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Dos Imagenes En Un Estanque


Enviado por   •  24 de Marzo de 2013  •  2.342 Palabras (10 Páginas)  •  338 Visitas

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¿Sólo para volver a ver mi rostro en un estanque muerto, lleno de hojas muertas, en un jardín estéril, me detuve después de tanto tiempo en la pequeña capital? Cuando me aproximaba a ella no pensaba tener otro motivo que éste.

Regresando del mar y de las grandes ciudades de la costa, sentía el deseo de las cosas ocultas, de las calles estrechas, de los muros silenciosos y un poco ennegrecidos por las lluvias. Estaba seguro de hallar todo eso en la pequeña capital, en la ciudad donde había estudiado durante cinco años, con maestros de clásicas barbas blancas, las ciencias más germánicas y más fantásticas.

Recordaba a menudo la querida ciudad, tan sola en medio de la llanura, como una exiliada (he pensado siempre que existen también ciudades desterradas de su propia patria), sin río, sin torres ni campanarios, casi sin árboles, pero totalmente quieta y resignada en torno al gran palacio rococó, en el que charla y duerme la corte. En las calles, a cada cien pasos, hay un pozo y junto al pozo una fuente y sobre cada fuente un guerrero de terracota, pintado de azul y rojo pálido.

Recordaba también la casa en que viví durante los años de mi aprendizaje científico. Mis ventanas no se abrían sobre la plaza sino sobre un gran jardín, cerrado entre las casas, donde había, en un rincón, un estanque circuido por rocas artificiales. A nadie le importaba el jardín: el viejo señor había muerto y la hija, aburrida y devota, consideraba a los árboles como herejes y a las flores como vanidosas. También el estanque había muerto por su culpa. Ningún chorro brotaba ya de su seno. El agua parecía tan cansada e inmóvil como si fuese la misma desde hacía una cantidad enorme de años. Por lo demás, las hojas de los árboles la cubrían casi enteramente e incluso las hojas parecían haber caído allí en otoños míticamente lejanos.

Este jardín fue el sitio de mis alegrías mientras viví en la pequeña capital. Tenía la libertad de poder visitarlo cada hora y cuando los maestros no me llamaban me sentaba con algún libro junto al estanque, y cuando estaba cansado de leer o la luz menguaba, intentaba mirar mis ojos reflejados en el agua o contaba las viejas hojas y seguía con estática ansiedad sus lentos viajes bajo el hálito desigual del viento. Alguna vez las hojas se apartaban o se reunían todas en el fondo y entonces veía en el agua mi rostro y lo contemplaba tan largamente que me parecía no existir más por mí mismo, con mi cuerpo, sino ser solamente una imagen fijada en el estanque por la eternidad.

Fue por eso que corrí inmediatamente al jardín, apenas llegué a la pequeña capital. Habían pasado muchos años, pero la ciudad se mantenía igual. Por las mismas calles estrechas pasaban las mismas mujeres enanas y amarillentas, de cofias ajadas, y los guerreros de terracota, inútiles y ridículos, se apoyaban en el puño de las espadas sobre las habituales fuentes.

Y también el jardín estaba tal como yo lo había dejado, también el estanque estaba como yo lo vi por última vez, antes de regresar a mi patria. Alguna mata de más en los canteros, algunas hojas más en el estanque y todo el resto como antaño. Quise entonces volver a ver mi cara en el agua y me di cuenta de que era diferente, muy diferente de aquella que tan lúcidamente recordaba. El encanto de ese estanque, de ese sitio volvió a apoderarse de mí. Me senté sobre una de las rocas artificiales y con la mano moví las hojas muertas para formar un espejo más grande a mi rostro palidecido y transfigurado. Permanecí algunos minutos mirando mi imagen y pensando en las leyes del tiempo cuando vi dibujarse en el agua otra imagen junto a la mía. Me volví bruscamente: un hombre se había sentado a mi lado y se reflejaba junto a mí en el estanque. Lo miré sorprendido -volví a mirarlo y me pareció que se me asemejaba un poco. Dirigí de nuevo los ojos al estanque y contemplé otra vez su imagen reflejada sobre el fondo sombrío. Al instante comprendí la verdad: ¡su imagen se parecía perfectamente a la que yo reflejaba siete años antes!

En otro tiempo, quizás, aquello me hubiera espantado y seguramente habría gritado como quien se halla preso en el círculo de alguna invencible obsesión. Pero yo sabía ahora que solamente lo imposible se vuelve real algunas veces y por lo tanto no sentí el menor asomo de terror. Tendí la mano al hombre, que me la estrechó, y le dije:

-Sé que tú eres yo mismo, un yo que pasó hace mucho, un yo que creía muerto pero que vuelvo a ver aquí, tal como lo dejé, sin cambio visible.

Y no sé, oh mi yo pasado, qué deseas de mi yo presente, pero sea lo que fuere no sabré negártelo.

El hombre me miró con cierto estupor, como si me viera por primera vez, y respondió después de unos instantes de vacilación:

"Quisiera estar un poco contigo. Cuando tú creíste partir definitivamente yo permanecí aquí, en esta ciudad donde no pasa el tiempo, sin moverme, sin hacer nada, esperándote. Sabía que regresarías. Habías dejado la parte más sutil de tu alma en el agua de este estanque y de esta alma yo he vivido hasta hoy. Pero ahora quisiera unirme nuevamente a ti, permanecer estrechado a ti, viviendo contigo, escuchando de ti el relato de tus vidas de todos estos años. Yo soy como tú eras entonces y no conozco de ti más que lo que tú conocías entonces. Comprende mi ansiedad de saber y de escuchar. Hazme de nuevo tu compañero hasta que partas una vez más de esta ciudad exiliada del mundo y del tiempo."

Asentí con la cabeza y salimos del jardín tomados de la mano, como dos hermanos.

Comenzó entonces para mí uno de los periodos más singulares de mi vida, esta vida mía tan diferente ya de la de otros hombres. Viví conmigo mismo -con mi yo transcurrido- algunos días de imprevista alegría. Mis dos yo caminaban por las calles mal empedradas, en medio del silencio que reinaba desde hacía tanto tiempo en la pequeña capital -¡un silencio que databa del siglo decimoctavo!-, y conversaban incesantemente tratando de recordar las cosas que vieron, los hombres que conocieron, los sentimientos que los agitaron, los sueños que dejaron un amargo sabor en sus espíritus. Las dos almas -la antigua y la nueva- buscaron juntas la universidad, silenciosa y sepulcral como un monasterio montañés -recorrieron el jardín a la francesa, detrás del palacio rococó, donde las estatuas, mutiladas y ennegrecidas, no concedían más de una mirada a las alamedas infinitas- y se aventuraron hasta el Liliensee, una chacra mal excavada que por decreto de los viejos príncipes había llegado a obtener el nombre de lago. ¡No puedo recordar aquellos días de paseos y de confidencias sin que desfallezca por un instante mi

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