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La Carnicería de González


Enviado por   •  20 de Febrero de 2018  •  Apuntes  •  40.698 Palabras (163 Páginas)  •  105 Visitas

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"La Carnicería de González" 

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Chapter 1
Juan González y su esposa 

By Pedro Lanzia

La Carnicería de González

Capítulo I. Juan González y su esposa


Juan González es un humilde carnicero de barrio. Su mujer, Julia Navarro, una sencilla ama de casa. Hace diez años que están casados, con una pequeña de cuatro y un bebé de cinco meses, Lucía y Martín. Podríamos imaginar el desarrollo de esta historia en los márgenes serenos de un hogar, sin bombas de fósforo, ni revoluciones armadas; a lo sumo un grito nervioso, o un disgusto de trabajo. Y no estaríamos distantes a la realidad, si no fuera por la batalla infernal que se libró en la cabeza de González. Y es que muchas veces, en los lares y aposentos, hay más crimen que en Irak.

La carnicería, parte delantera de la misma casa, está comunicada por un breve pasillo con la vivienda. En una zona tranquila como aquella, nada comercial, y con los negocios necesarios como para no ir al supermercado o al centro, el humilde local de González es uno de los más vistosos, por no decir que es el único de su especie en diez cuadras a la redonda. Levanta sus persianas a las ocho de la mañana, y aunque permanece cerrada de una a cuatro, todo el día Juan, trabaja ininterrumpidamente hasta las ocho de la noche. A toda hora va la gente. Está la viejita lagañosa, con el pañuelo en la cabeza y la bolsa de tela en el brazo. Detrás de ella siempre hay fila, aguardando que escarbe el último resquicio vacío de su monedero. También la señora copetuda del mediodía, que se impresiona de la mosca más endeble que volase; y la familia numerosa, que arrasa con toda la mercadería (los padres) y los adornos del local (los hijos más enanos). Los inspectores y los vendedores ambulantes muy de vez en cuando merodean por allí; no así los perros hambrientos, que se juntan en jaurías a cazar alguna achura despistada. En la carnicería Juan González es el jefe, Julia a veces la cajera, y sino Ramón Ordoñez, el empleado de más confianza. También está empleado Martín Blesca, primo del anterior, que corta, despacha y limpia. En el hogar, al fondo, la vida conyugal encuentra su auge en la cena, donde los banquetes más sabrosos son de verduras y harinas. Largas veladas encuentra el diálogo afectuoso de los esposos, que ausentes de la televisión, muchas veces se entrecruzan entre libros o una radio.

Mucho te preguntarás, querido lector, de la suerte descriptiva de mis personajes. Y pecaríamos de injusticia si al narrarla, obviáramos sus rasgos juveniles, en el apogeo de sus expresiones frescas, bellamente plasmadas. Julia había sido una mujer alta y delgada, veinteañera de ancha espalda y cintura pequeña, con insinuantes curvas, no del todo remarcadas. Sus cabellos por entonces eran negros y perfumados, y caían sobre sus hombros como un verter de chocolate hirviente. Estaba haciendo, cuando se conocieron, el tercer año de medicina: Su vida eran los libros, la universidad, su casa y una parada de colectivo. Esa enigmática estadía, hacía coincidir todas las tardes a dos jóvenes enamorados: A nuestra Julia, y -no a Juancito todavía sino -a Gustavo Fresco. Los dos pasajeros del 295 jamás se dirigieron la palabra; pero en sus ojos, que palpitaban con las constantes miradas coincidentes, se adivinaba la timidez que producía ese noviazgo ineludible y por venir. En realidad, jamás llegó ese noviazgo. ¡Pero la de cosas que hizo y no dejó de hacer nuestra enamorada prematura por aquel hombre! Se las había ingeniado de mil formas para averiguar su nombre, su apellido y su domicilio. Hasta había trabado una cierta amistad con una prima -¡quién sabe cómo dió con ella!- que le había dado el nombre de la importante empresa donde trabajaba y los pasatiempos que le divertían. Y todos estos detalles, muy apropósito aquí, vienen como introducción del encuentro con Juan González, quien un día aburrido de la soledad, comenzó a telefonear al tuntún, soñando encontrar al amor de su vida.

-Hola, ¿quién habla?
-¿Cómo quién habla?¿Ya no me conocés?
-No, ¿quién sos?
-Gustavo, nena.
-¡Gustavo!
-Tenemos que encontrarnos...

Y así nació de una cita a ciegas para Juan, una familia indestructible para Julia. Qué risa le dio verlo por primera vez, cuando en vez del señorito inglés de modales refinados, se encontró con aquel joven delgado y ojeroso, de cabellos largos y desparramados, todo desgarbado y afeitado a medias. Sin embargo, cómo recalcaba el carnicero, después, todo el esmero que había realizado para impresionarla amenamente esa vez, a partir de la cual, con los días y los meses, Juan pasó de ser para Julia, de un querido payasito de divertimientos, el amado caballero de su vida. Señalaremos entonces, que en Juan, muchas cosas cambiaron desde entonces. Se afeitaba, se bañaba asiduamente, se peinaba y hacía resaltar todos los dotes que habían permanecidos silenciosos. Tenía ojos marrones, dominantes y expresivos, y en su mirada penetrante resaltaba una tez blanca y fina, y una boca pequeña que bailaba bruscamente cuando hablaba. Hoy ya están más viejos, Juan es un fortachón corpulento de pura panza. Julia tamnién ha engordado, y el pelo corto y teñido de amarillo, le da un aspecto más agreste. No obstante, destellos de sus encantos aún se adivinan, y han incorporado un lazo afectuoso y tantas experiencias conyugales, que el amor robustecido por el compromiso cotidiano, sofocó a su vez esas pasiones arrolladoras, romanticismos de opereta.

Con la tienda vacía en la tarde en que estamos, Juan González, despelleja un cordero. Mientras hinca la cuchilla afilada, piensa en su mujer, fiel y honrada. Pero algo le escarba en sus tripas, que ve desangrarse en esas que tiene enfrente. Los dos empleados están en sus horas de descanso y el silencio de la siesta se desparrama gélidamente en el mostrador humedecido. La soledad le sugiere a Juan, pensamientos adustos y maliciosos. Sabía todo de Gustavo Fresco. Absolutamente todo. Aquella única competencia, de quien podría sentirse alguna leve cosquilla, forzosa de todos modos, por no llamar celos, era recargada desde hacía años con fantasías tragicómicas. Un ser inocente y lejano, que tal vez estuviese enfermo o sepultado, era recreado con todas las armas quijotescas, capaces de robar a su amada. Muchas veces este flagelo se sublima en valentía, en coraje y conquista; pero la mayoría, trastorna las emociones de nuestro héroe, trastocándole el sentido y las ideas. Su esposa le ha narrado, hasta el hartazgo y detalladamente, la primera atracción que había sentido por un hombre, y siempre le dolió no haber sido él aquel Gustavo. Su instinto posesivo lo enerva en este trance. Hay una música lejana que se apaga. Un perro jadeante que se alarma. Mientras su mujer amamanta al recién nacido y Lucía duerme la siesta, la hoja filosa le rebana un dedo. Juan no lo percibe, reflexionando obseso en las muchas ocasiones que su mujer no tiene para traicionarlo. Piensa en las decenas de tentaciones y pruebas, que por la casa o el trabajo, por fortuna o desventura, su irreprochable esposa desconoce. ¿Lo ama realmente? ¿Le es verdaderamente fiel de corazón? Mientras se camufla su sangre con la mercancía, Juan González comienza a tramar su macabro plan.

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