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El Gato De Juan García Ponce


Enviado por   •  6 de Enero de 2014  •  5.247 Palabras (21 Páginas)  •  461 Visitas

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El Gato de Juan García Ponce

El gato apareció un día y desde entonces siempre estuvo allí. No parecía pertenecer a nadie en especial, a ningún departamento, sino a todo el edificio. Incluso su actitud hacía suponer que él no había elegido el edificio, haciéndolo suyo, sino el edificio a él; tal era la educación con que su figura se sumaba a la apariencia de los pasillos y escaleras. Fue así como D empezó a verlo, por las tardes, al salir de su departamento, o algunas noches, al regresar a él, gris y pequeño, echado sobre la esterilla colocada frente a la puerta del departamento que ocupaba el centro del pasillo en el segundo piso. Cuando D, vencido el primer tramo de las escaleras, daba la vuelta para tomar el pasillo, el gato, gris y pequeño, un gato niño todavía, volvía la cabeza hacia él, buscando que su mirada encontrara sus ojos extrañamente amarillos y ardientes en medio del suave pelo gris. Luego los entrecerraba un momento, hasta convertirlos en una delgada línea de luz amarilla y volvía la cabeza hacia el frente, ignorando la mirada de D que, sin embargo, seguía viéndolo, conmovido por su solitaria fragilidad y un poco molesto por el peso inquietante de su presencia. Otras veces, en lugar de en el pasillo del segundo piso, D lo encontraba de pronto acurrucado en uno de los rincones del amplio hall de la entrada o caminando despacio, con el cuerpo pegado a la pared, ignorando el aviso de los pasos ajenos. Otras más, aparecía en alguno de los tramos de la escalera, enroscado entre los barrotes de hierro, y entonces bajaba o subía delante de D, poniéndose en movimiento sin volverse a mirar lo y apartándose de su paso cuando estaba a punto de dar le alcance para volver a enroscarse alrededor de los barrotes, tímido y asustado, a pesar de que, al dejarlo atrás, D sentía la amarilla mirada sobre su espalda. El edificio en que vivía D era una construcción antigua pero bien conservada, con la sabia arquitectura de hace treinta o cuarenta años que daba valor y lugar a los elementos accesorios y cuyo estilo se ha vuelto anacrónico por su mismo carácter sin perder su sobria belleza. El hall de la entrada, la escalera y los pasillos ocupaban un vasto espacio del edificio y marcaban con su aspecto grave y vetusto toda la construcción. Unos días, quizás unas semanas antes de la aparición del gato, la imprevisible voluntad de los porteros, tan viejos e imperturbables como el edificio y que se apretujaban con hijos y nietos en el tapanco de la planta baja espiando recelosos el paso de los inquilinos, había eliminado del hall los dos pesados sofás de gastado terciopelo y el pequeño pero macizo escritorio de madera cuya antigua presencia acentuaba ese peculiar carácter conservador y ajeno al paso del tiempo de la construcción, y a D le pareció que el gato ocupaba ahora el lugar de los muebles. De algún modo, su inexplicable presencia se llevaba con el tono del edificio y, significativamente, D nunca lo vio entre las amplias y redondas macetas de barro con plantas de anchas hojas tropicales que la pareja joven del departamento contiguo al suyo había colocado por iniciativa propia en los descansos de la escalera para darle vida al pasillo. El gato parecía ser contrario a esa remota evocación de un jardín; su terreno eran los elementos sobrios y desnudos de pasillos y escaleras. Así, de la misma manera que se había acostumbrado a los dos sofás y el escritorio que llenaban el espacio vacío del hall y ahora extrañaba su presencia, D se acostumbró a encontrar de pronto al gato y recibir su mira- da indeferente, y a verlo bajar o subir delante de él en las escaleras sin preguntarse a quién pertenecería. D vivía solo en su departamento y pasaba en él la mayor parte del tiempo que no le quitaba su cómodo empleo, del que, a cambio de unas cuantas horas diarias de trabajo metódico, recibía lo suficiente para vivir; pero su soledad no era completa: una amiga lo visitaba casi diariamente y se quedaba en el departamento todos los fines de semana. Los dos se entendían bien, incluso puede decirse, si eso tiene importancia, que se querían, aunque fuera en un plano condicionado y determinado por sus cuerpos que a los dos, por lo menos, parecía bastarles. Para D siempre era motivo de un renovado placer poder mirar desde casi todos los ángulos del pequeño departamento, en las horas muertas que se entendían frente a ellos los domingos por la mañana, el cuerpo desnudo de su amiga extendido indolentemente sobre la cama, cambiando una postura atractiva por otra postura atractiva que siempre acentuaba aún más esa desnudez a la que hacía casi procaz la conciencia, por parte de ella, de que él la estaba admirando y gozando con la exposición de su cuerpo. Siempre que D recordaba a solas a su amiga la imaginaba así, extendida indolentemente sobre la cama, con las mantas que podían cubrirla invariablemente rechazadas aun cuando estaba dormitando, ofreciendo su cuerpo a la contemplación con un abandono total, como si el único motivo de su existencia fuese que D lo admirara y en realidad no le perteneciera a ella, sino a él y tal vez también a los mismos muebles del departamento y hasta a las inmóviles ramas de los árboles de la calle, que podían verse a través de las ventanas, y al sol que entraba por ellas, radiante e impreciso. A veces la cara de ella permanecía oculta en la almohada y su pelo, castaño oscuro, ni largo ni corto, casi impersonal en su ausencia de relación con las facciones del rostro, remataba el prolongado trazo de la espalda que se iba estrechando hacia abajo hasta perderse en la amplia curva de las caderas y el firme dibujo de las nalgas. Más allá estaban sus largas piernas, separadas una de la otra en un ángulo arbitrario, pero estrechamente relacionadas. Entonces para Del cuerpo de ella tenía casi un carácter de objeto. Pero también cuando estaba de frente, dejando ver sus pechos pequeños con sus vivos pezones y la rica extensión plana del vientre, en el que apenas se sugería el ombligo, y la zona oscura del sexo entre las piernas abiertas, el cuerpo tenía algo remoto e impersonal en la buscada facilidad con que se olvidaba de sí mismo y se entregaba a la contemplación. Definitivamente, D conocía y amaba ese cuerpo y no podía dejar de experimentar la realidad de su presencia mientras iba de un lado a otro en el departamento realizando las pequeñas acciones cotidianas cuyo sentido se pierde en el carácter mecánico con que podemos cumplirlas. Y del mismo modo la sentía cuando se desvestía delante de él o cuando era ella la que, siempre desnuda, se movía de un lado a otro del departamento, volviéndose de pronto hacia D para hacer un comentario banal. Así, la presencia de su amiga, su soledad de dos, la profunda y tranquila sensualidad de su relación, en la que ella estaba siempre desnuda y era suya, formaba parte de su departamento

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