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CRONICA ROJA

02312037822 de Noviembre de 2012

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El pie del

diablo

Arthur Conan Doyle (1859 - 1930)

Al relatar de vez en cuando algunas de las

experiencias curiosas y los recuerdos interesantes que

asocio con mi amistad íntima y prolongada con Mr.

Sherlock Holmes, me he topado constantemente con las

dificultades que me ha causado su aversión por la

publicidad. Para su carácter austero y cínico el aplauso

popular siempre ha sido aborrecible, y nada le divertía

más al cerrar con éxito un caso que traspasar el mérito a

algún oficial ortodoxo, y escuchar con sonrisa burlona el

coro general de felicitaciones equivocadas. Ha sido en

realidad esta actitud por parte de mi amigo, y no desde

luego la falta de material interesante, lo que en los

últimos años me ha obligado a publicar muy pocos de

mis relatos. Mi participación en algunas de sus

aventuras siempre ha sido un privilegio que me ha

exigido discreción y reticencia.

Quedé, pues, enormemente sorprendido al recibir el

martes pasado un telegrama de Holmes -nunca se ha

sabido de él que escribiera cuando bastaba un

telegrama- en los términos siguientes: “¿Por qué no

contarles el horror de Cornualles, el más extraño caso

que se me ha encomendado?” Ignoro qué resaca de su

cerebro había refrescado el caso en su memoria, o qué

antojo le había hecho desear que yo lo relatase; pero me

apresuré, antes de que llegara otro telegrama

cancelando aquél, a rebuscar las notas que me darían © RinconCastellano 1997 – 2011  www.rinconcastellano.com

El pie del diablo

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los detalles exactos del caso, y a exponerles el caso a mis lectores.

Fue en la primavera del año 1897, cuando en la férrea constitución de Holmes

aparecieron algunos síntomas de debilitamiento frente a un trabajo duro, constante y del

tipo más agotador, agravado, además, por sus propias imprudencias ocasionales. En marzo

de aquel año el doctor Moore Agar, de la calle Harley, cuya dramática presentación a

Holmes quizá cuente algún día, le dio órdenes terminantes al famoso detective privado de

dejar a un lado todos sus casos y entregarse a un completo descanso, si quería evitar un

colapso. Su estado de salud no era asunto por el que Holmes se tomase el más mínimo

interés, ya que tenía una gran capacidad de abstracción mental, pero al final fue inducido,

bajo la amenaza de quedar inhabilitado para el trabajo de forma permanente, a buscarse un

cambio total de escena y de aires. Así fue como a principios de primavera de aquel mismo

año nos trasladamos a una casita de campo cerca de la bahía de Poldhu, en el extremo más

alejado de la península de Cornualles.

Era un lugar singular, especialmente adecuado para el humor sombrío de mi paciente.

Desde las ventanas de nuestra casita encalada, construida en lo alto de una colina muy

verde, dominábamos todo el siniestro semicírculo de la bahía de Mounts, esa antigua

trampa mortal para los veleros, con su hilera de negros acantilados y arrecifes azotados por

las olas, contra los que habían hallado la muerte innumerables marineros. Con viento del

norte la bahía permanece plácida y abrigada, invitando a las embarcaciones sacudidas por la

tempestad a virar hacia ella en busca de descanso y protección.

Pero luego vienen el súbito remolino de viento, las ráfagas huracanadas del sudoeste, el

ancla arrancada, la orilla a sotavento, y la última batalla en el rompiente espumoso. El

marinero prudente está siempre alejado de ese lugar maldito.

Por el lado de tierra nuestros alrededores eran tan sombríos como el mar. Era aquélla

una zona de páramos ondulantes, solitarios y grises, con un campanario aquí y allá para

marcar el emplazamiento de algún que otro pueblo de tiempos pasados. En cualquier

dirección de los páramos había vestigios de una raza ya desaparecida que no había dejado

como constancia de su paso sino extraños monumentos de piedra, túmulos irregulares que

contenían las cenizas incineradas de los muertos, y curiosas construcciones de tierra que

apuntaban a la lucha prehistórica. El embrujo y misterio de la región, con su siniestra

atmósfera de naciones olvidadas, apelaba a la imaginación de mi amigo, quien pasaba gran

parte de su tiempo dando largos paseos y sumiéndose en meditaciones solitarias en los

páramos. La antigua lengua de Cornualles también había atraído su atención, y recuerdo

que se le metió en la cabeza la idea de que era muy similar al caldeo y constituía una

derivación directa del lenguaje de los comerciantes de estaño fenicios.

Recibió un envío de libros de filología, y se disponía a consagrarse al desarrollo de su

tesis cuando de repente, para pesar mío y alborozo manifiesto de él, nos encontramos, © RinconCastellano 1997 – 2011  www.rinconcastellano.com

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incluso en aquella tierra de sueños, sumergidos en un problema ocurrido a nuestra puerta,

más intenso, más absorbente e infinitamente más misterioso que cualquiera de los que nos

habían hecho salir de Londres. Nuestra vida sencilla y plácida, nuestra saludable rutina

fueron interrumpidas violentamente, y nosotros nos vimos precipitados en el centro de una

serie de sucesos que provocaron una excitación extrema no sólo en Cornualles, sino

también en toda la parte occidental de Inglaterra. Quizá muchos de mis lectores conserven

algún recuerdo de lo que se llamó entonces el “Horror de Cornualles”, aunque a la prensa

de Londres no llegó más que un relato muy incompleto del asunto. Ahora, trece años

después, voy a dar a conocer públicamente los auténticos detalles de aquel caso

inconcebible.

Ya he dicho que unos cuantos campanarios diseminados indicaban la situación de los

pueblos que salpicaban aquella parte de Cornualles. El más cercano era la aldea de

Tredannick Wollas, donde las casas de unos doscientos habitantes se apiñaban en torno a

una iglesia antigua y cubierta de musgo. El vicario de la parroquia, Mr. Roundhay, tenía algo

de arqueólogo, y, como tal, había trabado amistad con Holmes. Era un hombre de mediana

edad, atractivo y afable, con un caudal considerable de erudición local. Invitados por él,

fuimos un día a tomar el té en la vicaría, conociendo asimismo a Mr. Mortimer Tregennis, un

caballero independiente que había incrementado los escasos recursos del sacerdote

alquilando habitaciones en su casa espaciosa y destartalada. El vicario, que era soltero,

estaba encantado de haber llegado a un acuerdo de este tipo, a pesar de no tener apenas

nada en común con su huésped, que era un hombre delgado, moreno, con gafas, y con un

encorvamiento de espalda que daba la impresión de una auténtica deformidad física.

Recuerdo que durante nuestra corta visita encontramos al vicario locuaz, y a su inquilino

extrañamente reservado, con expresión triste, y entregado a la introspección; todo el

tiempo permaneció sentado con la mirada perdida, aparentemente absorto en sus propios

asuntos.

Esos fueron los dos hombres que entraron abruptamente en nuestra sala de estar el

martes 16 de marzo, poco después de la hora del desayuno, cuando estábamos fumando

juntos y preparándonos para nuestra excursión diaria por los páramos.

-Mr. Holmes -dijo el vicario, con voz agitada-, durante la noche ha ocurrido un suceso de

lo más trágico y extraordinario. Es algo de verdad insólito. No podemos sino considerar

como un don de la providencia que esté usted aquí en estos momentos, porque en toda

Inglaterra no hay un hombre al que necesitemos más.

Clavé en el intruso vicario una mirada poco amistosa; pero Holmes se quitó la pipa de los

labios y se irguió en su silla, como un viejo sabueso que oye el grito de “¡Zorro a la vista!”

Señaló el sofá con el dedo, y el palpitante vicario, con su agitado compañero, se sentaron en

él, uno junto al otro. Mr. Mortimer Tregennis se dominaba más que el sacerdote, pero el © RinconCastellano 1997 – 2011  www.rinconcastellano.com

El pie del diablo

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crispamiento de sus manos delgadas y el brillo de sus ojos oscuros delataban la emoción que

compartía con éste.

-¿Hablo yo, o lo hace usted? -preguntó al vicario.

-Bueno, como parece ser que es usted quien ha hecho el descubrimiento, sea lo que

fuere, y el vicario lo sabe todo de segunda mano, quizá será mejor que hable, Mr. Tregennis

-dijo Holmes.

Lancé una mirada al vicario, vestido apresuradamente, a su inquilino, sentado junto a él,

ataviado con toda formalidad, y me divirtió la sorpresa que había producido en sus rostros la

simple deducción de Holmes.

-Quizá será mejor que diga primero unas palabras -dijo el vicario-, y entonces usted

mismo juzgará si prefiere escuchar los detalles de Mr. Tregennis, o salir corriendo sin

pérdida de tiempo hacia el escenario de tan misterioso suceso. Explicaré, pues, que nuestro

amigo

...

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