HISTORIA DE LAS COSAS
DANNIXITO1412 de Febrero de 2014
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Introducción
Crecer en la verde y cautivante ciudad de Seattle durante los años setenta era una experiencia idílica, pero el verdadero deleite llegaba en el verano, cuando mi familia y yo amontonábamos los bártulos de camping en la camioneta y enfilábamos hacia la deslumbrante Cordillera de las Cascadas. Como en aquellos días aún no había dvd en el asiento trasero, durante el viaje miraba por la ventanilla y me sumergía en una atenta contemplación del paisaje. Año a año notaba que los minicentros comerciales y las casas se extendían un poco más lejos, mientras que los bosques iban menguando y empezaban más adelante. ¿Adónde iban a parar mis adorados bosques?
Encontré la respuesta a esa pregunta unos años más tarde en la ciudad de Nueva York, ni más ni menos. El campus del Barnard College, donde cursaba mis estudios sobre medio ambiente, estaba en la calle 116 Oeste del Upper West Side de Manhattan,y mi dormitorio en la calle 110 Oeste. Todas las mañanas, recorría las seis cuadras con paso cansino, con la mirada fija en esos montículos de basura que festonean las calles de Nueva York al romper el alba. Diez horas más tarde, cuando caminaba de regreso a mi residencia de estudiantes, las aceras estaban vacías. La cuestión me intrigaba. Comencé a fisgonear para ver qué había en esas interminables pilas de basura. Increíble… En su mayor parte eran papeles.
¡Papeles! Ahí era donde iban a parar mis árboles. (De hecho, aproximadamente el 40% de los residuos municipales de Estados Unidos consiste en productos de papel.)1 Los árboles salían de mis bosques del Pacífico Norte, llegaban a las veredas del Upper West Side de Manhattan y… ¿adónde iban después?
De repente sentí una gran curiosidad. No podía quedarme ahí; necesitaba descubrir adónde iba a parar el papel que desaparecía día a día del borde de la vereda. Entonces hice una excursión al infausto vertedero de Fresh Kills, en Staten Island. Con su extensión de 11,9 kilómetros cuadrados, Fresh Kills era uno de los basurales más grandes del mundo. En 2001, año de su cierre oficial, se decía que esa montaña hedionda era la estructura más grande que la mano humana hubiera erigido en el planeta, con un volumen mayor que el de la Gran Muralla China y picos que le llevaban 24 metros de altura a la Estatua de la Libertad.2
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Nunca había visto nada igual. Me quedé en el borde, completamente desconcertada. En todas direcciones, hasta perderse en el horizonte, había restos de sillones, electrodomésticos, cajas de cartón, carozos de manzanas, ropa, bolsas de plástico, libros y toneladas de las cosas* más diversas. Me sentía como si estuviera frente a un sangriento accidente automovilístico, con deseos contradictorios de volver la cabeza y clavar la vista al mismo tiempo. Ésa era la sensación que me causaba el basural. Yo había crecido con una madre soltera en el período inmediatamente posterior a la Depresión: una madre que había instilado en sus hijos el sentido del respeto por la calidad en desmedro de la cantidad. Un poco por su filosofía de vida y otro poco por necesidad económica, mi juventud quedó marcada por aquel dicho popular de la Segunda Guerra Mundial: “Úsalo, gástalo, arréglalo o arréglate sin él”. En mi casa no abundaban los desechos ni el consumo superfluo. Disfrutábamos de todo lo que teníamos, lo cuidábamos bien y conservábamos cada objeto hasta que se hubiera extinguido su última gota de utilidad.
Justamente por eso, las montañas de materiales útiles reducidos a basura que ahora veía en Fresh Kills me resultaban incomprensibles: eran un terrible despropósito. ¿Quiénes habían establecido ese sistema? ¿Cómo podían permitir que continuara en pie las personas que sabían de su existencia? Por entonces se trataba de un enigma, pero me juré desentrañarlo. Después de dos décadas de trabajo detectivesco, cuando por fin descubrí la respuesta, lo llamé “la historia de las cosas”.
Interrelaciones
El viaje por la historia de las cosas me llevó por todo el mundo –en misiones de investigación y organización comunitaria para organizaciones ambientalistas como Greenpeace, Essential Action y la Alianza Global por Alternativas a la Incineración [Global Alliance for Incinerator Alternatives, gaia]–, no sólo para ver más basurales, sino también para visitar minas, fábricas, hospitales, embajadas, universidades, establecimientos agrícolas, oficinas del Banco Mundial y pasillos gubernamentales. Conviví con familias en aldeas indígenas tan aisladas que a mi llegada corrían a mi encuentro madres y padres desesperados en la creencia de que por fin había arribado la médica internacional –en su visita anual– que venía a curar a su hijo. Conocí a familias enteras que habitaban en basurales de las Filipinas, Guatemala y Bangladesh, alimentándose de las sobras y viviendo de los materiales que extraían de esas colinas humeantes y fétidas. Visité paseos de com*
En la edición en inglés, la autora usa el término Stuff (“cosas” en el sentido de pertenencias) con inicial mayúscula para destacar la palabra en el sentido específico y central que adquiere en el libro. En la traducción decidí usar versalitas para no recurrir a la inicial mayúscula, que en español no se utiliza tanto como en inglés para poner de relieve un sentido particular. [N. de la T.]
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pras en Tokio, Bangkok y Las Vegas… tan grandes, brillantes y plásticos que me hacían sentir como un personaje de Los Supersónicos o Futurama.
En todas partes me hice una y otra vez la misma pregunta: “¿Por qué?”. En todas partes indagué sin pausa, cada vez a mayor profundidad. ¿Por qué los basurales son tan peligrosos? Por las sustancias tóxicas que hay en la basura. Entonces, la primera pregunta es: ¿por qué hay sustancias tóxicas en los productos que llegan a la basura? Para responder a esta pregunta tuve que aprender sobre sustancias tóxicas, química y salud ambiental. ¿Por qué la mayoría de los basurales están situados en comunidades de bajos ingresos, donde vive y trabaja mucha gente de color? Esta pregunta me llevó a aprender sobre racismo ambiental.
Además, ¿por qué es tan rentable trasladar fábricas enteras a otros países? ¿Cómo es posible vender por un par de dólares un producto que recorre distancias tan grandes? De repente me vi en la necesidad de zambullirme en la lectura de tratados internacionales de comercio y analizar la influencia de las corporaciones en las regulaciones gubernamentales.
Y aún quedaba otra pregunta: ¿por qué los artículos electrónicos se rompen tan pronto y por qué es más barato reemplazarlos que repararlos? Entonces aprendí sobre obsolescencia planificada, publicidad y otros instrumentos que se usan para promover el consumismo. A primera vista, cada uno de estos temas parecía separado del siguiente, desligado de los demás, a gran distancia de aquellas pilas de basura acumulada en las calles neoyorquinas, y más lejos aun de los bosques de mi infancia. Sin embargo, al indagar se descubre que todo está vinculado.
El viaje me convirtió en una “pensadora sistémica”; es decir, comencé a creer que todo existe como parte de un sistema más abarcador y debe entenderse en relación con las otras partes. No se trata de un marco singular. ¿Recuerdan los lectores la última vez que tuvieron fiebre? Probablemente se habrán preguntado si el origen de la fiebre era una bacteria o un virus. La fiebre es una respuesta a un elemento extraño que se introduce en el sistema del cuerpo. Si no creyéramos que nuestro cuerpo es un sistema, tendríamos que buscar una fuente de calor bajo la frente recalentada o algún interruptor que se giró accidentalmente y le subió la temperatura. En biología aceptamos con facilidad la idea de sistemas múltiples (como el circulatorio, el digestivo, el nervioso) compuestos de partes (como las células o los órganos), así como el hecho de que esos sistemas interactúan unos con otros en el interior del cuerpo.
Todos aprendimos en la escuela cómo funciona el ciclo del agua, es decir, el sistema que transporta el agua, a través de sus diferentes estados –líquido, vapor y hielo sólido–, por toda la Tierra. Y también aprendimos qué es la cadena alimentaria, es decir, el sistema en el cual, por dar un ejemplo sencillo, el plancton es
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alimento del pez pequeño, que a su vez es alimento del pez más grande, que a su vez es alimento del ser humano. Entre esos dos sistemas, el del ciclo del agua y el de la cadena alimentaria –aunque uno sea inanimado y el otro esté formado por seres vivos–, se produce una interacción importante, porque los ríos y océanos del primero proporcionan el hábitat para las criaturas del segundo. Esto nos lleva al ecosistema, compuesto de partes y subsistemas físicos inanimados, como la roca y el agua, y partes vivas, como las plantas y los animales. La biosfera de la Tierra –otro nombre del ecosistema entero del planeta– es un sistema que existe dentro de algo mucho más grande, que llamamos sistema solar.
La economía también funciona como un sistema, y es por eso que puede producirse un efecto dominó en su interior, como ocurre cuando muchos se quedan sin trabajo y, por lo tanto, reducen sus gastos, lo cual implica que las fábricas no pueden vender tantas cosas, y en consecuencia se producen más despidos… que es exactamente lo que ocurrió en 2008 y 2009. El pensamiento sistémico en relación con la economía también explica una teoría como la del “goteo”, según la cual se otorgan diversos beneficios –como la reducción de impuestos– a los ricos para que inviertan más en sus negocios y empresas, lo
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