CRONICA ROJA
Enviado por 023120378 • 22 de Noviembre de 2012 • 10.169 Palabras (41 Páginas) • 409 Visitas
El pie del
diablo
Arthur Conan Doyle (1859 - 1930)
Al relatar de vez en cuando algunas de las
experiencias curiosas y los recuerdos interesantes que
asocio con mi amistad íntima y prolongada con Mr.
Sherlock Holmes, me he topado constantemente con las
dificultades que me ha causado su aversión por la
publicidad. Para su carácter austero y cínico el aplauso
popular siempre ha sido aborrecible, y nada le divertía
más al cerrar con éxito un caso que traspasar el mérito a
algún oficial ortodoxo, y escuchar con sonrisa burlona el
coro general de felicitaciones equivocadas. Ha sido en
realidad esta actitud por parte de mi amigo, y no desde
luego la falta de material interesante, lo que en los
últimos años me ha obligado a publicar muy pocos de
mis relatos. Mi participación en algunas de sus
aventuras siempre ha sido un privilegio que me ha
exigido discreción y reticencia.
Quedé, pues, enormemente sorprendido al recibir el
martes pasado un telegrama de Holmes -nunca se ha
sabido de él que escribiera cuando bastaba un
telegrama- en los términos siguientes: “¿Por qué no
contarles el horror de Cornualles, el más extraño caso
que se me ha encomendado?” Ignoro qué resaca de su
cerebro había refrescado el caso en su memoria, o qué
antojo le había hecho desear que yo lo relatase; pero me
apresuré, antes de que llegara otro telegrama
cancelando aquél, a rebuscar las notas que me darían © RinconCastellano 1997 – 2011 www.rinconcastellano.com
El pie del diablo
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los detalles exactos del caso, y a exponerles el caso a mis lectores.
Fue en la primavera del año 1897, cuando en la férrea constitución de Holmes
aparecieron algunos síntomas de debilitamiento frente a un trabajo duro, constante y del
tipo más agotador, agravado, además, por sus propias imprudencias ocasionales. En marzo
de aquel año el doctor Moore Agar, de la calle Harley, cuya dramática presentación a
Holmes quizá cuente algún día, le dio órdenes terminantes al famoso detective privado de
dejar a un lado todos sus casos y entregarse a un completo descanso, si quería evitar un
colapso. Su estado de salud no era asunto por el que Holmes se tomase el más mínimo
interés, ya que tenía una gran capacidad de abstracción mental, pero al final fue inducido,
bajo la amenaza de quedar inhabilitado para el trabajo de forma permanente, a buscarse un
cambio total de escena y de aires. Así fue como a principios de primavera de aquel mismo
año nos trasladamos a una casita de campo cerca de la bahía de Poldhu, en el extremo más
alejado de la península de Cornualles.
Era un lugar singular, especialmente adecuado para el humor sombrío de mi paciente.
Desde las ventanas de nuestra casita encalada, construida en lo alto de una colina muy
verde, dominábamos todo el siniestro semicírculo de la bahía de Mounts, esa antigua
trampa mortal para los veleros, con su hilera de negros acantilados y arrecifes azotados por
las olas, contra los que habían hallado la muerte innumerables marineros. Con viento del
norte la bahía permanece plácida y abrigada, invitando a las embarcaciones sacudidas por la
tempestad a virar hacia ella en busca de descanso y protección.
Pero luego vienen el súbito remolino de viento, las ráfagas huracanadas del sudoeste, el
ancla arrancada, la orilla a sotavento, y la última batalla en el rompiente espumoso. El
marinero prudente está siempre alejado de ese lugar maldito.
Por el lado de tierra nuestros alrededores eran tan sombríos como el mar. Era aquélla
una zona de páramos ondulantes, solitarios y grises, con un campanario aquí y allá para
marcar el emplazamiento de algún que otro pueblo de tiempos pasados. En cualquier
dirección de los páramos había vestigios de una raza ya desaparecida que no había dejado
como constancia de su paso sino extraños monumentos de piedra, túmulos irregulares que
contenían las cenizas incineradas de los muertos, y curiosas construcciones de tierra que
apuntaban a la lucha prehistórica. El embrujo y misterio de la región, con su siniestra
atmósfera de naciones olvidadas, apelaba a la imaginación de mi amigo, quien pasaba gran
parte de su tiempo dando largos paseos y sumiéndose en meditaciones solitarias en los
páramos. La antigua lengua de Cornualles también había atraído su atención, y recuerdo
que se le metió en la cabeza la idea de que era muy similar al caldeo y constituía una
derivación directa del lenguaje de los comerciantes de estaño fenicios.
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