La Carnicería de González
Gustavo Manuel FrescoApuntes20 de Febrero de 2018
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"La Carnicería de González"
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Chapter 1
Juan González y su esposa
By Pedro Lanzia
La Carnicería de González
Capítulo I. Juan González y su esposa
Juan González es un humilde carnicero de barrio. Su mujer, Julia Navarro, una sencilla ama de casa. Hace diez años que están casados, con una pequeña de cuatro y un bebé de cinco meses, Lucía y Martín. Podríamos imaginar el desarrollo de esta historia en los márgenes serenos de un hogar, sin bombas de fósforo, ni revoluciones armadas; a lo sumo un grito nervioso, o un disgusto de trabajo. Y no estaríamos distantes a la realidad, si no fuera por la batalla infernal que se libró en la cabeza de González. Y es que muchas veces, en los lares y aposentos, hay más crimen que en Irak.
La carnicería, parte delantera de la misma casa, está comunicada por un breve pasillo con la vivienda. En una zona tranquila como aquella, nada comercial, y con los negocios necesarios como para no ir al supermercado o al centro, el humilde local de González es uno de los más vistosos, por no decir que es el único de su especie en diez cuadras a la redonda. Levanta sus persianas a las ocho de la mañana, y aunque permanece cerrada de una a cuatro, todo el día Juan, trabaja ininterrumpidamente hasta las ocho de la noche. A toda hora va la gente. Está la viejita lagañosa, con el pañuelo en la cabeza y la bolsa de tela en el brazo. Detrás de ella siempre hay fila, aguardando que escarbe el último resquicio vacío de su monedero. También la señora copetuda del mediodía, que se impresiona de la mosca más endeble que volase; y la familia numerosa, que arrasa con toda la mercadería (los padres) y los adornos del local (los hijos más enanos). Los inspectores y los vendedores ambulantes muy de vez en cuando merodean por allí; no así los perros hambrientos, que se juntan en jaurías a cazar alguna achura despistada. En la carnicería Juan González es el jefe, Julia a veces la cajera, y sino Ramón Ordoñez, el empleado de más confianza. También está empleado Martín Blesca, primo del anterior, que corta, despacha y limpia. En el hogar, al fondo, la vida conyugal encuentra su auge en la cena, donde los banquetes más sabrosos son de verduras y harinas. Largas veladas encuentra el diálogo afectuoso de los esposos, que ausentes de la televisión, muchas veces se entrecruzan entre libros o una radio.
Mucho te preguntarás, querido lector, de la suerte descriptiva de mis personajes. Y pecaríamos de injusticia si al narrarla, obviáramos sus rasgos juveniles, en el apogeo de sus expresiones frescas, bellamente plasmadas. Julia había sido una mujer alta y delgada, veinteañera de ancha espalda y cintura pequeña, con insinuantes curvas, no del todo remarcadas. Sus cabellos por entonces eran negros y perfumados, y caían sobre sus hombros como un verter de chocolate hirviente. Estaba haciendo, cuando se conocieron, el tercer año de medicina: Su vida eran los libros, la universidad, su casa y una parada de colectivo. Esa enigmática estadía, hacía coincidir todas las tardes a dos jóvenes enamorados: A nuestra Julia, y -no a Juancito todavía sino -a Gustavo Fresco. Los dos pasajeros del 295 jamás se dirigieron la palabra; pero en sus ojos, que palpitaban con las constantes miradas coincidentes, se adivinaba la timidez que producía ese noviazgo ineludible y por venir. En realidad, jamás llegó ese noviazgo. ¡Pero la de cosas que hizo y no dejó de hacer nuestra enamorada prematura por aquel hombre! Se las había ingeniado de mil formas para averiguar su nombre, su apellido y su domicilio. Hasta había trabado una cierta amistad con una prima -¡quién sabe cómo dió con ella!- que le había dado el nombre de la importante empresa donde trabajaba y los pasatiempos que le divertían. Y todos estos detalles, muy apropósito aquí, vienen como introducción del encuentro con Juan González, quien un día aburrido de la soledad, comenzó a telefonear al tuntún, soñando encontrar al amor de su vida.
-Hola, ¿quién habla?
-¿Cómo quién habla?¿Ya no me conocés?
-No, ¿quién sos?
-Gustavo, nena.
-¡Gustavo!
-Tenemos que encontrarnos...
Y así nació de una cita a ciegas para Juan, una familia indestructible para Julia. Qué risa le dio verlo por primera vez, cuando en vez del señorito inglés de modales refinados, se encontró con aquel joven delgado y ojeroso, de cabellos largos y desparramados, todo desgarbado y afeitado a medias. Sin embargo, cómo recalcaba el carnicero, después, todo el esmero que había realizado para impresionarla amenamente esa vez, a partir de la cual, con los días y los meses, Juan pasó de ser para Julia, de un querido payasito de divertimientos, el amado caballero de su vida. Señalaremos entonces, que en Juan, muchas cosas cambiaron desde entonces. Se afeitaba, se bañaba asiduamente, se peinaba y hacía resaltar todos los dotes que habían permanecidos silenciosos. Tenía ojos marrones, dominantes y expresivos, y en su mirada penetrante resaltaba una tez blanca y fina, y una boca pequeña que bailaba bruscamente cuando hablaba. Hoy ya están más viejos, Juan es un fortachón corpulento de pura panza. Julia tamnién ha engordado, y el pelo corto y teñido de amarillo, le da un aspecto más agreste. No obstante, destellos de sus encantos aún se adivinan, y han incorporado un lazo afectuoso y tantas experiencias conyugales, que el amor robustecido por el compromiso cotidiano, sofocó a su vez esas pasiones arrolladoras, romanticismos de opereta.
Con la tienda vacía en la tarde en que estamos, Juan González, despelleja un cordero. Mientras hinca la cuchilla afilada, piensa en su mujer, fiel y honrada. Pero algo le escarba en sus tripas, que ve desangrarse en esas que tiene enfrente. Los dos empleados están en sus horas de descanso y el silencio de la siesta se desparrama gélidamente en el mostrador humedecido. La soledad le sugiere a Juan, pensamientos adustos y maliciosos. Sabía todo de Gustavo Fresco. Absolutamente todo. Aquella única competencia, de quien podría sentirse alguna leve cosquilla, forzosa de todos modos, por no llamar celos, era recargada desde hacía años con fantasías tragicómicas. Un ser inocente y lejano, que tal vez estuviese enfermo o sepultado, era recreado con todas las armas quijotescas, capaces de robar a su amada. Muchas veces este flagelo se sublima en valentía, en coraje y conquista; pero la mayoría, trastorna las emociones de nuestro héroe, trastocándole el sentido y las ideas. Su esposa le ha narrado, hasta el hartazgo y detalladamente, la primera atracción que había sentido por un hombre, y siempre le dolió no haber sido él aquel Gustavo. Su instinto posesivo lo enerva en este trance. Hay una música lejana que se apaga. Un perro jadeante que se alarma. Mientras su mujer amamanta al recién nacido y Lucía duerme la siesta, la hoja filosa le rebana un dedo. Juan no lo percibe, reflexionando obseso en las muchas ocasiones que su mujer no tiene para traicionarlo. Piensa en las decenas de tentaciones y pruebas, que por la casa o el trabajo, por fortuna o desventura, su irreprochable esposa desconoce. ¿Lo ama realmente? ¿Le es verdaderamente fiel de corazón? Mientras se camufla su sangre con la mercancía, Juan González comienza a tramar su macabro plan.
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Chapter 2
El Chip del Celular
By Pedro Lanzia
La Carnicería de González
Capítulo 2. El Chip del Celular
Juan sale de la carnicería con el cuchillo en la mano. En la puerta de vidrio, cerrada con llave, quedó oscilante el cartel del "En Seguida Vuelvo". Y ese enseguida serán tres horas en las que algunas vecinas cansadas de protestar, se irán impacientes, unas sin su bofe para el gato, otras sin los embutidos para la picada vespertina.
A dos cuadras de la casa de González, permanece abierto, las veinticuatro horas, el Maxi-Kiosko de Francisco Presto, un tarambana de primera. Conocido en el barrio como estafador recuperado, siempre perfila sus secuelas, ya sea con el vicio en el juego, o sus borracheras habituales. Su mujer se queja del descuido en el negocio, y es que siempre consume lo que está para la venta, principalmente cigarrillos y bebidas. En el local funciona a su vez un pequeño locutorio con dos cabinas, y un diminuto cyber de una sola máquina. Siempre está una hermosa jovencita, rubia y pálida, sentada toda encorvada frete a la computadora, generalmente escribiendo unos poemas. Estará allí presente cuando la sorprenda un hombre corpulento y alto, con su ensangrentado traje blanco y armado, parado en la puerta enrejada.
-¡Juancito! ¿Qué hacés por acá? -le da la bienvenida Francisco, con cierto sopor.
-Necesito un favor.
-Menos mi clienta, cualquier cosa - le dice el kiosquero, sin que se percate la aludida.
-Necesito que me vendas un chip para el celular.
-¡Si es ese el favor, vení todos los días! -dice riendo, mientras busca entre las golosinas lo que el carnicero anda buscando.
-No es ese el favor que necesito. Tenés que explicarme cómo hacer para escribirle a mi mujer sin que sepa que soy yo. Al mismo tiempo, que crea que este número es de un tipo, alguien muy especial. Tengo un plan, y vos vas a ser mi confidente. Me tenés que hacer "el aguante".
El kiosquero se quedó atónito mientras hablaba el carnicero. Por un momento, al verlo tan nervioso y con el cuchillo en la mano, se le cruzó por la cabeza que estaba frente a un reciente parricida.
-¿Qué te pasó en el dedo? -le dice desconfiado.
-Cosas de oficio.
-Sí, de mal oficio.
-Accidente, solamente. ¡Tomá! Cobrate esta porquería -le dice González, mientras saca del pequeño envoltorio la diminuta plaqueta que cambiará su historia.
Francisco Presto no entiende nada. Prefiere no pensar y seguir el hilo de lo sucesos, como quien es llevado por un jumento confiable. Al ver a su comprador enredarse, le dice:
-Mirá: Le sacás al celular el chip que tiene, le ponés éste, ¡y listo! Número nuevo, teléfono nuevo.
-Sí, ¿pero me queda guardada en la memoria la información del otro número?
-No, Juancito. Celular nuevo. Hoy por hoy todo va y viene. Nada permanece. Todo es descartable.
-¿Vendés cursos de filosofía también ahora?
-Dentro de poco. Dame tiempo.
En eso se acerca a la caja la rubiecita, y mientras retira de su rostro los anteojos, brillan dos ojos azules como un lago limpio. Paga la cuenta, guarda en una mochila llena de libros el vuelto, y se retira con un somero "buenas tardes".
-¡Ay, mujeres! Pensar que las nuestras fueron así...
-Ahora son mejores, Panchito. Aunque más difíciles de conquistar. Mañana a esta hora vengo a verte y te explico cómo ayudarme. Tu voz y tu garganta van a ser la prueba de que existe mi enemigo. Vos vas a ser Gustavo Fresco.
El kiosquero queda intrigado y ansioso de ser útil para su vecino. La avidez lo hace destapar una cerveza y prenderse un cigarrillo. Mientras tanto el carnicero, se queda en una plaza cercana probando el chiche nuevo. Unos pájaros silvestres dan saltitos por donde Juan se ha recostado, en el pasto. El cuchillo pasa desapercibido entre las hierbas ralas, y el dedo lastimado ya ha dejado de sangrar. Escribe un texto, lo revisa, lo envía. Julia, su esposa, cuando su celular despierta al bebé con el aviso de un mensaje nuevo, se dirige de mal humor maldiciendo a su madre: "Otra vez me escribe en la hora de la siesta". Pero cuando lee el mensaje, un torbellino añejo, como el suspiro de un mamut que viaja por el cosmos, se estampa contra el rostro estático. Todos los recuerdos se amontonan, la sangre no circula, los ojos tiemblan, el reloj no palpita. Lo imposible se encarna. Un dibujo realista se pone en movimiento en la mano tiesa de Julia. Empezaba a engendrarse un enigma cuando la puerta de la habitación se entreabre.
¡Mamá! -dice Lucía -¿No escuchás que Martín está llorando? [pic 3]
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