo que se llama esquizofrenia no se corresponde con ningún desarreglo orgánico. Debe dejarse de afirmar que, detrás de cada pensamiento torcido, hay una neurona torcida, o habría que tratarla como cualquier otra enfermedad. En las décadas de 1960 y 1970, la enfermedad mental no era una realidad objetiva de comportamiento o bioquímica, sino una etiqueta negativa o una estrategia para lidiar con un mundo loco; la locura tenía su propia verdad y la psicosis, en tanto que proceso de curación, no debería ser suprimida farmacológicamente.
No existe siquiera un método objetivo para describir o dar a conocer los descubrimientos clínicos sin recurrir a la interpretación subjetiva y tampoco se cuenta con una terminología uniforme y precisa que comunique exactamente lo mismo a todos. Por ello, se tienen profundas divergencias en el diagnóstico
Esta psiquiatrización del crimen ha dado origen al mito del paciente mental peligroso tras la entrevista a un psiquiatra o psicólogo, se le asigna el calificativo de trastorno mental. Aunque no hay ninguna evidencia de que los llamados pacientes psiquiátricos son más peligrosos que los normales (la situación actual apunta más bien a todo lo contrario), el mito del paciente mental peligroso se resiste a morir.
La teoría de la enfermedad mental tuvo su utilidad histórica hasta el siglo pasado, actualmente es científica y médicamente anticuada, pues permite diagnosticar y tratar como enfermos mentales a pacientes con enfermedades cerebrales o de otro tipo que cursan con trastornos involuntarios de conducta; y es moral y políticamente dañina porque se ha vuelto una cortina de humo para toda una serie de problemas económicos, existenciales, morales y políticos.
Se ha hablado de una «fabricación de locura» para designar aquella práctica que consiste en asignar etiquetas psiquiátricas —rotular— a personas que son extrañas, que plantean un desafío o que representan una supuesta plaga social. En este desenfreno estigmatizador, los psiquiatras orgánicos no son menos culpables que Freud y sus seguidores, cuya invención del inconsciente —según apunta SAS— prestó nuevos bríos a difuntas metafísicas de la mente y teologías del alma.
Una prueba adicional, según Szasz, del carácter pseudo-científico de la enfermedad mental es la evolución de los diagnósticos según las costumbres y las variantes culturales. A fines del siglo XIX, los psiquiatras trataban sobre todo a los histéricos y epilépticos. La histeria no es otra cosa que una categoría verbal inventada por Charcot, el maestro de Freud, para medicalizar los conflictos que surgen entre las mujeres jóvenes y su entorno. Hoy, la histeria ha desaparecido prácticamente —y sin tratamiento—, como diagnóstico ha caído en desuso. Ha sido reemplazada por la esquizofrenia y la paranoia. Concluye en que «lo que nos molesta ha evolucionado».
Si reconocemos que un hombre es capaz de cometer a sabiendas un crimen espantoso, es porque la naturaleza humana puede ser absolutamente malvada. Y ocurre que lo que deseamos es que la naturaleza humana sea buena. No queremos admitir que el libre albedrío pueda conducir al crimen. Por tanto, el crimen no debe ser el resultado del libre albedrío, sino el de la enfermedad mental.
Una de las conclusiones de la antipsiquiatría es que nada, según el conocimiento actual del funcionamiento del cerebro, permite explicar nuestras elecciones. El libre albedrío no es un fenómeno químico o eléctrico. Es imposible leer nuestros pensamientos en el cerebro. Si bien es exacto que ciertos pensamientos desencadenan ciertas reacciones químicas, la causa de la reacción es el pensamiento libre. El psicoanálisis, como la psiquiatría, sólo serviría para negar el libre albedrío y para disminuir la responsabilidad individual.
Para Szasz, el mito teológico de la herejía fue remplazado por el mito científico de la enfermedad mental, la persecución de brujas y herejes por la persecución de pacientes mentales y drogadictos, y la poderosa burocracia papal de la Inquisición por la poderosa burocracia estatal de la Psiquiatría Institucional.
Por su parte, Thomas Szasz, desde la publicación de El derecho, la libertad y la psiquiatría (1963), ha advertido que la Psiquiatría Institucional se ha convertido en una agencia represiva de control social.
Hay que considerar otro tipo de hechos: los conflictos personales e interpersonales tales como la angustia, la ambición, las dificultades o desviaciones sexuales, las desavenencias familiares, las fobias, las inhibiciones y demás problemas propios de la fragilidad humana; se piensa entonces que la vida es armónica y que los conflictos son causados por psicopatologías subyacentes que es preciso curar para ser felices. Esta es la versión pseudocientífica actual de la psiquiatría y la psicología clínica convencionales. No obstante, parece más realista aceptar que la vida es, en sí, una ardua construcción, y que lo que llamamos salud mental es, con más propiedad, la virtud o sanidad espiritual, la que no se logra mediante un arduo y tortuoso camino de aprendizaje, sino más bien con aquella higiene del alma que es la fe, la cual opera mediante la renovación del espíritu de nuestra mente.
Aquí cabe una gran responsabilidad social y espiritual a los científicos y profesionales médicos, de revisar su concepción del hombre para promover estilos de vida y de pensar saludables, y aspirar a una salud integral que abarque al hombre interior y exterior, aquello que desde el entronque de la antropología hebrea y la moderna medicina psicosomática aparece como el verdadero ser del hombre, su unidad psico-biológica indisociable.
La teoría de la enfermedad mental tuvo, pues, su utilidad histórica hasta el siglo pasado, pero en la actualidad se encuentra científica y médicamente desfasada pues arriesga diagnosticar y tratar como enfermos mentales a pacientes con enfermedades cerebrales o de otro tipo que padecen trastornos involuntarios de conducta; y es moral y políticamente nociva porque ha pretendido ser explicación de la infelicidad humana, cuyas manifestaciones fenoménicas pueden aparecer —biográficamente— bajo la forma de problemas económicos, existenciales, morales o políticos, pero que, estrictamente
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