12 cuentos peregrinos. La reflexión sobre la muerte y el paso del tiempo
yanethmvz15 de Septiembre de 2013
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BUEN VIAJE, SEÑOR PRESIDENTE
ESTABA SENTADO en el escaño de madera bajo las hojas amarillas del parque solitario,
contemplando los cisnes polvorientos con las dos manos apoyadas en el pomo de plata
del bastón, y pensando en la muerte. Cuando vino a Ginebra por primera vez el lago era
sereno y diáfano, y había gaviotas mansas que se acercaban a comer en las manos, y
mujeres de alquiler que parecían fantasmas de las seis de la tarde, con volantes de
organdí y sombrillas de seda. Ahora la única mujer posible, hasta donde alcanzaba la
vista, era una vendedora de flores en el muelle desierto. Le costaba creer que el tiempo
hubiera podido hacer semejantes estragos no sólo en su vida sino también en el mundo.
Era un desconocido más en la ciudad de los desconocidos ilustres. Llevaba el vestido azul
oscuro con rayas blancas, el chaleco de brocado y el sombrero duro de los magistrados
en retiro. Tenía un bigote altivo de mosquetero, el cabello azulado y abundante con
ondulaciones románticas, las manos de arpista con la sortija de viudo en el anular
izquierdo, y los ojos alegres. Lo único que delataba el estado de su salud era el cansancio
de la piel. Y aun así, a los setenta y tres años, seguía siendo de una elegancia principal.
Aquella mañana, sin embargo, se sentía a salvo de toda vanidad. Los años de la gloria y
el poder habían quedado atrás sin remedio, y ahora sólo permanecían los de la muerte.
Había vuelto a Ginebra después de dos guerras mundiales, en busca de una respuesta
terminante para un dolor que los médicos de la Martinica no lograron identificar. Había
previsto no más de quince días, pero iban ya seis semanas de exámenes agotadores y
resultados inciertos, y todavía no se vislumbraba el final. Buscaban el dolor en el hígado,
en el riñón, en el páncreas, en la próstata, donde menos estaba. Hasta aquel jueves
indeseable, en que el médico menos notorio de los muchos que lo habían visto lo citó a
las nueve de la mañana en el pabellón de neurología.
La oficina parecía una celda de monjes, y el médico era pequeño y lúgubre, y tenía la
mano derecha escayolada por una fractura del pulgar. Cuando apagó la luz, apareció en
la pantalla la radiografía iluminada de una espina dorsal que él no reconoció como suya
hasta que el médico señaló con un puntero, debajo de la cintura, la unión de dos
vértebras.
—Su dolor está aquí —le dijo.
Para él no era tan fácil. Su dolor era improbable y escurridizo, y a veces parecía estar en
el costillar derecho y a veces en el bajo vientre, y a menudo lo sorprendía con una
punzada instantánea en la ingle. El médico lo escuchó en suspenso y con el puntero
inmóvil en la pantalla. «Por eso nos despistó durante tamo tiempo», dijo. «Pero ahora
sabemos que está aquí». Luego se puso el índice en la sien, y precisó:
—Aunque en estricto rigor, señor presidente, todo dolor está aquí.
Su estilo clínico era tan dramático, que la sentencia final pareció benévola: el presidente
tenía que someterse a una operación arriesgada e inevitable. Éste le preguntó cuál era el
margen de riesgo, y el viejo doctor lo envolvió en una luz de in certidumbre.
—No podríamos decirlo con certeza —le dijo.
Hasta hacía poco, precisó, los riesgos de accidentes fatales eran grandes, y más aún los
de distintas parálisis de diversos grados. Pero con los avances médicos de las dos
guerras esos temores eran cosas del pasado.
—Vayase tranquilo — concluyó—. Prepare bien sus cosas, y avísenos. Pero eso sí, no
olvide que cuanto antes será mejor.
No era una buena mañana para digerir esa mala noticia, y menos a la intemperie. Había
salido muy temprano del hotel, sin abrigo, porque vio un sol radiante por la ventana, y se
había ido con sus pasos contados desde el Chemin du Beau Soleil, donde estaba el
hospital, hasta el refugio de enamorados furtivos del Parque Inglés. Llevaba allí más de
una hora, siempre pensando en la muerte, cuando empezó el otoño. El lago se encrespó
8 Gabriel García Márquez
Doce cuentos peregrinos
como un océano embravecido, y un viento de desorden espantó a las gaviotas y arrasó
con las últimas hojas. El presidente se levantó y, en vez de comprársela a la florista,
arrancó una margarita de los canteros públicos y se la puso en el ojal de la solapa. La
florista lo sorprendió.
— Esas flores no son de Dios, señor — le dijo, disgustada—. Son del ayuntamiento.
Él no le puso atención. Se alejó con trancos ligeros, empuñando el bastón por el centro
de la caña, y a veces haciéndolo girar con un donaire un tanto libertino. En el puente del
Mont Blanc estaban quitando a toda prisa las banderas de la Confederación enloquecidas
por la ventolera, y el surtidor esbelto coronado de espuma se apagó antes de tiempo. El
presidente no reconoció su cafetería de siempre sobre el muelle, porque habían quitado
el toldo verde de la marquesina y las terrazas floridas del verano acababan de cerrarse.
En el salón, las lámparas estaban encendidas a pleno día, y el cuarteto de cuerdas tocaba
un Mozart premonitorio. El presidente cogió en el mostrador un periódico de la pila
reservada para los clientes, colgó el sombrero y el bastón en la percha, se puso los lentes
con armadura de oro para leer en la mesa más apartada, y sólo entonces tomó
conciencia de que había llegado el otoño. Empezó a leer por la página internacional,
donde encontraba muy de vez en cuando alguna noticia de las Américas, y siguió leyendo
de atrás hacia adelante hasta que la mesera le llevó su botella diaria de agua de Evian.
Hacía más de treinta años que había renunciado al hábito del café por imposición de sus
médicos. Pero había dicho: «Si alguna vez tuviera la certidumbre de que voy a morir,
volvería a tomarlo». Quizás la hora había llegado.
— Tráigame también un café — ordenó en un francés perfecto. Y precisó sin reparar en el
doble sentido—: A la italiana, como para levantar a un muerto.
Se lo tomó sin azúcar, a sorbos lentos, y después puso la taza bocabajo en el plato para
que el sedimento del café, después de tantos años, tuviera tiempo de escribir su destino.
El sabor recuperado lo redimió por un instante de su mal pensamiento. Un instante
después, como parte del mismo sortilegio, sintió que alguien lo miraba. Entonces pasó la
página con un gesto casual, miró por encima de los lentes, y vio al hombre pálido y sin
afeitar, con una gorra deportiva y una chaqueta de cordero volteado, que apartó la
mirada al instante para no tropezar con la suya.
Su cara le era familiar. Se habían cruzado varias veces en el vestíbulo del hospital, lo
había vuelto a ver cualquier día en una motoneta por la Promenade du Lac mientras él
contemplaba los cisnes, pero nunca se sintió reconocido. No descartó, sin embargo, que
fuera otra de las tantas fantasías persecutorias del exilio.
Terminó el periódico sin prisa, flotando en los chelos suntuosos de Brahms, hasta que el
dolor fue más fuerte que la analgesia de la música. Entonces miró el relojito de oro que
llevaba colgado de una leontina en el bolsillo del chaleco, y se tomó las dos tabletas
calmantes del medio día con el último trago del agua de Evian. Antes de quitarse los
lentes descifró su destino en el asiento del café, y sintió un estremecimiento glacial: allí
estaba la incertidumbre.
Por último pagó la cuenta con una propina estítica, cogió el bastón y el sombrero en la
percha, y salió a la calle sin mirar al hombre que lo miraba. Se alejó con su andar festivo,
bordeando los canteros de flores despedazadas por el viento, y se creyó liberado del
hechizo. Pero de pronto sintió los pasos detrás de los suyos, se detuvo al doblar la
esquina, y dio media vuelta. El hombre que lo seguía tuvo que pararse en seco para no
tropezar con él, y lo miró sobrecogido, a menos de dos palmos de sus ojos.
— Señor presidente — murmuró.
— Dígale a los que le pagan que no se hagan ilusiones — dijo el presidente, sin perder la
sonrisa ni el encanto de la voz—. Mi salud es perfecta.
— Nadie lo sabe mejor que yo — dijo el hombre, abrumado por la carga de dignidad que
le cayó encima—. Trabajo en el hospital.
La dicción y la cadencia, y aun su timidez, eran las de un caribe crudo.
— No me dirá que es médico — le dijo el presidente.
— Qué más quisiera yo, señor — dijo el hombre—. Soy chofer de ambulancia.
— Lo siento — dijo el presidente, convencido de su error—. Es un trabajo duro.
— No tanto como el suyo, señor. Él lo miró sin reservas, se apoyó en el bastón con las
dos manos, y le preguntó con un interés real:
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Doce cuentos peregrinos
— ¿De dónde es usted?
— Del Caribe.
— De eso ya me di cuenta — dijo el presidente—.
¿Pero de qué país?
— Del mismo que usted, señor, — dijo el hombre, y le tendió la
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