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EL DIABLO QUE VOS MATÁIS...


Enviado por   •  8 de Junio de 2018  •  Ensayos  •  3.815 Palabras (16 Páginas)  •  213 Visitas

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EL DIABLO QUE VOS MATÁIS...

(Un ensayo infernal lleno de diabluras e irreverencias)

REINALDO SPITALETTA

¿Qué tal que no existiera el diablo? Es tan necesaria su presencia en la Tierra, como el agua, como el verde del árbol, como la mujer. Sin su aporte malicioso, inteligente incluso, Adán y Eva aún vivirían en un paraíso artificial, sin sudores ni lágrimas, idealizados, metidos en una burbuja incontaminada. ¿Qué sería de nosotros sin sus tentaciones? ¿Qué haríamos sin sus llamados a la rebelión, a ser insumisos, diferentes? En cada hombre hay una porción importante de demonio, otra de dios, en permanente lucha, como dos rivales que, en una tumultuosa mesa de bar, miden sus fuerzas. En el universo de las dualidades, en la dialéctica de los contrarios, Dios no podría ser sin su contraparte. Y me parece que, de alguna manera, aquél, en sus eternos momentos de soledades, cuando aún el Lucero del Alba no se había insurreccionado, debía de sentir la monotonía y la desazón de no tener a quién vencer, con quién antagonizar en ese infinito cuadrilátero celestial. Las horas de Dios –de todos los dioses- serían de permanente angustia si no hubiera un rival que permitiera el aguzamiento de la alerta, la confrontación del poder. El diablo es una criatura divina. Y su mayor astucia, según Baudelaire, es hacernos creer que no existe.

Lucifer, el ángel Caído, el primero –al decir de Ciorán- que atentó contra la inconsciencia original, es, extrañamente, un símbolo de la libertad. Antes de la insurrección, todo descansaba en la deidad. No había conflictos, ni oposiciones. O, en otras palabras, el mundo celestial era pura adoración, incienso en otras esferas. Había una suerte de sometimiento a lo absoluto. Toda la corte se debía al Rey de la Creación. Pero es posible que tantos besamanos y venias, aburriesen a Lucifer, que dio el gran salto. Irrumpió como el irreverente, el distinto, el que deseaba crear su propio camino (¿de perdición? ¿De salvación?). Se atrevió a levantar el vuelo sin autorización, y más que en sus semejantes alados, buscaría a su mejor aliado en la Tierra. Con el hombre (y, desde luego, con la mujer, que, por su natural inclinación a lo sensual, es más afecta al diablo) iniciaría su histórica carrera de dia-bluras. La historia del pecado no se concibe sin el papel clave de Satán. Y cada pueblo, en su mitología, en su religión, le da hospedaje a lo demoníaco.

El diablo no sólo significa que el bien tiene su contraparte, sino que es otra posibilidad: la vida está llena de contrastes, de negros y blancos, de contradicciones. Y uno de los polos, de los elementos en constante lucha, es el Diablo. Sin él, los dioses no serían posibles. Tampoco los ángeles. Se yergue, con su olor a azufre, su figura repulsiva, como alternativa. Encarna una manera diferente de ver el mundo: así como no es posible concebir el amor sin el odio, ni la vida sin la muerte, ni la memoria sin el olvido, tampoco es posible el mundo sin el diablo, sin su presencia temida y amada, calumniada y desgraciada. Su pecado, dicen, fue el de la soberbia. Me parece que más que esto fue osadía, y más aún, el querer romper esquemas y rutinas, el de erigirse bandera y faro. El Diablo, en la tradición, es sinónimo de maldad; sin embargo, habrá que mirarlo desde otros minaretes para observarle esa tristeza que en ocasiones lo tortura y obliga a buscar compañía en los hombres. Casi nadie  ha hablado (¿no lo han visto?) del llanto del diablo, de su melancolía, de sus soledades. Es un marginado y, si se desea, un incomprendido. Sus pasos, sus actos, siempre van contra la Ley. Contra lo establecido. Por tal se le juzga como subversivo, infractor, delincuente. Y aunque en su comportamiento  -en su táctica- intenta ser un imitador de Dios (en prodigios y milagrería) “para confundir a los fieles”, en realidad con ello lo  que busca es dar al hombre (¿en canje por su alma?) una visión diferente del mundo, de los dioses. Acaso quiere revelar secretos de los cielos a los humanos, lo que, de por sí, lo haría ver como un delator, un traidor a la causa de la deidad. Por ello, ésta lo expulsa de su seno, lo derriba. ¿Y todo este combate eterno no hará parte de la disputa que de los hombres hacen dioses y demonios? Cada uno, a su modo, quiere ganarse la simpatía, la adoración de sus súbditos humanos y aun celestiales e infernales.

Quizás el Diablo se rebeló contra su patrón porque quería servir de otro modo a los hombres, quería que éstos pudieran llegar  a ser dioses o a igualarse con ellos. En este sentido, la actitud suya sería prometeica. Hacer que el hombre sintiera su fuego interior, transformador, purificador, con el cual pudiera elevarse hasta la estatura de los habitantes del Olimpo. La empresa diabólica sería entonces amorosa, de puro sacerdote y guía espiritual, alumbrador de senderos. Así podríamos pensarlo como un héroe, como un portaestandarte de la libertad. Verlo con ojos poco ortodoxos.

Bajo tales características, podría ser una suerte de líder, de benefactor social, alguien que desea que los esclavos rompan cadenas, que puedan hablar en voz alta, capaces de construir su propio destino. La obra del Diablo sería, asimismo, como la de un filántropo. ¿Dónde estaría, entonces, su pecado? ¿Dónde su condición de enemigo del hombre?

¿Será posible pensar al demonio como un ser transmisor de ciencia, sabiduría, conocimiento? Tiempos hubo (y la literatura, por ejemplo, da fe de ello) en que a los que daban testimonio de poseer alguna facultad especial, un don, dominio en determinada disciplina, se les catalogaba como aliados del Diablo. Alquimistas, hechiceras, poetas, científicos fueron señalados y acusados, en calendas de horror, como herejes y demoníacos, posesos y blasfemos. Satán, en la historia, ha estado ligado al desarrollo de determinados procesos: no sólo religiosos y folclóricos, sino literarios, artísticos, sociológicos. Inspirador de cultos, versos, cuentos, Satán también ha sido una especie de musa, encarna a veces en macho cabrío, en león, en jabalí, o también en mono, cerdo, cuervo y basilisco. Como anécdota podría contarse que el único monumento en occidente se erigió en una de las tierras más clericales del orbe: España. En el parque de El Retiro, en Madrid, la estatua del Ángel Caído, embelleció el sector y dejó boquiabiertos a más  de un enemigo del tan aborrecido -y también querido- Satán.

En la imaginería popular, el Diablo es concebido, físicamente, como un ser malforme, feo, de aspecto grotesco y repulsivo. Dado que, según la tradición, (¿habrá alguna tergiversación?), sus “cualidades” son la depravación, la violación de mujeres, entre otras, su figura es pintada en consecuencia. Sin embargo (recuérdese que Luzbel era hermoso, inteligente, bueno), un arzobispo de Milán (Ildefonso Schuter) señaló que “el Demonio es un espíritu que no ha perdido nada de su noble naturaleza”. Y es en la literatura donde (sobre todo a partir de El Paraíso Perdido) el Diablo recobra su majestad física y, si se quiere su belleza de ángel. En rigor, teniendo él tantas capacidades para transformarse, mal haría en presentarse como un asqueroso rufián, como un monstruo, como una bestia, sin atractivos. ¿Cómo podrá él aumentar su capacidad de seducción? Sin duda, teniendo una presencia agradable.

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