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Vivir En La Tierra

ARMINSHIVERS21 de Abril de 2013

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DONDE NOS PONEMOS

Por Néstor García Canclini

Es un fenómeno internacional, pero lleva nombres locales: cantegriles en Uruguay, ciudades pérdidas en México, favelas en Brasil, villas miseria en Argentina. Estos asentamientos populares, como se los llama en la sociología urbana, tienen como origen común haberse creado en todas las grandes urbes y en centenares de ciudades medianas de América Latina a partir de los años 40 del siglo pasado. La industrialización atrajo migrantes del campo, que primero fueron ubicándose en barrios pobres de los centros urbanos y luego ocuparon terrenos periféricos.

La experiencia cotidiana y la difusión de los medios nos habituaron a que el paisaje urbano incluya vastas zonas de construcciones precarias, servicios escasos y propensión a catástrofes (inundaciones, deslaves, terremotos). Por el volumen de población que abarcan –en muchas ciudades más del 50 por ciento de viviendas- estos asentamientos “irregulares” se volvieron la imagen más elocuente de la pobreza y la desigualdad. Más que la documentación de la vida en las fábricas o de los trabajos informales en las calles, son estos “campamentos”, como se los nombra en Chile y otros lugares, los que representan los desniveles de desarrollo y la dura exclusión de nuestras sociedades. A la vez, películas como La virgen de los sicarios, Ciudad de Dios y muchas otras, centenares de programas televisivos y videos en YouTube instalaron la idea de que estos asentamientos son sedes del narcotráfico y la mayor violencia. El imaginario colectivo ha convertido a estos barrios pobres en postales representativas de ciudades como Río de Janeiro (Muxica, 2011), donde las agencias de viajes ofrecen a los turistas “favela tours” (Jaguaribe, 2007).

Aun en los libros de ciencias sociales y en el periodismo de investigación los datos se limitan al porcentaje de hogares precarios, el número de miembros que los componen, los índices de desempleo y de ocupaciones informales, los debates sobre el uso del suelo. Salvo por algunos estudios etnográficos, desconocemos sus modos íntimos de sobrevivir. Los planes gubernamentales se ocupan de mejorar las calles o las casas, suministrar agua y luz, u ofrecer programas de “viviendas sociales” (como si las de otros sectores no lo fueran). Es excepcional que las investigaciones y las acciones públicas nos proporcionen la información necesaria para trascender los estereotipos, los prejuicios que refuerzan la discriminación.

¿Por qué muchos pobladores se niegan a aceptar viviendas de mejor calidad en otras áreas de la ciudad? ¿A qué se debe la violencia de sus reacciones en algunos casos? ¿Cómo viven en esas condiciones distintas generaciones? ¿Cómo se ven a sí mismos?

Dentro de la propia casa

Las fotografías tomadas por Andy Goldstein en asentamientos populares de 14 países latinoamericanos dan información valiosa para responder estas preguntas. Al entrar en las casas, accede a la cotidianeidad propia de esos pobladores. Al dejar que ellos elijan dónde ubicarse y cuándo pueden ser fotografiados, nos hace participar de su mirada.

La población donde comenzó el proyecto se llama Nicole. Se encuentra a 20 kilómetros del centro de Buenos Aires por donde está el “cinturón ecológico” de la ciudad. ¿Por qué ese nombre? Nicole quiere decir ni colectivos ni colegios. La foto del interior de la vivienda muestra otras carencias; los muchos objetos acumulados no están guardados en muebles sino en bolsas de supermercado; cartones y plásticos hacen de alfombras o cortinas. La foto tomada en un instante de 2010 habla de una larga historia de soluciones improvisadas.

¿Sólo improvisadas? Los estudios socioantropológicos que combinan lo cuantitativo y lo cualitativo, el desorden y las reglas de los espacios urbanos, muestran que también en la ciudad autoconstruida puede leerse una “domesticación del espacio”, o sea series de intervenciones paulatinas dirigidas a la “transformación de una parte de la naturaleza en territorio; un espacio organizado y significado colectivamente, mediante procesos socioculturales”. El poblamiento por autoconstrucción no es un caos, ni surge de los azares de la espontaneidad. “Además de ser el resultado de precisas constricciones sociales y económicas, es un proceso sociocultural de producción de un orden socioespacial específico” (Duhau y Giglia, 2008: 329 y 330). Las viviendas revelan cómo los habitantes interpretan el lugar donde se asientan, cómo ensamblan sus hábitos rurales con la implantación urbana. El largo trabajo de apropiación y domesticación de un espacio para volverlo propio vuelve comprensible que sientan apego hacia su casa y su entorno.

Esa historia es la que suele quedar oculta. El resto de la sociedad y los discursos mediáticos tienden a esconderla. En un texto de 1984, titulado “La hipocresía argentina”, Jorge Luis Borges coleccionó “eufemismos pomposos”: recordaba que a las casas del centro de Buenos Aires, por ejemplo “en la esquina de Charcas y Maipú”, donde se amontonaban varias familias, no querían decirles conventillos quienes negaban esa pobreza; a los porteros de los edificios se los denomina encargados; “a los basurales cinturón ecológico”; “a los rancheríos de las orillas, popularmente llamados villas miseria, se les llama ahora “villas de emergencia” (Borges, 1984: 275). Las fotos amplias, minuciosas, de Goldstein no se ocupan de la vastedad en apariencia uniforme de la villa, sino de la acumulación de penurias y de objetos con que cada familia viene intentando desde hace mucho suplir lo que le falta. Revelan que más que emergencia se trata de privación sistemática.

La hipocresía y el encubrimiento ocurren también en los otros países registrados en este libro. Tantas veces se ha distorsionado esa vida “marginal” (otro eufemismo para arrinconar a las mayorías) que los pobladores son reacios a que se los fotografíe o a dar información. Cuando iba planeando su trabajo, Goldstein se preguntaba “¿cómo entro a esos asentamientos, y sobre todo cómo salgo?” Más difícil aún es si se quiere comparar países. “¿La pobreza es una sola o hay muchas versiones?” Recurrió entonces a la organización no gubernamental TECHO, que trabaja en 19 naciones.

Si le interesaba captar la diversidad, había que registrar los contextos donde se aglomeran brasileños, colombianos, costarricenses, ecuatorianos, guatemaltecos o mexicanos. ¿Por qué no tomar entonces fotos de las calles, documentar la geografía de cada barrio, los modos de batallar con la selva, la montaña o la aridez al construir? Ya otros fotógrafos se detuvieron en la adversidad natural y en la implantación urbana. En las imágenes para esta serie la pregunta fue cómo se vinculan las personas con sus hogares.

Cuando entrevisté a Goldstein me contó que algunos escenarios externos lo habían impactado. En Perú, entre las colinas de El Arenal, lo impresionó el cementerio y cuando conversamos aún no había decidido si iba a incluir la foto que le tomó. Pero la peculiaridad de este trabajo es averiguar lo que dice sobre las familias la escena doméstica. Una joven brasileña de pie junto a la cama donde están sentados, en el nivel más alto, cuatro niños de edades cercanas, a su derecha una montaña de ropa apilada, a la izquierda vajilla y objetos de limpieza. En otra foto, una mujer sola, de más edad, rodeada por un televisor, varios equipos de sonido, instrumentos musicales que sugieren otros habitantes ausentes, trabajos diversos. En muchas imágenes mujeres solas con hijos, en otras también el hombre sosteniendo a un bebé (El Recuerdo, en Colombia), sentados en una de las tres camas, la hamaca cargada con objetos y varios muñecos que cuelgan del techo, todo repleto como si ya no entrara nada más. Es lo que pudieron llevar al salir de Caquetá, desplazados por el conflicto armado.

En Cuenca, Ecuador, siete niños solos, seis de ellos con sombreros dentro de la casa, bajo techo, uno acostado, debajo de las cobijas: el sombrero como elemento identitario, no sólo recurso para protegerse en el exterior. El entorno hogareño exhibe en otros casos diferentes referencias de identidad: cuadros con paisajes y fotos familiares ordenados en la misma serie (Mirador de Oriente, de Honduras), tatuajes (Nicaragua, Perú), iconografía religiosa.

Hace décadas que es un lugar común de las “explicaciones” sobre la pobreza la crítica a que posean televisor u objetos supuestamente suntuarios quienes carecen de una vivienda satisfactoria. En muchas de estas fotos abunda el equipamiento electrónico. En una vemos tres televisores y varios equipos de sonido con grandes bocinas antiguas, que hacen suponer una compra de segunda mano. ¿Todos funcionan? Como sabemos que los habitantes de cada casa eligieron dónde posar, cabe inferir que quisieron ser tomados con esos signos de identidad, que en varias escenas ocupan lugares centrales de la vivienda.

Retratos de las personas y retratos de las casas, de las cosas, de lo que han podido reunir dentro de viviendas de madera u otros materiales precarios insuficientemente cerrados, con hendijas o huecos por donde se filtra la luz. Allí hay, sin embargo, modos de atesorar lo que sí pueden conseguir. Salvo las fotos de Haití, las únicas que muestran ambientes despojados, sin muebles ni aparatos, las tiendas de palos y lonas o plástico improvisadas después del terremoto del 12 de enero de 2010.

La mayoría de las fotos no representan una precariedad circunstancial reciente, sino un modo de vida del que no pueden salir, una historia de elecciones en el consumo, formas de organizar con lo que se tiene el único espacio donde se duerme, se come, se disponen los objetos, los

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