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Temporada de huracanes

JessrmzEnsayo11 de Noviembre de 2019

9.278 Palabras (38 Páginas)553 Visitas

Página 1 de 38

Universidad Nacional Autónoma de México.

Colegio de Ciencias y Humanidades.

Plantel Naucalpan.

Taller de Lectura, Redacción e Iniciación

a la Investigación Documental.

III.

Temporada de huracanes.

Moreno Ramírez Gerson Yael.

356.

Naucalpan de Juárez. Estado de México,  5  noviembre del 2019

Índice.

Introducción…………3

Desarrollo……...........5

Conclusión…………..19

Bibliografía…………..23

Introducción.

En este trabajo académico estaremos analizando más a fondo lo que es la novela “Temporada de huracanes”, de la autora Fernanda Melchor, el cual es una novela no tan extensa.

La novela al ver el título resulta no ser llamativo ya que al ponernos a analizar el libro o tratar de imaginarnos debió que trata, lo primero que se nos viene a la mente es que será una historia en la que sólo se la pasará hablando sobre desastres naturales pero no es así, la verdad que el libro resulta ser muy comprometedor y se vuelve cada vez más interesantes, por los contextos variados que esté nos trata.

Al estar leyendo este libro, desde primera estancia nos damos cuenta que trata, habla y se relata desde un México tercermundista, en el cual varias familias que se sitúan en el contexto tienen algo en común, que aunque sea muy mínimo o muy lejano o ya sea muy insignificante hace que tengan una conexión, esa conexión resulta por lo que viene siendo el personaje principal de la novela que es la famosa BRUJA.

Este libro cuenta con 233 páginas en las que las familias sufren distintas cosas, pero volviendo al contexto ninguno se sale de un pueblo tercermundista, en la que los personajes secundarios se ven en circunstancias difíciles, en las que un mexicano promedio hoy en día aún sigue pasando por la falta de recursos que hay y que le hacen falta a nuestro país desde hace años. La historia o las historias que se nos narran en la novela literaria se narran o se basan principalmente en un pueblo que es la Mantosa, donde ocurren varios sucesos con personajes secundarios los cuales tienen una conexión de forma muy indirecta entre sí.

Fernanda, nos atrapa con esta sencilla pero impresionante novela que sin lugar a duda nos ayuda a comprender y conocer cómo es que era ese México, estamos hablando de un pueblo del siglo xx, de los años setenta u ochenta, donde aún se de crimina a estas famosas personas que se dedican a la santería, y que como ya muchos saben y no es un mito a pleno siglo XXI que estás personas estaban malditas y que por lo tanto debían morir, y así es como el pueblo las rechazaba, pero que sin en cambio había personas quienes ocupaban de esta persona, que iban a visitarla para pedir brebajes,  o entre muchas otras a las que se dedicaba está persona.

Esta novela es muy realista en la forma en que la autora nos relata la historia, muy bien estructurada que está y sin duda el gran sabor de boca que nos deja, cabe destacar que nos resulta muchísimo más interesante por qué cómo ya dije en un México de antes, y por lo tanto nos aparece elementos los cuales desconocemos un poco por la época en que se redacta, lo cual resulta fascinante porque conocemos un nuevo pueblo, en el cual vivieron nuestros abuelos o quizás es que también a nuestros padres les toco vivir en un pueblo así.

El elemento principal que nos llega a topar con la bruja en la novela literaria es el huracán que azoto al pueblo entero en el año de 1978, que es ahí donde empieza todo un misterio sobre este famoso personaje de la bruja, que poco a poco el pueblo la va conociendo.

La novela es asombrosa por como se relata, quiero decir que la autora supo cogenerar muy bien los elementos que utilizo para esta novela, a mi punto de vista Fernanda supo o mas bien hizo un gran trabajo con temporada de huracanes ya que pues es a lo que ella se dedica.

Fernanda Melchor.

“Estudió periodismo en la Universidad Veracruzana (UV), donde fue coordinadora de comunicación universitaria en el campus Veracruz-Boca del Río3​. Es maestra en Estética y Arte por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

Ha publicado cuentos y relatos en publicaciones como La Palabra y el Hombre, ExcélsiorReplicanteRevista de Literatura Mexicana Contemporánea, Milenio semanal, Vice Latinoamérica, GQ Latinoamérica, Vanity Fair Latinoamérica, Le Monde Diplomatique y El Malpensante.3

Debutó como escritora mexicana en 2013 con la publicación de dos libros, Aquí no es Miami y Falsa liebre, éste último constituye su primera novela.4​ Su obra más reconocida ha sido Temporada de huracanes.”

Extraido de: https://es.wikipedia.org/wiki/Fernanda_Melchor

Desarrollo.

Eran cinco, y su líder, el único que llevaba traje de baño: una trusa colorada que ardía entre las matas sedientas del cañaveral enano de principios de mayo. El resto de la tropa lo seguía en calzoncillos, los cuatro calzados en botines de fango, los cuatro cargando por turnos el balde de piedras menudas que aquella misma mañana sacaron del río; los cuatro ceñudos y fieros y tan dispuestos a inmolarse que ni siquiera el más pequeño de ellos se hubiera atrevido a confesar que sentía miedo, al avanzar con sigilo a la zaga de sus compañeros, la liga de la resortera tensa en sus manos, el guijarro apretado en la badana de cuero, listo para descalabrar lo primero que le saliera al paso si la señal de la emboscada se hacía presente, en el chillido del bienteveo, reclutado como vigía en los árboles a sus espaldas, o en el cascabeleo de las hojas al ser apartadas con violencia, o el zumbido de las piedras al partir el aire frente a sus caras, la brisa caliente, cargada de zopilotes etéreos contra el cielo casi blanco y de una peste que era peor que un puño de arena en la cara, un hedor que daban ganas de escupir para que no bajara a las tripas, que quitaba las ganas de seguir avanzando. Pero el líder señaló el borde de la cañada y los cinco a gatas sobre la yerba seca, los cinco apiñados en un solo cuerpo, los cinco rodeados de moscas verdes, reconocieron al fin lo que asomaba sobre la espuma amarilla del agua: el rostro podrido de un muerto entre los juncos y las bolsas de plástico que el viento empujaba desde la carretera, la máscara prieta que bullía en una miríada de culebras negras, y sonreía.

Esa fue también la época en que la gente empezó a ver al animal volador que por las noches perseguía a los hombres que regresaban a casa por los caminos de tierra entre los pueblos, las garras abiertas para herirlos, o tal vez para llevárselos volando hasta el infierno, los ojos del animal iluminados por un fuego espantoso; la época también en que empezaron con el rumor de la estatua aquella que la Bruja tenía escondida en algún cuarto de aquella casa, seguramente en los del piso de arriba, a donde no dejaba pasar a nadie nunca, ni siquiera a las mujeres que iban a verla, y donde decían que se encerraba para fornicar con ella, con esta estatua que no era otra cosa que una imagen grandota del chamuco, la cual tenía un miembro largo y gordo como el brazo de un hombre empuñando la faca, una verga descomunal con la que la Bruja se ayuntaba todas las noches sin falta, y era por eso que ella decía que no le hacía falta marido, y en efecto, después de la muerte de don Manolo no volvió a conocérsele hombre alguno a la hechicera, y pues cómo, si ella misma se la pasaba echando pestes de los varones, diciendo que eran todos unos borrachos y unos huevones, unos pinches perros revolcados, unos puercos infames, y que antes muerta que dejar que cualquiera de esos culeros entrara a su casa y que ellas, las mujeres del pueblo, eran unas pendejas por aguantarlos, y los ojos le brillaban cuando decía eso y por un segundo volvía a verse hermosa de nuevo, con los cabellos alborotados y las mejillas pintadas de rosa por la emoción, y las mujeres del pueblo se santiguaban porque podían imaginarla desnuda, montando al diablo y hundiéndose en su verga grotesca hasta la empuñadura, el semen del diablo escurriéndole por los muslos, rojo como la lava, o verde y espeso como los menjurjes que borboteaban en el caldero sobre el fuego y que la Bruja les daba a beber a cucharadas para curarlas de sus males, o tal vez negro como el chapopote, negro como las pupilas inmensas y el cabello enmarañado de la criatura que un día descubrieron escondida bajo la mesa de la cocina, agarrada a la falda de la Bruja, tan muda y enteca que, en silencio, muchas mujeres rezaron para que no durara viva mucho tiempo, para que no sufriera; la misma criatura que tiempo después sorprendieron sentada al pie de las escaleras, con un libro abierto sobre las piernas cruzadas, sus labios chasqueando en silencio las palabras que sus ojazos negros iban leyendo, y la noticia corrió en cuestión de horas porque ese día hasta en Villa supieron que la hija de la Bruja seguía viva, cosa rara porque hasta los engendros que de vez en cuando parían los animales, los chivos de cinco patas o los pollos de dos cabezas, se morían a los pocos días de abrir los ojos, y en cambio la hija de la Bruja, la Chica, como empezaron a llamarla desde entonces, aquella criatura parida en el secreto y la vergüenza, se hacía más grande y más fuerte con cada día que pasaba, y pronto fue capaz de llevar a cabo cualquier quehacer que la madre le enjaretara: cortar la leña y acarrear el agua del pozo y caminar hasta el mercado de Villa, trece kilómetros y medio de ida y trece y medio de vuelta, con las bolsas del mercado y los huacales a cuesta, sin pararse nunca a descansar un instante, mucho menos apartarse del camino o pajarear con las demás chamacas del pueblo, porque de todos modos ninguna se atrevía a hablarle, ninguna siquiera se reía de ella, de sus pelos crespos y enmarañados y sus vestidos harapientos y sus enormes pies descalzos, tan alta y tan desgarbada, briosa como un muchacho y más inteligente que cualquiera, porque después de un tiempo se supo que era la Chica la que llevaba el gasto de la casa, y la que negociaba las rentas con las gentes del Ingenio, que seguían al sobres de aquel pedazo de tierra y aguardaban un descuido de las Brujas para despojarlas con argucias legales, aprovechando que no había papeles, que no había hombre alguno que las defendiera, aunque ni falta que les hacía porque la Chica quién sabe cómo había aprendido a negociar los dineros, y era tan cabrona que incluso un día se apareció por la cocina a ponerle precio a las consultas porque la Vieja –que en ese entonces no pasaba de los cuarenta años pero que parecía ya de sesenta por las arrugas y las canas y todos esos pellejos colgándole–, a la Vieja ya se le iba la onda y se le olvidaba cobrar las consultas, o se conformaba con lo que las mujeres quisieran darle: una panela de piloncillo, un cuarto de garbanzos secos, un cucurucho de limones ya medio podridos o un pollo con gusanera: chingaderas, vaya, hasta que la Bruja Chica puso un alto al desgarriate y un día se apareció en la cocina y con su voz tosca, desacostumbrada a hablar, dijo que los obsequios que las mujeres llevaban no bastaban para cubrir el precio de la consulta y que las cosas ya no podían seguir así, que a partir de entonces habría tarifas según la dificultad del encargo, según los recursos que la madre debiera emplear y el tipo de magia requerida para lograr el cometido, porque cómo iba a ser lo mismo curar unas almorranas que hacer que el hombre ajeno se rindiera por completo a los pies de una, o permitirles hablar con la madre muerta para saber si les ha perdonado el abandono en que la tuvieron en vida, ¿verdad? Así que de ese día en adelante las cosas iban a cambiar, y a muchas esto no les gustó nada, y dejaron de ir los viernes, y cuando se sentían mal iban con ese señor de Palogacho que parecía ser más efectivo que la Bruja porque a él iban a verlo desde la capital, gente famosa de la televisión, futbolistas, políticos en campaña, aunque pues sí era carero y como la mayoría de las mujeres no tenían ni para pagar el viaje en autobús hasta Palogacho mejor le dijeron a la Chica que órale pues, que de a cómo iba a ser entonces, que porque ellas nomás llevaban eso y que entonces qué procedía, y la Chica les mostró los dientes aquellos inmensos que tenía y les dijo que no se preocuparan, que si no les alcanzaba podían dejarle algo en prenda, como los aretes esos que llevabas puestos el otro día, o la cadenita de tu nena o ya de plano una cazuela de tamales de borrego, o la cafetera, la radio, la bicicleta, cualquier enser aceptaba, y si tardaban había que pagarle intereses porque de un día para otro comenzó también a prestar en efectivo, al treinta y cinco por ciento o tarifas peores, y todos en el pueblo decían que esas mañas eran del diablo, que cuándo se había visto que una chamaca fuera tan astuta, que de dónde lo habría sacado, y no faltaba el que decía en la cantina que eso de los intereses era un robo, que había que echarle encima a esa pinche vieja a las autoridades correspondientes, a la policía, que la metieran presa por agiotista y abusadora, qué se creía de andar explotando a la gente de La Matosa y demás rancherías, pero a la mera hora nadie hacía nada, porque quién más iba a prestarles dinero a cambio de posesiones tan miserables, y además nadie quería echarse a las Brujas de enemigas porque la verdad les tenían harto miedo. Si hasta los varones del pueblo se resistían a pasear de noche por esa casa; todo el mundo sabía de los ruidos que provenían de ahí adentro, los gritos y lamentos que se escuchaban desde la vereda y que la gente se imaginaba que eran las dos brujas fornicando con el diablo, aunque otros más bien pensaban que nomás era la Bruja Vieja que se estaba volviendo loca, porque para entonces ya casi no recordaba a la gente y entraba en trance a cada rato, y todos decían que Dios la estaba castigando por sus pecados y sus cochinadas, y sobre todo por haber procreado a esa heredera satánica, porque ya para entonces la Bruja presumía, cuando las mujeres se atrevían a preguntarle quién era el padre de la Chica, un misterio que nadie se aclaraba porque nadie supo bien cuándo llegó la hija al mundo; don Manolo, eso sí, llevaba muerto muchos años ya, y pues no se le conocía marido, no salía de la casa nunca ni frecuentaba los bailes, y en realidad lo que ellas realmente querían saber era si fueron sus propios maridos de ellas los que le hicieron aquella grosería de criatura, y por eso se les ponía la carne de gallina cuando la Bruja se les quedaba viendo con una sonrisa torva y les decía que la Chica era hija del diablo, y por Dios que sí se le parecía, cuando uno se le quedaba viendo a la muchacha y la comparaba con la imagen del chamuco derrotado por San Miguel Arcángel que había en el iglesia de Villa, sobre todo en los ojos y en las cejas, y las mujeres se persignaban y a veces por las noches hasta soñaban que el diablo las perseguía con la verga parada para hacerles un hijo, y se despertaban con lágrimas en los ojos y el interior de los muslos pringados y el vientre adolorido, y corriendo se iban a Villa a confesarse con el padre Casto, que las regañaba por andar creyendo en la brujería; porque también había gente que se reía de todos esos chismes, gente que decía que la Vieja nomás estaba loca y que a la Chica seguramente se la había robado de alguna ranchería, o luego estaban los que decían que la Sarajuana ya de vieja contaba que una noche llegaron a su cantina unos muchachos que no eran de ahí de La Matosa y posiblemente ni siquiera de Villa por la forma en que hablaban, y que ya borrachos empezaron a presumir que venían de cotorrearse a una vieja de La Matosa, una que había matado a su marido y que se las daba de muy bruja, y la Sarajuana enseguida paró la oreja y ellos siguieron contando cómo fue que se le metieron a la casa y cómo la golpearon para que se estuviera quieta y pudieran cogérsela entre todos, porque bruja o no, la verdad es que la pinche vieja esa estaba bien buena, bien sabrosa, y se ve que en el fondo le había gustado, por cómo se retorcía y chillaba mientras se la cogían, si todas son unas putas en este pinche pueblo rascuache, dijeron, y no faltó, porque nunca falta, como bien sabía la Sarajuana, un cabrón que se ofendía de que dijeran que La Matosa era un pueblo rascuache y se las hizo de pedo y se les fue encima y entre todos los que estaban en la cantina les metieron sus buenos vergazos a los chamacos esos, pero al final nadie sacó el machete, quizás porque los tumbaron pronto, o porque hacía demasiado calor para tomarse demasiado en serio la ofensa, y no había mujeres a quienes impresionar en el Sarajuana, ni siquiera las pobres escuálidas esas que subían de las chozas de la costa para prestarse a cambio de cerveza, nada, solo ellos y la Sara, que para entonces ya era para ellos como cualquier otro macho, de esos de cara prieta y bigote obligado y botella de cerveza caldeándose en la mano y el chirrido del ventilador sobre el techo, rajando con esfuerzo la calina que sus cuerpos despedían y la grabadora, za-ca-ti-to pal conejo, tronando sola junto a la candela, tiernito-verde voy a cortar, frente a la estampa de Martín Caballero, pa llevarle al conejito, y la sábila atada con el listón empapado en agua bendita, que ya-empiezá desesperar, sí señor, cómo no, y aguardiente de caña, pa conjurar las envidias, explicaba la Bruja, pa devolver el mal a quien lo merece, a quien lo envía. Por eso sobre la mesa de su cocina, mero en el centro, sobre un plato con sal gruesa, había siempre una manzana roja atravesada de arriba abajo con un cuchillo filetero y un clavel blanco que por ahí del viernes por la mañana las mujeres que madrugaban para ir a verla encontraban ya todo mustio y chupado, como podrido, amarilleado por las malas vibras que ellas mismas dejaban en aquella casa, una especie de corriente negativa que ellas creían acumular dentro en tiempos de aflicción y desgracia y que la Bruja sabía cómo purgarles con sus remedios, una miasma espesa pero invisible que se quedaba flotando en el aire viciado de esa casa encerrada, porque pues nadie supo bien cuándo había empezado el pavor de la Vieja a las ventanas, pero para cuando la Chica ya andaba por ahí correteando en la penumbra de salón del otro lado de la cocina, a donde nadie se atrevía a pasar nunca, para ese entonces, y con sus propias manos, la Vieja ya había tapiado todas las ventanas con bloque y cemento y palos y alambrada y hasta la puerta principal de roble casi negro, por donde sacaron el ataúd de don Manolo para llevárselo a enterrar a Villa, hasta esa puerta la tapó con ladrillo y pedacería de madera y cuanto pudo para que ya nunca se abriera y entonces ya solo se podía entrar a la casa por una puertecita que daba a la cocina desde el patio, porque por algún lado tenía que salir la Chica a meter el agua, a cuidar la huerta y hacer el mandado, y como no podía cerrarla entonces la Bruja mandó a poner una reja con barrotes más gruesos que los de las celdas en la cárcel de Villa, o eso era lo que presumía el herrero que le hizo el trabajo, y que cerraba con un candado del tamaño de un puño, cuya llave llevaba siempre la Vieja metida en el corpiño, sobre el seno izquierdo; una reja que cada vez más a menudo las mujeres del pueblo hallaban siempre cerrada, y como no se atrevían a tocar se quedaban ahí esperando hasta que escuchaban, a veces, los gritos y las blasfemias y los alaridos que la Vieja lanzaba mientras azotaba los muebles contras las paredes o contra el suelo, a juzgar por el ruido que se oía desde el patio mientras la Chica –como años después les contaría a las chicas de la carretera– se ocultaba bajo la mesa de la cocina y agarraba el cuchillo y se hacía ovillo ahí abajo, como cuando era niña y todo el pueblo creía y esperaba y hasta rezaba para que se muriera enseguida, para que no sufriera, que porque tarde o temprano el diablo iba a venir a reclamarla como suya y la tierra se partiría en dos y las Brujas caerían al abismo, derechito al lago de fuego del infierno, una por endemoniada y la otra por todos los crímenes que cometió con sus brujerías: por haber envenenado a don Manolo y hechizado a los hijos para que murieran en aquel accidente; por capar a los hombres del pueblo y debilitarlos con sus trabajos y brujerías y, sobre todo, por haber arrancado del vientre de las malas mujeres la semilla implantada ahí por derecho, disolverla en aquel veneno que la Vieja preparaba a quien se lo pidiera, y cuya receta heredó a la Chica antes de morirse, durante aquel encerrón que se dieron en los días previos al deslave del año setenta y ocho, cuando el huracán azotó contra la costa con furia y encono y relámpagos estentóreos tupieron de agua el cielo durante días enteros, anegando los campos y pudriéndolo todo, ahogando a los animales que pasmados por el viento y los truenos no pudieron salir a tiempo de los corrales y hasta a aquellos niños que nadie alcanzó a tomar en brazos cuando el cerro se desgajó y se vino abajo con un fragor de rocas y encinos desenraizados y un lodo negro que arrasó con todo hasta derramarse sobre la costa y convirtió en camposanto tres cuartas partes del poblado ante los ojos enrojecidos por el llanto de los que sobrevivieron, nomás porque alcanzaron a cogerse de las ramas de los mangos cuando el agua se fue sobre de ellos y aguantaron días ahí, abrazados a las copas, hasta que los soldados los sacaron a bordo de lanchas, una vez que el meteoro se disipó tras internarse en la sierra y el sol volvió a brillar por entre las nubes plomizas y la tierra comenzó a endurecerse de nuevo, y la gente, empapada hasta el tuétano, las carnes invadidas de líquenes parecidos a corales diminutos, con sus bestias y los hijos que les sobrevivieron a cuestas, llegaron en tropel a Villagarbosa a buscar refugio, ahí donde el gobierno los mandara: los bajos del palacio municipal, el atrio de la iglesia, y hasta la escuela suspendió las clases para recibirlos durante semanas enteras con sus cachivaches y sus lamentos y sus listas de muertos y desaparecidos, entre los que ya contaban a la Bruja y a su hija la endemoniada porque nadie había vuelto a verlas después del meteoro. Fue muchas semanas más tarde cuando la Chica se apersonó una mañana en las calles de Villa, vestida de negro por completo, negras las medias y negros los vellos de sus piernas, y negra la blusa de manga larga, y la falda y los zapatos de tacón y el velo que se había prendido con pasadores al chongo que recogía sus largos y oscuros cabellos en lo alto de la coronilla, una imagen que pasmó a todos, no sabían si del espanto o de la risa, por lo ridícula que lucía, con el calorón como para cocerle a uno los sesos y esta zonza vestida de negro, había que estar loca, ridícula, qué ganas de hacerle al mamarracho como los travestidos que año con año se aparecían en el carnaval de Villa, aunque la verdad es que nadie se atrevió a carcajearse en su cara, porque fueron muchos los que perdieron a sus seres queridos en aquellos días y al verla en aquel disfraz de parca, con ese andar solemne y a la vez cansino con que la muchacha arrastraba los pies hacia el mercado adivinaron la muerte de la otra, de la madre, de la Bruja Vieja, su desaparición del mundo, sepultada tal vez en el fango que se tragó medio pueblo; una muerte fea que sin embargo a la gente en el fondo le pareció demasiado benévola para la vida de pecado y simonía que llevó la hechicera, y nadie, ni siquiera las mujeres, ni siquiera ellas, las de siempre, las de todos los viernes, tuvieron el valor de preguntarle a la enlutada qué pasaría con el negocio, quién se encargaría de las curaciones, de las brujerías, y tuvieron que pasar años para que la gente volviera a la casa entre los cañaverales, años enteros que La Matosa tardó en volver a poblarse y llenarse otra vez de chozas y tendejones levantados sobre los huesos de los que quedaron enterrados bajo el cerro, gente de fuera, en su mayoría atraída por la construcción de la carretera nueva que atravesaría Villa para unir con el puerto y la capital los pozos petroleros recién descubiertos al norte, allá por Palogacho, una obra para la que se levantaron barracas y fondas y con el tiempo cantinas, posadas, congales y puteros en donde los choferes y los operadores y los comerciantes de paso y los jornaleros se detenían para escapar un rato de la monotonía de aquella carretera flanqueada de cañas, kilómetros y kilómetros de cañas y pastos y carrizos que tupían la tierra, desde el borde mismo del asfalto hasta las faldas de la sierra al oeste, o hasta la costa abrupta del mar siempre furioso en aquel punto, al este; matas y matas y matorrales achaparrados cubiertos de enredaderas que en la época de lluvias crecían a velocidades escabrosas, que amenazaban con tragarse las casas y los cultivos y que los hombres mantenían a raya a punta de machete, encorvados a las orillas de la carretera, en los márgenes del río, entre los surcos de la labor, los pies metidos en la tierra caliente, demasiado ocupados y demasiado orgullosos algunos como para hacerle caso a las miradas melancólicas que les dirigía, desde lejos, desde el sendero de tierra, el espectro aquel que vestido de negro rondaba los parajes solitarios del pueblo, las parcelas en donde trabajaban las cuadrillas de los novatos, los muchachos recién admitidos a sueldo de hambre, lampiños todos, correosos como sogas todos, los músculos de sus brazos y sus piernas y sus vientres estrujados por el trabajo y el sol abrasador y las corretizas en pos de un balón de trapo sobre la cancha del pueblo, al caer la tarde, y las carreras enloquecidas para ver quién llegaba primero a la bomba del agua, quién se tiraba antes al río, quién era capaz de hallar primero la moneda arrojada desde la orilla, quién de todos ellos escupía más lejos, sentados sobre el tronco del amate que colgaba sobre el agua tibia del ocaso, los rugidos y las risas, las piernas torneadas balanceándose al unísono, los hombros pegados unos con otros, las espaldas relucientes en su lustre de cuero bruñido; brillantes y prietas como el hueso del tamarindo, o cremosas como el dulce de leche o la pulpa tierna del chicozapote maduro. Pieles color canela, color caoba tirando a palo de rosa, pieles húmedas y vivas que desde lejos, desde aquel tronco a varios metros de distancia desde donde la Bruja los espiaba, se le figuraban tersas pero firmes y apretadas como la carne acidulada de la fruta aún verde, la más irresistible, la que más le gustaba, por la que suplicaba en silencio, concentrando la fuerza de su deseo en el haz penetrante de su negra mirada, oculta siempre en la espesura o paralizada por el ansia en los linderos de las parcelas, con las eternas bolsas del mandado colgando de sus brazos y los ojos humedecidos por la belleza de toda esa carne lozana, el velo alzado por encima de la cabeza para verlos mejor, para olerlos mejor, para saborear en la imaginación el aroma salitroso que los machos jóvenes dejaban flotando en el aire de la llanura, en la brisa que a finales del año se tornaba en un viento necio que hacía cascabelear las hojas de la caña y los flecos sueltos de los sombreros de palma y las puntas de sus pañuelos colorados y las flamas que corrían por el cañaveral pulverizando las matas mustias de diciembre hasta volverlas cenizas, ese viento que para el Día de los Inocentes ya empezaba a oler a caramelo quemado, a chamusquina, y que acompañaba el vaivén pesado de los últimos camiones cargados de inmensos fardos de caña renegrida alejándose hacia el Ingenio, bajo el cielo siempre nublado, cuando al fin los muchachos enfundaban el machete sin siquiera enjuagarlo y corrían hasta el borde de la carretera a quemar el dinero ganado con el sudor y las fibras de sus cuerpos exhaustos, y entre buche y buche de cerveza templada apenas por la nevera vetusta del Sarajuana que traqueteaba por encima del tumpa tumpa de la cumbia, y lo primero que pensamos, ya cayó, reunidos en torno a la mesa de plástico, sabrosa chiquitita, ya cayó, repasaban los sucesos de las últimas semanas y a veces coincidían en que todos la habían visto, o alguno incluso se la había topado de frente en algún camino, aunque ellos no le decían la Bruja Chica sino la Bruja a secas, y en su ignorancia y juventud la confundían a la vez con la Vieja y con los espantos de los cuentos que las mujeres del pueblo les contaban cuando eran pequeños: las historias de la Llorona, la mujer que mató a su prole entera por despecho y cuyo capricho le valió ser condenada a penar por toda la eternidad sobre la tierra y a lamentarse de su pecado convertida en un espectro horrible, con cara de mula encabritada y patas de araña peluda; o la historia de la Niña de Blanco, el fantasma que se te aparece cuando desobedeces a la abuela y te sales de noche de la casa para hacer cabronadas y la Niña de Blanco te sigue y cuando menos te lo esperas de pronto te llama por tu nombre y cuando te volteas te mueres de espanto al ver su rostro de calavera, y la Bruja era para ellos un espectro semejante pero harto más interesante por verdadero, una persona de carne y hueso que andaba por los pasillos del mercado de Villa, saludando a las marchantas, y no esas mamadas fantasmales que dicen las abuelas y las madres y las tías, pinche bola de viejas argüenderas, que lo que no quieren es que uno ande de cabrón por ahí en los descampados, ¿verdad?, y con lo divertido que es salirse de la casa en la noche y hacer maldades, espantar a los borrachos y tentar a las chamacas cuscas. Qué Bruja ni qué ocho cuartos, coincidían, esa vieja lo que quiere es cabeza, decía un vivillo, si me va a chupar la Bruja que empiece por aquí por el tallo, decía otro, y se agarraba las talegas, y entre la guasa y la risa y los eructos y las palmadas contra la mesa y las carcajadas que más bien parecían alaridos, no faltaba el gañán que se quedaba pensando que con todas esas tierras y con todo ese dinero que supuestamente tenía ahí escondido en cofres y sacos repletos de monedas de oro, que con todas esas riquezas la Bruja esa de los cañaverales bien podía darse el lujo de pagar por lo que ellos daban gratis a las muchachas del pueblo, y a uno que otro borrego perdido que lo andaba mereciendo, ¿verdad? Aunque nadie supo bien quién fue el valiente que se animó primero, el que juntó valor para cruzar la noche hasta llegar al caserón de la hechicera, cuidando bien que no lo vieran pararse frente a la reja, frente a la puerta de la cocina que de pronto se abría para revelar la presencia de una mujer muy alta y muy flaca, el manojo de llaves tintineando entre sus manos de palmas pálidas como cangrejos lunares que por momentos asomaban por las mangas negras de aquella túnica que parecía flotar en la oscuridad. Y es que el resplandor de las brasas que calentaban el caldero apenas alumbraba, aunque sí llenaba la cocina de vapores alcanforados que persistían varios días en el cabello de los muchachos que se fueron atreviendo, por ambición o adrenalina, por morbo o necesidad, a transar con la sombra que todas las noches les esperaba, temblorosa, lo más rápido posible para después correr por la vereda, a través de la campiña hasta llegar a la carretera, de vuelta a la seguridad del Sarajuana, donde el dinero que la sombra te metía en el bolsillo cuando al fin se decidía a soltarte era consumido en cervezas templadas. Y ni siquiera tuve que verle la cara, presumía el patán en turno, a quien quisiera escucharle; ni siquiera había tenido que hacer nada más que soportar sus manos y dejarse lamer por una boca que era también como una sombra que aparecía y desaparecía detrás de la tela áspera y mugrienta que le cubría la cabeza y que apenas se levantaba lo necesario cuando hacía falta pero que nunca desvelaba por completo, y hasta cierto punto ellos se lo agradecían, así como le agradecían el silencio casi absoluto en el que se desarrollaba todo aquello, sin gemidos ni suspiros ni distracciones ni palabras de ningún tipo, solo carne contra carne y un poco de saliva en la negrura brumosa de la cocina o en los pasillos decorados con imágenes de mujeres desnudas cuyos ojos de papel habían sido arrancados con las uñas. Y cuando el chisme de que la Bruja pagaba llegó hasta Villa y el resto de las rancherías de ese lado del río aquello se volvió una procesión, un peregrinar continuo de muchachos y hombres ya hechos que se peleaban por entrar primero y a veces nomás iban a echar bola, a bordo de camionetas y con la radio a todo volumen y cajas de cerveza que metían por la puerta de la cocina y se encerraban adentro y se escuchaba música y un bullicio como de fiesta, para espanto de las vecinas y sobre todo de las pocas mujeres decentes que aún quedaban en el pueblo, para entonces ya plenamente invadido de fulanas y pirujas venidas desde quién sabe dónde, atraídas por el rastro de billetes que las pipas del petróleo dejaban caer a su paso por la carretera, muchachas de poco peso y mucho maquillaje, que permitían, por el precio de una cerveza, que les metieran la mano y hasta los dedos mientras bailaban; muchachas más bien rollizas que parecían embadurnadas de manteca bajo los ventiladores averiados y que después de seis horas de fiesta ya no sabían qué era más cansado: si pasarse una hora sobándole la verga al hombre que las había escogido o fingir que realmente escuchaban lo que les contaba; muchachas más bien veteranas que bailaban solas cuando nadie las sacaba, ahí en medio de la pista de tierra apisonada, borrachas de cumbia y caña, perdidas en el ritmo amnésico del tumpa tumpa; muchachas gastadas antes de tiempo, arrancadas desde quién sabe dónde por el mismo viento que enredaba las bolsas de plástico en los cañales; mujeres cansadas de la vida, mujeres que de pronto se daban cuenta que ya no estaban para andarse reinventando con cada hombre que conocían, que ya de plano se reían, con los dientes despostillados, cuando les recordaban sus ilusiones de antaño; las únicas que, animadas por los rumores y los chismes que contaban las viejas del pueblo cuando bajaban a lavar la ropa al río o mientras esperaban su turno en la cola para la leche subsidiada, se atrevieron a ir a ver a la Bruja a su casa perdida entre los sembradíos, y a tocar la puerta hasta que la loca aquella vestida de viuda se asomaba por la puerta entreabierta y ellas le suplicaban que les prestara ayuda, que les hiciera los brebajes aquellos de los que las mujeres del pueblo seguían hablando, los brebajes que amarraban a los hombres y los dominaban por completo, y los que los repelían para siempre jamás, y los que se limitaban a borrar su recuerdo, y aquellos que concentraban el daño en la simiente que esos cabrones les habían pegado en los vientres antes de huirse en sus camiones, y aquellos otros, todavía más fuertes, que supuestamente liberaban los corazones de los resplandores fatuos del suicidio. Fueron ellas las únicas, en suma, a las que la Bruja decidió ayudar y, cosa rara, sin cobrarles un solo peso, lo cual era bueno porque la mayor parte de las chicas de la carretera con dificultad comían una vez al día y muchas no eran dueñas ni de la toalla con la que se limpiaban los humores de los machos con los que cogían, aunque tal vez al final lo hiciera porque a las chicas de la carretera no les avergonzaba caminar hasta allá con la cara descubierta y las nalgas bien paradas y sus voces cascadas por el humo y el desvelo, gritando: Bruja, Brujita, ábreme la puerta, cabrona desgraciada, que ya volví a cagarla de nuevo, hasta que la Bruja se asomaba, vestida con su túnica negra, y el velo torcido que a la luz del día, en la cocina revuelta, con el caldero volcado y el piso mugroso y salpicado de sangre seca, no bastaba para disimular los moretones que le inflaban los párpados, las costras que partían la boca y las cejas tupidas; las únicas a las que a veces la bruja les confesaba sus propias cuitas, tal vez porque ellas comprendían y sentían en carne propia lo cabrón que era el vicio de los hombres, y hasta le hacían bromas y la cabuleaban para que se riera, para que olvidara los golpes y hablara y dijera en voz alta los nombres de los cabrones que le habían pegado, los que entraban a su casa y le volteaban los muebles patas p’arriba porque andaban erizos y querían dinero, el tesoro que la Bruja dizque escondía en aquella casa, las monedas de oro y el anillo aquel con un diamante que según esto era tan grande como un puño, aunque la Bruja les juraba que no era cierto, que no había ningún tesoro, que ella vivía de la renta de las tierras que quedaban, unas parcelas repartidas alrededor de la casa en donde el Sindicato del Ingenio sembraba caña, y nomás había que ver cómo vivía, en un cuchitril lleno de cachivaches y cajas de cartón ya podrido, y bolsas de basura llenas de papeles y trapos y rafia y olotes y bolas de pelo caspiento y de polvo y cartones de leche y botellas de plástico vacías, pura pinche basura, puras pinches porquerías que los abusadores aquellos pisoteaban y rompían en su intento por abrir la puerta del cuarto de la planta de arriba, la recámara que desde hacía años, desde la época de su madre, permanecía cerrada, atrancada desde adentro por la Vieja, cuando en uno de sus ataques alucinados movió todos los muebles de la habitación contra la puerta de roble macizo, de tal forma que solo la masa y la fuerza de los siete uniformados que constituían el brazo de la ley de Villagarbosa, incluyendo los ciento treinta kilos del comandante Rigorito, lograron finalmente vencer, el mismo día que el cadáver de la pobre Bruja apa 

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