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Epistemologia

ValeriaBasante21 de Marzo de 2013

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ciendo una señal vaga hacia el Atlántico. Yo miré con atención.

—Lo sé —contesté—. Los veo.

—No, no los puedes ver —repuso ella, casi con severidad, antes de

volver a la cocina—. Están demasiado lejos.

¿Cómo podía saber ella si yo los veía o no?, me pregunté. Forzando

la vista, me había parecido discernir una fina franja de tierra en el horizonte

sobre la que unas pequeñas figuras se empujaban, pegaban y peleaban con

espadas como en mis cómics. Pero quizá tuviera razón. Quizá se trataba sólo

de mi imaginación; como los monstruos de medianoche que, en ocasiones,

todavía me despertaban de un sueño profundo, con el pijama empapado de

sudor y el corazón palpitante.

¿Cómo se puede saber cuando alguien sólo imagina? Me quedé

contemplando las aguas grises hasta que se hizo de noche y me mandaron a

lavarme las manos para cenar. Para mi delicia, mi padre me tomó en brazos.

Podía notar el frío del mundo exterior contra su barba de un día.

---ooo---

Un domingo de aquel mismo año, mi padre me había explicado con

paciencia el papel del cero como punto de origen en aritmética, los nombres

de sonido malicioso de los números grandes y que no existe el número más

grande («Siempre puedes añadir uno más», decía). De pronto me entró una

compulsión infantil de escribir en secuencia todos los números enteros del

uno al mil. No teníamos ninguna libreta de papel, pero mi padre me ofreció el

montón de cartones grises que guardaba cuando le traían las camisas de la

lavandería. Empecé el proyecto con entusiasmo, pero me sorprendió lo lento

que era. Cuando me encontraba todavía en los cientos más bajos, mi madre

anunció que era la hora del baño. Me quedé desconsolado. Tenía que llegar a

mil. Intervino mi padre, que toda la vida actuó de mediador: si me sometía al

baño sin rechistar, él continuaría la secuencia por mí. Yo no cabía en mí de

contento. Cuando salí del baño ya estaba cerca del novecientos, y así pude

llegar a mil sólo un poco después de la hora habitual de acostarme. La

magnitud de los números grandes nunca ha dejado de impresionarme.

También en 1939, mis padres me llevaron a la Feria Mundial de

Nueva York. Allí se me ofreció una visión de un futuro perfecto que la

ciencia y la alta tecnología habían hecho posible. Habían enterrado una

cápsula llena de artefactos de nuestra época, para beneficio de la gente de un

futuro lejano... que, asombrosamente, quizá no supiera mucho de la gente de

1939. El «mundo del mañana» sería impecable, limpio, racionalizado y, por

lo que yo podía ver, sin rastro de gente pobre.

«Vea el sonido», ordenaba de modo desconcertante un cartel. Y,

desde luego, cuando el pequeño martillo golpeaba el diapasón aparecía una

bella onda sinusoide en la pantalla del osciloscopio. «Escuche la luz»,

exhortaba otro cartel. Y, cuando el flash iluminó la fotocélula, pude escuchar

algo parecido a las interferencias de nuestra radio Motorola cuando el dial no

daba con la emisora. Sencillamente, el mundo encerraba una serie de

maravillas que nunca me había imaginado. ¿Cómo podía convertirse un tono

en una imagen y la luz en ruido?

Mis padres no eran científicos. No sabían casi nada de ciencia. Pero,

al introducirme simultáneamente en el escepticismo y lo asombroso, me

enseñaron los dos modos de pensamiento difícilmente compaginables que

son la base del método científico. Su situación económica no superaba en

mucho el nivel de pobreza. Pero cuando anuncié que quería ser

...

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