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EL JARDIN SECRETO


Enviado por   •  15 de Junio de 2013  •  Tesis  •  19.918 Palabras (80 Páginas)  •  910 Visitas

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EL JARDIN SECRETO

I

NO HA QUEDADO NADIE

CUANDO Mary Lennox se fue a vivir con su tío a Misselthwaite Manor, todos decían

que era una niña de aspecto muy desagradable; y era cierto. En su cara delgada se reflejaba una expresión amarga. Su cuerpo era flaco y pequeño; su pelo, de color amarillo, era fino y escaso; su rostro era también pálido, quizás porque había nacido en la India, en donde, por una razón u otra, enfermaba continuamente.

Su padre había sido empleado del gobierno inglés y sus obligaciones eran innumerables. Su madre, una mujer de gran belleza, sólo se preocupaba de asistir a las más alegres fiestas. Ella no quería tener una niña; por eso, cuando Mary nació, la entregó al cuidado de una aya a quien dio a entender que, para servir bien a laMem Sahib* debía mantenerla alejada de su presencia.

Así, esta niña irritable, débil y feúcha estuvo siempre lejos de su madre. Ella sólo recordaba haber visto a su alrededor las caras morenas de su aya y de los demás sirvientes hindúes. Estos, para que no llorara o molestara a la Mem Sahib, la obedecían y le daban gusto en todo. De esta manera, al cumplir los seis años, Mary se había con- vertido en un ser tiránico y egoísta. La joven institutriz inglesa contratada para enseñarle a leer y escribir le tomó tal antipatía que a los tres meses dejó su trabajo. Otro tanto ocurrió con las institutrices que la sucedieron, y si a Mary no le hubiera interesado verdaderamente saber lo que contenían los libros, ni siquiera habría aprendido a leer.

Tenía casi nueve años cuando una mañana de intenso calor la niña despertó muy

malhumorada. Se enfadó aun más al ver a su lado a una sirvienta que no era su aya.

–¿Por qué has venido? –preguntó–. Yo no quiero que te quedes. Envíame a mi aya.

La mujer, que se veía asustada, sólo atinó a tartamudear que su aya no podía acudir.

Mary se enfureció de tal manera que la sirvienta, cada vez más atemorizada, sólo

atinaba a repetir que el aya no podía cuidar a la Missie Sahib.**

Esa mañana parecía haber algo misterioso en el aire y nada era como de costumbre. Varios empleados habían desaparecido y aquellos a quienes Mary divisó se escabullían o corrían con caras cenicientas y asustadas. Pero nadie dijo nada a la niña acerca de lo que sucedía y tampoco su aya fue a verla. A medida que avanzaba la mañana, Mary se sentía cada vez más sola; se dirigió al jardín y comenzó a jugar bajo un árbol cerca de la casa.

Mientras fingía hacer pequeños ramos de hibiscos rojos, su enojo se fue intensificando, al mismo tiempo que murmuraba por lo bajo todas aquellas palabras y nombres desagradables que diría a su aya en cuanto volviera.

De pronto, escuchó a su madre. Ella había salido al corredor y hablaba con voz extraña a un joven que más parecía un muchacho. Mary sabía que era un oficial recién llegado de Inglaterra. La niña los observó fijamente, en particular a su madre, a quien siempre admiraba cuando tenía la oportunidad, puesto que la Mem Sahib –Mary a menudo la llamaba así– era una mujer alta, delgada y muy hermosa, de grandes y sonrientes ojos. Sus finas ropas parecían flotar y a Mary le hacía el efecto que siempre estaban cubiertas de encajes. Pero esa mañana sus ojos no sonreían; al contrario, se veían grandes y asustados mientras, con expresión implorante, se alzaban hacia el joven oficial a quien habló con voz trémula:

–¿De verdad, es tan seria la situación? –la oyó decir Mary.

–Muy grave –contestó el joven–. Terrible, señora Lennox. Hace dos semanas que usted

debería haberse dirigido a las montañas.

La Mem Sahib se retorció las manos.

–¡Ya sé que lo debiera haber hecho! –exclamó–. Sólo me quedé para asistir a esa

estúpida fiesta. ¡Qué tonta fui!

En ese momento se escuchó un fuerte y prolongado lamento que provenía de las

habitaciones de los sirvientes. Mary empezó a temblar de la cabeza a los pies.

–¿Qué pasa? ¿Qué sucede? –preguntó la señora Lennox.

–Alguien ha muerto –respondió el joven–. Usted no me dijo que había estallado entre

sus sirvientes.

–¡No lo sabía! –gritó la Mem Sahib–. ¡Venga conmigo! ¡Venga! –dijo, y corrió hacia el

interior de la casa.

A partir de ese momento los hechos se sucedieron en forma terrible y, por fin, Mary comprendió el misterio de la mañana. Se había declarado una violenta epidemia de cólera y las personas morían por cientos. El aya se había indispuesto durante la noche y su muerte fue la causa del lamento de los sirvientes. Antes de finalizar el día, fallecie- ron otros empleados, y los que aún quedaban vivos huyeron presas del terror. El pánico se extendió por la ciudad porque en casi todos los hogares había víctimas de la enfermedad.

En medio de la confusión y el desconcierto del día siguiente, Mary se escondió en su habitación. Como nadie se acordó de ella, quedó en la más completa ignorancia de los graves sucesos que ocurrían en la casa. Durante muchas horas estuvo sola y a intervalos durmió y lloró. Únicamente sabía que había muchos enfermos y hasta ella llegaban misteriosos y extraños sonidos. En un momento se deslizó hasta el desierto comedor en donde quedaban restos de comida. El desorden de las sillas y platos indicaba que, por alguna razón, alguien los había empujado al levantarse de improviso. La niña comió algunas frutas y galletas y, como tenía sed, bebió un vaso de vino dulce que estaba allí, a medio consumir. Luego, sintiéndose adormecida, volvió a encerrarse en su dormitorio. Los gritos que oía a lo lejos y el ruido de pasos precipitados la asustaban, pero el vino le provocó tanto sueño que pronto ya no pudo mantener los ojos abiertos. Se recostó y por largas horas durmió profundamente sin saber lo que pasaba a su alrededor.

Cuando despertó, se quedó tendida mirando hacia la pared. El silencio era absoluto. No se escuchaban voces ni pasos. Mary pensó que quizás los enfermos se habrían mejorado y todos los problemas

...

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