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Buscando a Alaska

PonchoGarciaEnsayo12 de Marzo de 2013

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Buscando a Alaska

Una semana antes de que dejara a mi familia, la Florida y el resto de mi vida anterior para irme a un internado de Alabama, mi madre insistió en darme una fiesta de despedida. Yo tenia pocas expectativas sería desestimar demasiado el asunto. Cuando por fin llegó ese último viernes, cuando mi equipaje estaba casi todo empacado, se sentó con mi padre y conmigo en el sofá a las 16:56 y espero con mucha paciencia la llegada de la Caballería del Adiós a Miles. Se fueron y entonces me senté junto a mis padres a mirar la televisión en blanco, con la intención de prenderla pero a sabiendas de que no debía hacerlo. Sentía que me miraban y esperaban que me soltara a llorar o algo así. Pero si lo sabía. Sentía su lastima al recoger el aderezo de alcachofas para las papas destinadas a mis amigos imaginarios. Mis tíos me habían contado historias de cuán famosos había sido en la facultad, de cómo la había pasado armando relajos y al mismo tiempo aprobando con las mejores calificaciones todas sus clases. Esa vida sonaba mejor que la que yo tenía en Florida. Entré al estudio de mi papá y encontré la biografía de François Rabelais. Me gustaba leer biografías de escritores, aunque nunca hubiera leído nada de su obra. Pasé rápido las páginas hacia el final del libro y encontré una cita subrayada con marcador. Iba en búsqueda de un Gran

Quizá y sabían, igual que yo, que no lo iba a encontrar entre gente como Will y Marie. Papá me abrazó y nos quedamos allí juntos mucho tiempo, hasta que nos pareció bien encender la televisión. Y respecto a fiestas de despedida, ésta sin duda podría haber sido peor.

Ciento veintiocho días antes

El clima de Florida era bastante cálido y húmedo también. Tan caliente como para que se te pegara la ropa, como sí fuera cinta adhesiva y el sudor escurriera como lagrimas de la frente a los ojos. Pero sólo hacia calor afuera y por lo general sólo salía para caminar de un sitio con aire acondicionado a otro. Esto no me preparo para el singular con que uno se topa a veintidós kilómetros al sur de Birmingham, Alabama en la Escuela Preparatoria Culver Creek. La camioneta de mis padres estaba estacionada sobre el pasto a unos metros de mi dormitorio, la habitación 43. La habitación me sorprendió: me había imaginado una alfombra gruesa, paredes con paneles de madera, muebles estilo victoriano. Excepto por un lujo, un baño privado, la habitación era una caja. Con paredes de bloques de concreto recubiertas con capas espesas de pintura blanca y suelo linóleo de cuadros verdes y blancos, el lugar parecía más un hospital que el dormitorio de mis fantasías. Me abrazaron de nuevo, mamá primero y luego papá, y la despedida termino. Por la ventana trasera los vi tomar

el camino de curvas, alejándose de los terrenos de la escuela.

Debí haber sentido una tristeza sentimental, empalagosa quizá, pero sobre todo deseaba refrescarme, así que tomé una de las sillas del escritorio y me senté justo afuera de mi cuarto a la sombra de los aleros colgantes, esperando una brisa que nunca llego. El aire de afuera era tan opresivo e inmóvil como el de adentro. Aburrido volví a entrar, me quite la camisa y me senté en el vinilo del colchón de la cama inferior de la litera, empapado de calor, y cerré los ojos. Pensé en las personas sobre las cuales había leído que estudiaron en internados y en sus aventuras: John F. Kennedy, James Joyce y Humphrey Bogart. Pensé en el Gran quizá, en las cosas que podrían suceder, en las personas que podría conocer y en quien podría ser mi compañero de cuarto.

Quien quiera que fuera Chip Martin, esperaba que trajera de verdad un arsenal de ventiladores superpotentes, porque yo no había empacado uno y ya sentía que mi sudor hacía charquitos en el colchón de vinilo, lo cual me pareció tan asqueroso que deje de pensar y me pare a buscar una toalla para limpiar el sudor. En el pequeño cuarto de baño había un espejo de cuerpo entero detrás de la puerta, así que no podía escapar a mi reflejo desnudo al inclinarme para abrir la llave de la ducha. Por desgracia, la ducha parecía haber sido diseñada

para alguien de un metro y siete centímetros de alto, por lo que el agua fría me golpeó la caja torácica baja, con toda la fuerza de una llave de agua que escurre. Para mojarme la cara empapada de sudor, tuve que abrir las piernas y ponerme en cuclillas, bastante abajo. Con toda seguridad, John F. Kennedy no tenía que ponerse en cuclillas en su internado. Cuando abrí la puerta del baño después de ducharme, con una toalla envuelta alrededor de la cintura, vi a un chico de estatura baja, fornido, con mucho pelo castaño.

Estaba metiendo una gigantesca bolsa de lona color verde militar por la puerta de mi habitación. Media 1.50 metros pero tenia un cuerpo musculoso, como un modelo a escala de Adonis, y con el entró un olor a humo de cigarro rancio. Soy Chip Martin, anuncio con una voz de locutor de radio. Me dijo que estaba en su tercer año en Culver Creek. Había comenzado en el noveno grado, el primer año de la escuela, y ahora estaba en el decimoprimer, como yo. Había oído que era la mejor escuela en Alabama, así escribió en su ensayo de solicitud que él quería asistir a una escuela en donde pudiera leer libros grandes. Me dijo esto mientras hurgaba en su bolsa de lona y lanzaba ropa en los cajones con total descuido. Chip no creía necesario tener un cajón para calcetines o un cajón para camisetas. Creía que todos los cajones habían sido creados iguales

y llenaba cada uno con los que le cupieran. En cuanto hubo terminado de “desempacar”, Chip me golpeó duro en el hombro. Bueno Miles de millas, que hay que avanzar Haltera. Tenemos mucho quehacer.

Llegamos al salón de TV, el cual, según Chip, tenía la única televisión con cable de la escuela. Durante el verano, servía de unidad de almacenaje. Atestada casi hasta el techo con sofás, refrigeradores y tapetes enrollados, en el salón de TV pululaban chicos tratando de encontrar y acarrear sus cosas. Chip saludo a algunas personas pero no me las presento. Mientras deambulaba por el laberinto apilado de sofás, yo permanecía cerca de la entrada, tratando de no bloquear a los pares de compañeros de cuarto en lo que maniobraban para sacar los muebles por la estrecha puerta principal. Lo llevo diez minutos a Chip encontrar sus cosas, más otra hora en lo que fuimos y venimos cuatro veces alrededor del circulo de dormitorios, entre el salón de TV y la habitación 43. Para cuando terminamos, yo quería meterme en el minirrefri de Chip y dormir mil años, pero Chip parecía inmune tanto a la fatiga como a la insolación.

Me levante saque el baúl de debajo de la cama y Chip lo situó entre el sofá y el PlayStation 2, y empezó a rasgar tiras delgadas de cinta de embalaje. Las pego en el baúl de manera que se leyera MESA PARA CAFÉ. Se sentó y coloco los pies sobre

la mesa de café. Me senté junto a él. Existen grupos aquí, tienes los internos regulares, como yo, y tienes los Guerreros Semaneros; ellos están internados aquí, pero todos son chicos ricos que viven en Birmingham y se van a las mansiones con aire acondicionado de sus padres todos los fines de semana. Son fresas. No me caen bien y yo tampoco a ellos, así que si viniste aquí pensando que como eras la gran caca de la escuela pública lo serás también aquí, lo mejor es que no te vean conmigo. Salió de la habitación, suponiendo de nuevo que lo seguiría, y esta vez lo hice. Gracias a Dios, el sol se iba poniendo en el horizonte. Avanzamos cinco puertas hasta la habitación 48. Un pizarrón de borrado en seco estaba pegado en la puerta con cinta adhesiva. En tinta azul se leía: “¡Alaska tiene habitación sencilla!”.

El Coronel me explico que: 1) esta era la habitación de Alaska, 2) ella tenia una habitación sencilla porque a la chica que debía ser su compañera de cuarto la habían expulsado al final del año anterior y 3) Alaska tenia cigarros, aunque el Coronel olvido preguntar sí 4) yo fumaba, lo cual 5) no hacía. Apenas lo oí: delante de mí estaba la chica más sexy de toda la historia de la humanidad en pantalones de mezclilla recortados, con una blusa de tirantes color durazno. Estaba hablando con el Coronel, en voz muy alta y rápido. Así que, primer día

de verano.

Estoy en la vieja Vine Station con un chico llamado Justin y estamos en su casa viendo la TV en el sofá. Para entonces quiero que lo sepas, yo ya salía con Jake, pero Justin es un amigo mío que cuando era niña y tan sólo estábamos viendo la TV y hablando de los resultados de los exámenes de aptitud escolar o algo así. Entonces Justin coloca su brazo alrededor de mis hombros y pienso: “ah, que rico, hemos sido amigos tanto tiempo y esto se siente totalmente cómodo”, y seguimos hablando. Luego, estoy a la mitad de una frase sobre analogías o algo así y como halcón baja la mato y me toca los pechos como si fuera un claxon. Como un claxonazo demasiado firme, de dos o tres segundos. Y lo primero que pienso es: “esta bien, ¿y ahora cómo zafo esta garra de mi pecho antes de que deje marcas permanentes?” Y lo segundo que pienso es: “Dios, no puedo esperar a contarles a Takumi y al Coronel.” El Coronel se rio. Yo seguía mirando, azorado en parte por la fuerza de la voz que emanaba de esa chica pequeña (pero llena de curvas) y en parte por gigantesca hilera de libros que se formaba en sus muros. Su biblioteca llenaba los entrepaños y luego se desbordaba hacia torres de libros que nos llegaban a la cintura por todos lados, recargados como diera lugar contra las paredes. Si uno solo se moviera, pensaba, el efecto dominó nos podría devorar a los

tres en una masa asfixiante de literatura. Alaska

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