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La Felicidad


Enviado por   •  26 de Noviembre de 2013  •  3.780 Palabras (16 Páginas)  •  234 Visitas

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LA ALEGORÍA DEL CARRUAJE

Adelante el sendero se abre en abanico. Por lo menos cinco rumbos diferentes se me ofrecen. Ninguno pretende ser el elegido, sólo están allí. Un anciano está sentado sobre una piedra, en la encrucijada. Me animo a preguntar: -¿En qué dirección, anciano? -Depende de lo que busques —me contesta sin moverse. -Quiero ser feliz —le digo. -Cualquiera de estos caminos te puede llevar en esa dirección. Me sorprendo: -Entonces... ¿da lo mismo? -No. -Tú dijiste... -No. Yo no dije que cualquiera te llevaría; dije que cualquiera puede ser el que te lleve. -No entiendo. -Te llevará el que elijas, si eliges correctamente. -¿Y cuál es el camino correcto? El anciano se queda en silencio. Comprendo que no hay respuesta a mi pregunta. Decido cambiarla por otras: -¿Cómo podré elegir con sabiduría? ¿Qué debo hacer para no equivocarme? Esta vez el anciano contesta: -No preguntes... No preguntes. Allí están los caminos.

Sé que es una decisión importante. No puedo equivocarme... El cochero me habla al oído, propone el sendero de la derecha. Los caballos parecen querer tomar el escarpado camino de la izquierda. El carruaje tiende a deslizarse en pendiente, recto, hacia el frente. Y yo, el pasajero, creo que sería mejor tomar el pequeño caminito elevado del costado. Todos somos uno y, sin embargo, estamos en problemas. Un instante después veo cómo, muy despacio, por primera vez con tanta claridad, el cochero, el carruaje y los caballos se funden en mí. También el anciano deja de ser y se suma, se agregan los caminos recorridos hasta aquí y cada una de las personas que conocí. No soy nada de eso, pero lo incluyo todo. Soy yo el que ahora, completo, debe decidir el camino. Me siento en el lugar que ocupaba el anciano y me tomo un tiempo, simplemente el tiempo que necesito para tomar esa decisión. Sin urgencias. No quiero adivinar, quiero elegir. Llueve. Me doy cuenta de que no me gusta cuando llueve. Tampoco me gustaría que no lloviera nunca. Parece que quiero que llueva solamente cuando tengo ganas. Y, sin embargo, no estoy muy seguro de querer verdaderamente eso.

Creo que sólo asisto a mi fastidio, como si no fuera mío, como si yo no tuviera nada que ver. De hecho no tengo nada que ver con la lluvia. Pero es mío el fastidio, es mía la no aceptación, soy yo el que está molesto. ¿Es por mojarme? No. Estoy molesto porque me molesta la lluvia. Llueve... ¿Debería apurarme? No, Más adelante también llueve. Qué importa si las gotas me mojan un poco, importa el camino. No importa llegar, importa el camino. En realidad nada importa, sólo el camino.

Una tarde, hace muchísimo tiempo, Dios convocó a una reunión. Estaba invitado un ejemplar de cada especie. Una vez reunidos, y después de escuchar muchas quejas, Dios soltó una sencilla pregunta: "¿Entonces, qué te gustaría ser?” a la que cada uno respondió sin tapujos y a corazón abierto: La jirafa dijo que le gustaría ser un oso panda. El elefante pidió ser mosquito. El águila, serpiente. La liebre quiso ser tortuga, y la tortuga, golondrina. El león rogó ser gato. La nutria, carpincho El caballo, orquídea. Y la ballena solicitó permiso para ser zorzal... Le llegó el turno al hombre, quien casualmente venía de recorrer el camino de la verdad, hizo una pausa, y esclarecido exclamó: "Señor, yo quisiera ser... feliz." Viví García, Me gustaría ser

Nunca pensé que escribiría un libro con este título. De hecho, me parece imposible que tú mismo lo estés leyendo. "El camino de la felicidad" suena tan cursi... parece sugerir que yo creo que hay un camino hacia la felicidad. Tengo muchas disculpas que esgrimir, pero la principal es que en la serie Hojas de ruta, cada uno de los libros anteriores fue definido, desde el título, con el nombre de uno de los caminos a recorrer: el de la auto-dependencia, el del encuentro, el de las lágrimas... ¿Cuál podría haber sido el nombre de este camino final sino el de la autorrealización, el de la felicidad? Sin embargo, quiero decirte desde el primer párrafo que de ninguna manera pienso que haya un único camino hacia la felicidad.

Y si lo hubiera, yo no lo conozco. Y si lo conociera, no creo que pudiera describirse en un libro. Me pasé la mayor parte del último decenio dictando conferencias sobre salud y psicología de la vida cotidiana; pero nunca noté, hasta el último año, lo poco que había hablado sobre el ser feliz. No había escrito nada sobre el tema. Al igual que muchas personas, había dedicado bastante tiempo a reflexionar acerca de la felicidad y, sin embargo, en mis conferencias, escritos y programas de televisión me ocupaba de otros asuntos que seguramente consideraba en ese momento más serios y que parecían por ello merecer más atención de mi parte. ¿Por qué descuidé la felicidad? Posiblemente lo consideré un tema ligero, más propio de las revistas "livianas" que lo enmarcan con fotos de gente linda posando entre paisajes soñados. Claro que en lo personal siempre quise ser feliz, pero recuerdo haberme reprochado un artículo en el cual admitía este deseo. Para mí, como para casi todo el mundo, sostener "quiero ser feliz" era sinónimo de solicitar la patente de bobo, hueco o pobre de espíritu. Desde mi formación científica y moral, hablar de felicidad suponía forzosamente grandilocuentes frases obvias, excesivamente románticas y llenas de lugares comunes. Seguramente por todo eso el tema me pareció durante años un asunto del que debían ocuparse los separadores de libros, no los terapeutas de profesión y menos los escritores, ni siquiera los aficionados, como yo. Sin embargo, la felicidad es un tema tan profundo y tan necesitado de estudio como lo son la dificultad de comunicación, la postura frente al amor o la muerte y la identidad religiosa (en efecto, temáticas para nada divorciadas del objeto de esta serie Hojas de ruta).

El comienzo

En su libro El hombre en busca del sentido, el doctor Viktor Frankl —quien sobrevivió a los campos de concentración nazis— nos dice que si bien sus captores controlaban todos los aspectos de la vida de los reclusos, incluyendo si habrían de vivir, morir de inanición, ser torturados o enviados a los hornos crematorios, había algo que los nazis no podían controlar: cómo reaccionaba el recluso a todo esto. Frankl dice que de esta reacción dependía en gran medida la misma supervivencia. Las personas son

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